Opinión

El rechazo al conocimiento

El rechazo al conocimiento

El rechazo al conocimiento

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy
Pablo Rudomin*

Recién leí el libro de Nuccio Nordine, La utilidad de lo inútil. Para quienes hemos pasado toda nuestra vida académica escudriñando a la naturaleza para descubrir sus secretos mejor guardados, las reflexiones de Nordine son una brisa refrescante, dado el poco valor que se está dando en muchos ámbitos a la generación de conocimiento.

No me sorprende. Ciertamente hay quienes se han beneficiado y siguen beneficiándose con la ignorancia de los demás. El conocimiento les estorba, por lo que evitan, de muchas maneras, que éste se genere y sea compartido.

El rechazo al conocimiento es tan antiguo como la humanidad. Ya está consignado en la Biblia en donde se menciona que Adán y Eva fueron expulsados del paraíso porque comieron el fruto del árbol del conocimiento. No me queda claro si fueron castigados por desobedecer o por querer saber.

A medida que se consolidaron las naciones y los Estados, el rechazo al conocimiento y la ignorancia institucionalizada pasaron a formar parte de la política oficial, que estaba basada fundamentalmente en dogmas religiosos. Me viene a la mente el caso de Sócrates que en el 399 a. C. fue juzgado, encontrado culpable y condenado a muerte por “corromper las mentes de los jóvenes atenienses” y por “no creer en los dioses del Estado”.

Siglos más tarde, Miguel Servet (1511-1553) fue condenado y sentenciado a morir quemado vivo por sus opiniones y por textos que contrariaban a las Escrituras que, según los que lo juzgaron, estaban llenos de blasfemias dirigidas contra Dios y contra la “sagrada doctrina evangélica”. Algo semejante le ocurrió a Giordano Bruno (1548-1600) que, después de 8 años en prisión, murió quemado en la hoguera por cargos de blasfemia, herejía e inmoralidad y, sobre todo, por sus enseñanzas sobre los múltiples sistemas solares y sobre la infinitud del universo.

Y qué no decir del juicio que tuvo que afrontar Galileo Galilei (1564-1642) por sostener, entre otras cosas, que la Tierra giraba alrededor del Sol. Si bien la Iglesia ganó la batalla, perdió la guerra, ya que con su intransigencia a la generación de conocimiento, la actividad científica se desplazó hacia los países protestantes del norte.

Pero la Iglesia no sólo persiguió y condenó a los hombres por sus opiniones, también prohibió la lectura y difusión de textos en los que se exponían puntos de vista diferentes a los del credo oficial, como sucedió en 1616 con los textos de Copérnico (1473-1543), en 1668 con los de Bacon (1561-1626), en 1676 con los Ensayos de Montaigne (1533-1592), en 1762 con la obra de Rousseau (1712-1778), en 1781 con la Crítica a la razón pura de Kant (1724-1804) y en 1789 con las notas de Voltaire (1694-1778) a Pascal (1623-1662).

Las condenas por tener opiniones propias, contradictorias a los textos religiosos, también se dieron dentro del judaísmo. Baruch Spinoza (1632-1677) fue excomulgado en 1656 por sus opiniones acerca de la realidad y de la equivalencia entre naturaleza y Dios, así como por su posición monista ya que no creía en la existencia de un dualismo cuerpo-mente, y también por afirmar que ser libre es el no regirse por la sumisión.

Si bien el rechazo al conocimiento se atenuó durante el Siglo de las Luces y la Revolución francesa, hubo casos como el de Lavoisier (1743-1794) que fue injustamente condenado en 1793. Cuando se expusieron en el juicio todos los trabajos que había realizado, el presidente del tribunal pronunció la famosa frase: “La república no precisa de científicos ni de químicos y no se puede detener la acción de la justicia”. Lavoisier fue guillotinado el 8 de mayo de 1794. Se cuenta que Lagrange dijo al día siguiente: “Ha bastado un instante para cortarle la cabeza, pero Francia necesitará un siglo para que aparezca otra que se le pueda comparar”.

El rechazo al conocimiento se volvió a incrementar durante el siglo pasado, y en forma por demás violenta, con la quema y prohibición de libros por las hordas nazis y la expulsión de los “no arios” de las universidades. Entre los muchos autores cuyas obras fueron quemadas y vetadas, están Einstein (1879-1955), Freud (1856-1939), Hemingway (1899-1961), Kafka (1883-1924), Lenin (1870-1924), London (1876-1916), Mann (1875-1955), Marx (1818-1883), Proust (1871-1922), Wells (1866-1946) y Zola (1840-1902).

El fascismo y el nazismo no fueron los únicos con actitudes anticulturales. Algo semejante ocurrió en la Unión Soviética durante la época de Stalin. Destaca el caso de Vavílov (1887-1943) quien, después de graduarse del Instituto Agrícola de Moscú, trabajó durante 1911 y 1912 en la Oficina de Botánica Aplicada y en la Oficina de Micología y Fitopatología para después viajar por Europa y trabajar con el profesor William Bateson (1861-1926), uno de los fundadores de la genética moderna.

A pesar de que Vavílov fue miembro del Soviet Supremo de la URSS, presidente de la Sociedad Geográfica Rusa y ganador del Premio Lenin, en 1940 fue sentenciado a 20 años de cárcel por ser un defensor de la genética clásica, que fue considerada por el grupo de Lysenko como una “seudociencia burguesa”. Murió en prisión el 26 de enero de 1943 para ser reivindicado póstumamente.

