Opinión

El inocente usurpador

El inocente usurpador

El inocente usurpador

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

El destino de los grandes hombres (como el de los pequeños, pero en estos se nota menos) siempre está amasado con exageraciones y malentendidos. El gran hombre (o la gran mujer, seamos correctos) es grande, eso desde luego, pero la mayoría de las veces no por lo que él creía serlo ni por las razones obvias que uno podría suponer a su grandeza. Son grandes porque protagonizaron una equivocación magnífica. Cervantes se propuso disuadir a los ingenuos del culto a los caballeros andantes que nunca existieron e inventó uno inolvidable, que ya nunca dejará de existir. A Alexander Fleming se le estropeó un cultivo en el laboratorio y encontró una medicina que ha salvado muchas más vidas de lo que nunca pudo creer. Y Cristóbal Colón se empeñó con tozudez admirable en llegar a través del océano Atlántico a la India y Japón, para darse de bruces sin saberlo con una ­barrera que duplicó para la humanidad el mundo conocido. Esa barrera, todo un continente, se llamó América y en ese nombre se encierra también el malentendido providencial que motiva esta nota.

¿Por qué América se llama así, en lugar de Colombia, Nueva España o cualquiera de esos otros nombres que parecen mas coherentes con su “descubrimiento” por los europeos? Casi todos los que hemos estudiado bachillerato (al menos el bachillerato de hace unos años, quizá ahora la justiciera corrección política haya prohibido estos detalles) sabemos que el nombre proviene de Américo Vespucio, uno de tantos navegantes contemporáneos (e incluso amigo) de Cristóbal Colón. Pero las razones por las que su nombre llegó a eternizarse así en la geografía y la historia son mucho menos conocidas. De modo que el lector curioso encontrará muy interesante el breve libro que dedicó a esta cuestión Stefan Zweig, uno de los últimos textos que escribió y publicado póstumamente: “Américo Vespucio. Relato de un error histórico” (ed. Acantilado). Zweig es uno de esos escritores que se hacen querer: no abruma con su genialidad a los lectores, no es frecuentemente trivial y nunca aburrido, adopta siempre una perspectiva narrativa que interesa sin desconcertar, mantiene la escala humana en los temas que toca, acepta y solicita la complicidad sentimental hasta el melodrama… Sus biografías están bien documentadas pero nunca se reducen a acumular datos como si la vida de cada cual fuese sólo un memorándum. Las cuenta como parábolas, aunque en la mayor parte de los casos nos ahorra la moraleja. El librito dedicado a Vespucio es sucinto pero completo y va a lo esencial: ¿fue este navegante tardío —se hizo a la mar cumplidos los cincuenta años— un ladrón desvergonzado del mérito ajeno o el beneficiario accidental de una serie de malentendidos que ni siquiera llegó a conocer? No me convertiré en spoiler (ahora se dice así, creo) de esta obra, les recomiendo que la lean porque gracias al arte literario de Zweig es intrigante como un relato policial sin renunciar a la fidedigna información histórica.

Pero no me resigno a callar del todo. El almirante Colón creyó haber llegado en su viaje famoso a la ­tierra de las especias y también al paraíso terrenal, es decir al lugar donde podían hacerse mejores negocios y hasta salvar el alma. Nada de eso, por enorme que fuese, nos saca de lo ya conocido, porque el comercio y la iglesia no paran de mandarnos homilías sobre los beneficios inagotables que nos ofrecen. Américo Vespucio, en treinta y dos páginas cuya gestación dudosa nos explica Zweig, hizo el bosquejo de un Mundus novus, algo inédito pero a la vez similar a parte de lo que conocemos, poblado con nuestras fantasías y también dispuesto a nuestras decepciones, en resumen: una historia distinta, jamás contada. No hubo usurpación ni engaño: ­ocurrió que el narrador le ganó la mano al conquistador y al pionero. Ya ha pasado otras veces, en otros ámbitos.

Fernando Savater

©FERNANDO SAVATER.

/ EDICIONES EL PAÍS S.L 2019