Opinión

El optimismo que se escapa

El optimismo que se escapa

El optimismo que se escapa

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Uno siempre tiene ganas de ser optimista, pero hay ocasiones en que no se puede. Tras una semana difícil, los problemas del país se acumulan. Y lo grave es que no tienen visos de solución rápida o sencilla. Si no se les pone coto, México se encaminará por la vía de los Estados fallidos.

Por una parte, queda claro que la economía lleva un rato estancada y el poco estímulo que puede dar el Banco de México de poco sirve con una inversión pública tan famélica y con una situación en la que al sector privado se le acumulan las incertidumbres, empezando por la de la ausencia de la aplicación del estado de derecho, y siguiendo por las que generan malabarismos como el de la rifa que no fue del avión, pero que resultó en un pase de charola al gran capital para complementar el gasto público.

Por otra, se han sucedido en varias zonas del país actos de violencia extrema, que tienen como característica principal ser a la luz del día y, como característica secundaria, que en varias ocasiones las víctimas han sido menores de edad. Y en la capital sucedieron dos feminicidios de altísimo impacto que han generado repudio generalizado. Estos asesinatos son apenas la punta del iceberg de una violencia contra las mujeres que está siendo denunciada con cada vez más fuerza.

Sumemos algunas cosas más. Hay problemas en la UNAM, intentos desestabilizadores en otras instituciones de educación superior y una clara ofensiva sectaria en contra del INE. Para colmo, por primera vez se registra una disminución en el número de estudiantes inscritos en educación media y superior.

Ninguno de estos problemas es irresoluble, pero no se percibe en el gobierno —y particularmente en el presidente López Obrador— la intención de darles el peso que se merecen. Y esto es presagio de que pueden empeorar.

En la coyuntura, AMLO se mostró molesto ante la insistencia de los medios sobre el tema de los feminicidios, porque él quería hablar de la bendita rifa y salió con un decálogo retórico y repetitivo, que no contenía medida alguna; luego, en la ­inauguración de instalaciones de la Guardia Nacional, dijo una frase desafortunada: “Los delincuentes son seres humanos que merecen nuestro respeto”. Probablemente quiso decir que también los delincuentes tienen derechos humanos, pero tuvo un lapsus. Finalmente, ante el terrible infanticidio de la niña Fátima, echó culpas genéricas y aprovechó para protestar porque las feministas le habían pintarrajeado las puertas de Palacio, días antes.

La impresión que dio es que no estaba dispuesto a dejar una actitud indolente frente a la creciente presencia del crimen organizado, que le molestaba que la dura realidad le impusiera la agenda, y que tampoco abriga la intención política de comunicarse con la protesta y con los diversos movimientos feministas.

Sigue, en la lógica que comentábamos hace algunas semanas, en el síndrome del gobierno asediado. En la visión del Presidente todo el que lo critica o se opone a su política es un conservador, un agente del neoliberalismo, así se trate de mujeres indignadas por lo poco que se hace para protegerlas dentro de una cultura misógina.

En la lógica del asedio, el gobierno se encierra en su cuartel. Y empieza a hablar para sí mismo. “La gente está feliz, feliz”. “No hay malestar social”. “México vive un momento estelar”.

Y desde el cuartel, los porristas de la Comunidad de la Fe lanzan sus invectivas: que las feministas son pagadas por el PAN, que los reporteros que hacen preguntas incómodas sirven a la Mafia del Poder y un largo etcétera. Todo esto, en vez de ponerse a dialogar con la pluralidad social.

Es una paradoja: el hombre que llegó a la Presidencia, entre otras razones, por su cercanía con el pueblo, está aislándose de la realidad cotidiana cada vez más ruda, y optando por vivir en un mundo alternativo, en el que la falta de estrategia para afrontar problemas torales es lo de menos.

En esas condiciones, que equivalen a una ausencia, todo tiende a moverse para peor. Por el lado de la impunidad, por el lado de la desconfianza empresarial a la hora de invertir, por el lado de las dificultades del gobierno para hacerse de más recursos de manera transparente, por el de las instituciones que se requieren para que la sociedad funcione de manera adecuada.

El gobierno tiene a su favor que no existe una oposición organizada digna de ese nombre y ese adjetivo. Que si uno voltea hacia el pasado inmediato de la clase política se topa con nombres como el de Emilio Lozoya o el de Genaro García Luna, que son sólo la punta de sendos icebergs. Eso debería bastarle a AMLO y a Morena para darse cuenta de que tienen un amplio margen para actuar, hacer cosas de verdad, en vez de enconcharse en la retórica y la propaganda. Que hay margen para corregir, en vez de empecinarse en una ruta, que en los temas de la economía y la seguridad ciudadana, no está funcionando. Que las instituciones a las que torpedean son fundamentales para el consenso social y no un botín del cual apropiarse.

Pero no. Tenemos un gobierno al que se le está desgastando el manejo de los símbolos y —con él— su forma de hacer política. Pero no le importa. En ausencia de contrapesos, es una buena receta para que la nación entre en una espiral de la que luego va a ser difícil salir.

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