Opinión

El triste mundo de la locura en la vida mexicana

El triste mundo de la locura en la vida mexicana

El triste mundo de la locura en la vida mexicana

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Obsesiones que oscurecen el pensamiento. Voces venidas de quién sabe dónde, pero que resuenan en la cabeza, y se niegan a irse, a menos que ese hombre o esa mujer, los únicos que los escuchan, hagan lo que se le ordena. Miedos enormes, brutales, que orillan a la desesperación, nacidos de alguna experiencia atroz o de algún punto oscuro de la conciencia del desdichado que los experimentara. Todo eso y mil rasgos más componen el mundo de las enfermedades mentales, que en otros tiempos fueron definidos, sencillamente, como “locura”. En una sola palabra se contenían las muchas habitaciones de eso que también podemos llamar infierno.

Muy poco después de terminada la parte más violenta de la conquista, en la Nueva España se trabajó para crear algunas instituciones importantes para la vida que empezaba a construirse en estas tierras. Los hospitales, entre ellas. Y muy pronto se consideró necesario generar un espacio para aquellos pobres seres atenazados por la locura, y que, de no ser atendidos por una mano caritativa, terminarían sus días solos, abandonados por sus familiares, superados por el demonio de la enfermedad mental. No sería extraño verlos deambular por las calles de la ciudad de México, sumidos en su atormentado universo privado, hablando al aire, mirando cosas y personas invisibles para los viandantes, agrediéndolos en algún instante de crisis. Se necesitaba un hospital para dementes.

Bajo esas consideraciones, se creó el Hospital de San Hipólito, en 1567. Fray Bernardino Álvarez, mediante limosnas, el apoyo del ayuntamiento y del clero, logró levantar el lugar, junto a la ermita que se había erigido para conmemorar la derrota mexica de 1521. Tenaz, el religioso persistió hasta que, poco a poco, se erigió un espacio decoroso, con comedores y amplias salas para los enfermos, donde, además de los enfermos mentales, se recibía a ancianos, menesterosos y, si mucho apuraba, a todo aquel que llamase a la puerta en busca de consuelo, una cama caliente y seca, y atención médica.

No debió resultar sencillo convertir los muy modestos cuartos en los que arrancó el edificio y que ya existían en el terreno antes de que se le entregara a fray Bernardino, porque al tiempo en que se construía y se hacían mejoras al hospital, ya se tenían pacientes. En tiempos del Virrey Almanza, llegó a enviarse un documento del ayuntamiento, en el que se apercibía al hospital la necesidad de vigilar estrechamente a los enfermos de San Hipólito, pues algunos habían adoptado la fea costumbre de insultar y molestar a todo aquel que pasara delante del sanatorio, y si llegasen a desobedecer, remachaban las autoridades, era indispensable castigarlos.

No todos los que en aquellos primeros años dieron signos de locura tenían la fortuna de acabar en san Hipólito. Casi treinta años después de la fundación del hospital, se supo de un caso de locura, detonado, aparentemente, por el terror y la desesperación: la paciente era doña Mariana de Carbajal o Carabajal, perteneciente a una familia juzgada y condenada por la inquisición por el delito de ser judaizantes.

Sentenciados a ser “quemados vivos, en vivas llamas de fuego” en 1596, los Carbajal murieron las cercanías del Hospital y del templo de San Hipólito. La joven Mariana de Carbajal, “enloquecida” por la persecución, no fue quemada en vista de su entendimiento perturbado.

No disponemos de los pormenores de la afección mental de la joven Mariana. Es de suponerse, leyendo los malos tratos y las torturas a las que fueron sometidos los integrantes de la familia, que la muchacha pasó por experiencias aterradoras que le ocasionaron un cuadro de estrés postraumático que la sacó de las conductas tenidas por normales. Como a la Inquisición lo que le importaba en el caso de los delitos contra la fe, resultaba importantísimo que doña Mariana se recuperara de ese estado de desvarío para que pudiera abjurar de su comportamiento judaizante y recibir la sanción que por ello merecía.

Cinco años duró el estado de locura de doña Mariana. Después, dice el expediente inquisitorial, “recobró la razón”, motivo por el cual fue entregada para su ejecución en el auto de fe del 25 de marzo de 1601, sentenciada a morir por garrote y luego quemado su cuerpo, “hasta que se convierta en ceniza y de ella no haya ni quede memoria”.

