Opinión

El infierno

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La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Claro que son víctimas. Son víctimas de su propia imprudencia, de la irresponsabilidad, del “ái se va”. Lo son, también, de la corrupción y la impunidad. Si hay tantos que roban gasolina y nunca los castigan, ¿por qué no colmar dos bidones, al cabo y es gratis? Si la gasolina brotaba con tanta turbulencia ¿cómo no aprovecharla?

La de Tlahuelilpan es una tragedia enorme en primerísimo lugar por los muertos (79 hasta el domingo por la tarde) y heridos graves. Padres de familia que se aventuraron para surtirse de unos cuantos litros. Jóvenes —muchísimos— que brincaban alrededor del borbotón, se empapaban insensatos en el combustible y corrían a llenar más recipientes. Niños contagiados del alboroto —¿qué hacía allí un bebé de dos años?

Centenares, desfilaron enajenados ante el vigoroso surtidor de combustible. “Brincaban, se reían y echaban relajo… les parecía gracioso, mucha gente se estaba mojando con la gasolina” —relató la reportera Joselyn Sánchez a El Universal—. Algunos se intoxicaron con las emanaciones del combustible. Al bullicioso saqueo, durante varias horas, acudían más y más personas.

Entre ellos había comerciantes, choferes, empleados, posiblemente estudiantes del cercano Colegio de Bachilleres. No podían ignorar que la gasolina explota. No podían desconocer que se jugaban la vida. Quizá se consideraron protegidos en la exaltación de la muchedumbre, o acaso apostaron a que no sucedería nada, como en tantas otras ocasiones. Ahora el brote de gasolina era mucho mayor que otras veces. Tanto así, que llegaron vecinos de Munitepec, San Primitivo, Tlaxcoapan, Progreso de Obregón… El estallido fue del tamaño del géiser que había esparcido el combustible en todo el predio por el que atraviesa el ducto.

En sentido estricto estaban robando, sí. La gasolina de la que se apropiaban es del Estado. Pero con toda certeza todos, o la enorme mayoría, no se dedicaban a eso. Se enteraron cuando por toda la región corrió la voz del brote que, luego, alguien hizo crecer al ampliar la perforación en el ducto. El botín que levantarían sería de unos cuantos litros.

Muchos de quienes llegaron a recoger gasolina estaban agobiados por la escasez de los días recientes. No iban por codicia sino por necesidad. La pobreza pudo haber influido pero no parece haber sido la causa principal. ¿Qué obtendrían? Unos cuantos pesos si vendían esa gasolina. Unos cuantos kilómetros si la empleaban en sus vehículos. A cambio de eso padecieron una de las peores muertes posibles. ¿La vida no vale nada? Ni siquiera pensaron en eso. Allí se encuentra la otra cara de esta tragedia. La inconsciencia en esos centenares resulta inaudita.

Había algo de arrogancia cobijada en la multitud cuando desatendieron las indicaciones de los elementos del Ejército que se esforzaban para alertar de la posible catástrofe. La murmuración que recorre instantánea por las redes sociodigitales y que encuentra espacio en los medios cubrió de reproches a las fuerzas armadas porque no desalojaron el perímetro en torno al ducto fracturado. Eran 25 soldados frente a quizá 800 desaforados que estaban empeñados en llenar sus garrafas y tambos. No podían hacer más.

La infamia en línea ha incluido el festejo de la catástrofe. Legiones de miserables, por lo general parapetados en el anonimato, hacen mofa del horrible destino de los recolectores de Tlahuelilpan como si se tratase de un castigo que hubieran merecido. Habría que aplaudir si los auténticos jefes de las bandas de huachicoleros fuesen encarcelados. Ellos son quienes trafican con millares de barriles, no con dos o tres garrafas llenadas a toda prisa. Celebrar la tragedia es una vileza.

También hay quienes utilizan esta desgracia para favorecer posiciones políticas. Algunos se limitan a culpar al gobierno, como si la ordeña de ductos hubiera surgido en los meses recientes. Otros, aprovechan para hacer propaganda a favor del presidente con el cuento de que la explosión en Hidalgo se debe a “una ofensiva contra López Obrador”. Aún está por determinarse cómo se rompió el ducto. Pero lo que ocurrió después era del todo impredecible. Lucrar con el desastre, cualesquiera que sean los propósitos de quienes lo hacen, es una ruindad.

El Presidente de la República reaccionó con celeridad y compromiso. Son de apreciarse su presencia en Tlahuelilpan pocas horas después del estallido y las conferencias de prensa durante todo el fin de semana. De este acontecimiento terrible el presidente podría obtener una útil enseñanza. Él, como reiteró el sábado, tiene “la convicción de que el pueblo es bueno, que es honesto”. Y no es verdad. El pueblo no tiene conductas ni convicciones homogéneas. Entre el pueblo, o en la sociedad para decirle con más propiedad, hay buenos y malos, honestos y tramposos, cautelosos y descuidados. Por ello son tan erradas las admoniciones morales que, desde el gobierno, pretenden uniformar el comportamiento de las personas.

El latrocinio de combustible en gran escala se enfrenta con la aplicación de la ley. Transportar la gasolina en pipas en vez de cuidar los ductos y usarlos es una opción estrambótica y costosa. El traslado en carreteras implica riesgos posiblemente peores a la conducción a través de ductos.

El infierno en Tlahuelilpan hace evidente la complejidad del huachicoleo y lo extremadamente difícil que es combatirlo. Las soluciones simplistas no funcionan. Dentro de poco tiempo habrá que preguntarnos si la batalla al robo de combustible ameritaba la tensión extrema en la que el gobierno se ha colocado y que le ha impuesto al país. Lo de hoy son el asombro, el pavor, el duelo.

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@ciberfan