Además del caso Vavílov, hubo otros ejemplos de la imposición de las líneas oficiales sobre el aparato científico de la URSS. Me viene a la mente el caso de Anokhin (1898-1974), discípulo de ­Pavlov y neurofisiólogo muy distinguido, miembro de la Academia de Ciencias Médicas y de la Academia de Ciencias de la URSS. En 1920 Anokhin empezó su carrera académica y fue uno de los primeros que desarrollaron el concepto de retroalimentación (1935), ciertamente antes que Rosenblueth (1900-1970) y Wiener (1894-1964). En 1950, en una reunión dedicada al análisis de las teorías de Pavlov, sus conceptos fueron cuestionados y su teoría de “sistemas funcionales” fue rechazada. Fue suspendido de su trabajo en el Instituto de Fisiología y “exiliado científicamente” a Riazán, un pequeño pueblo cerca de Moscú.

Por cierto, Anokhin fue maestro de Ramón Álvarez-Buylla, quien a fines de los cuarenta, poco después de terminar su tesis doctoral en la entonces Unión Soviética, pudo venir a México para reunirse con su madre. Tuve la fortuna de que él fuera mi maestro en la Escuela Nacional de Ciencias Biológicas del IPN. Fue él quien me introdujo al camino apasionado de la investigación científica y me hizo considerarla como un compromiso existencial. Aún recuerdo las conversaciones que teníamos por las mañanas, justo antes de empezar a trabajar. Abordaba en ellas temas de lo más diversos, entre ellos lo que fue su vida en Rusia durante la Segunda Guerra Mundial, el porqué los conceptos de Anokhin sobre los sistemas funcionales y la aferentación sancional fueron considerados como antagónicos al credo oficial. La historia de Anokhin y de otros científicos durante la época de Lysenko generó en muchos de nosotros un rechazo a la interferencia del poder político en la conducción de la ciencia.

No puedo dejar de mencionar, aunque sea brevemente, el efecto que tuvo la Revolución cultural china de los años sesenta sobre la investigación científica, la educación y las actividades culturales. Los guardias rojos se encargaron de destruir bibliotecas llenas de textos históricos y extranjeros. Quemaron libros y silenciaron a los intelectuales. Muchos técnicos calificados y profesores universitarios fueron acusados de realizar actividades contrarrevolucionarias. Fueron removidos de sus puestos y enviados a campos de trabajo para ser reeducados. Los exámenes de acceso a la universidad fueron abolidos en 1966 y muchos programas de estudios suprimieron temas considerados como burgueses. A juzgar por el apoyo sin precedente que el gobierno actual otorga a la investigación científica y tecnológica, podría uno pensar que este rechazo al conocimiento ya es cosa del pasado. Habrá que ver, porque a la fecha no es claro si ello los conducirá hacia una sociedad más democrática.

Al parecer no aprendemos de la historia. Ahora la moda es hablar de ciencia útil versus ciencia inútil, de ciencia básica versus ciencia aplicada o de ciencia neoliberal versus ciencia comprometida, como si las dos fueran mutuamente excluyentes. Desafortunadamente, el mantener y fomentar esta esquizofrenia conceptual no augura tiempos buenos para la generación de conocimiento y para la educación superior. Aunada a esta situación vivimos tiempos en los que personas con poder de decisión y con capacidad de influir a otros generan su propia realidad alternativa.

Un ejemplo paradigmático es el rechazo a la evidencia disponible acerca del cambio climático, lo que impide en cierta forma, o al menos retrasa , la instrumentación de acciones tendientes a reducir ese peligro, como lo sería desarrollar y utilizar fuentes alternativas de energía y con ello disminuir en lo posible el uso de combustibles fósiles contaminantes.

También lo es la indiferencia y resistencia para apoyar programas y acciones dirigidas a preservar la diversidad biológica, así como el desentenderse de la destrucción de bosques y selvas como lo que ahora está sucediendo en la selva amazónica, o bien el oponerse en forma sistemática a la investigación y uso racional de transgénicos en medicina y agricultura, así como el no esforzarse por mejorar la calidad de la educación e invertir más en investigación científica y tecnológica.

Estoy seguro de que el amable lector se preguntará cómo estamos en México en estas cuestiones. Desafortunadamente estamos transitando por un camino lleno de enfrentamientos y contradicciones que están generando antagonismos innecesarios y peligrosos en los ámbitos de la educación, ciencia y tecnología. Basta con leer las noticias. Como yo lo veo, el problema no es la instrumentación de políticas anacrónicas, ya sea por carecer de información objetiva y confiable, o bien por ignorarla basándose en las propias convicciones. Eso sucede en todos lados. Lo que es realmente preocupante es el cerrarse al diálogo, el no reconocer los errores cometidos y, sobre todo, el no tratar de corregirlos.

Ante esta situación me pregunto si tenemos la suficiente inteligencia social para generar el consenso necesario que nos permita funcionar como una sociedad incluyente y democrática en la que se promueva la generación de conocimiento, no sólo para satisfacer esa necesidad inherente a nuestra esencia humana, sino también como un instrumento racional para mejorar la calidad de vida de todos los mexicanos sin volvernos una amenaza para nosotros mismos y para los otros seres vivientes que nos acompañan en este viaje a través de las galaxias.

Espero no ser demasiado iluso al pensar que aún estamos a tiempo de sumar esfuerzos para juntos buscar las mejores soluciones a los problemas que tenemos que afrontar como sociedad. Tenemos que ver al futuro, no al pasado, porque los desafíos de ahora han adquirido una dimensión tal que retan cada vez más nuestra propia existencia. Es claro que, por mucho que lo deseemos, no se puede tapar el Sol con un dedo.

* Integrante de El Colegio Nacional