En términos general, el encierro era el recurso más efectivo para contener la locura, fuese la sintomatología que fuese, sin importar que se tratase de una “locura transitoria” o una pérdida permanente del entendimiento. Un ejemplo del primer caso es el de María Gertrudis Torres, una joven costurera que, enamorada perdidamente del médico Rafael Sagaz, catedrático de la Universidad. La muchacha cayó en una crisis cuando se dio cuenta de que el doctor no solo lo la quería, sino que ni siquiera se fijaba en ella por su humilde condición. Resentida, furiosa, no halló mejor manera de canalizar su ira y su mal de amores que atacar por la espalda, el 6 de abril de 1806 a una jovencita, la prometida del hombre que la había ignorado. Como la agredida resultó ser nieta del doctor José Ignacio García Jove, presidente del Protomedicato, es decir, la autoridad médica de la Nueva España, a la pobre Gertrudis se le juzgó por partida doble: por el ataque a su supuesta rival, fue condenada a tres meses de prisión, y, dictaminada como “loca” fue encerrada por espacio de diez años en el Hospital del Divino Salvador, para mujeres dementes.

El juez que revisó la causa de Gertrudis tomó declaraciones de dos sirvientas, compañeras de trabajo de la costurera. Ellas declararon que estaba “algo loca”, porque estaba segura de que el doctor Sagaz correspondía a su amor, y que, de hecho, sí estaba dispuesto a casarse con ella, asunto que, por su desigualdad, no podía ser sino tomado como indicio de locura. Sagaz declaró que Gertrudis le enviaba cartas de amor, un indicador más del desequilibrio mental que la costurera padecía. Y aunque Gertrudis logró demostrar que una vez sí recibió una cartita del médico, que aparentemente pretendía seducirla, el juez determinó que la muchacha, que se había definido a sí misma como “castiza” —una de las numerosas castas novohispanas—, “pobre y de color quebrado” estaba loca y como tal había que tratarla. La infeliz costurera abandonó el hospital hasta 1816, obligada dar cuenta de su domicilio al alcalde de barrio, para que pudiera ser vigilada.

El caso es interesante porque reproduce uno de los muchos rasgos de la desigualdad en la Nueva España: pensar en un matrimonio con alguien de distinta clase social era, a los ojos de las autoridades, un manifiesto síntoma de locura. Otro caso similar, de la misma época, es el de un pobre hombre, José Ruiz Castañeda, preso en el Hospicio de Pobres por vender un aguardiente de la época, el chinguirito. El pobre diablo se prendó de una jovencita que, desde una casa contigua, solía observar a los hospicianos. Un compañero de reclusión, advirtiendo el enamoramiento, le convenció de que la chica le correspondía, y lo alentó hasta creer que ella estaba dispuesta a casarse con él. Claro está, el embuste se descubrió, y las autoridades se convencieron de que José Ruiz Castañeda estaba loco, por aspirar a tener amores con una joven de muy diferente condición social.

Como ocurre incluso en los tiempos actuales, hombres y mujeres con algún nivel de padecimiento mental podían pasar inadvertidos hasta que su afección aflorara. En el pasado reciente, un personaje menor de la primera campaña insurgente, el torero Marroquí, al que los testimonios de la época señalan como un personaje al que, de manera evidente “le gustaba matar”, puede ser identificado como un enfermo mental con proclividad a la violencia.

Muchas eran las categorías con las que se definía la locura, en función de sus comportamientos: lunáticos, con accesos periódicos de sinrazón; tranquilos, que se ensimismaban en su infierno personal; furiosos, que podían ser peligrosos y se precisaba el encierro o la sujeción.

Aunque había tratamientos y regímenes de alimentación para mejorar la condición de “los locos”, tendría que ser en la segunda mitad del siglo XIX cuando se pensaría en nuevos caminos para el tratamiento de las enfermedades mentales.

(Continuará)...Twitter: @BerthaHistoria
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Durante siglos, el encierro fue el único remedio que se encontró para las enfermedades mentales. No se trataba de curar a los pacientes o de mejorar sus condiciones de vida. El objetivo no era devolverles la salud, sino tener a raya un comportamiento que se salía de las normas sociales.