Opinión

En ecología, circulan con placas de los setenta

En ecología, circulan con placas de los setenta

En ecología, circulan con placas de los setenta

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Una de mis primeras experiencias universitarias fue a finales de 1971 o principios de 1972, cuando asistí a los Cursos de Invierno de la FCPyS de la UNAM. Los dictaban tres famosos de entonces: el economista­ ­trotskista belga Ernest Mandel, Robin Blackburn, historiador marxista británico y Susan Sontag, la filósofa y ensayista estadunidense.

Un momento significativo fue al final del curso, cuando estaban los tres en la mesa. Se generó una discusión sobre crecimiento y ecología. Sontag estaba a favor de lo que hoy llamamos “crecimiento sustentable”, Blackburn, a favor de la industrialización y la modernización, Mandel tenía una posición intermedia, que a mí me parecía entonces la más lógica. El público aplaudió frenéticamente a Blackburn y abucheó a Sontag.

La norteamericana trató de congraciarse con el público —o más exactamente, de encontrar un nicho— invitándonos a una plática filosófica en las “islas” de CU al día siguiente. Asistimos apenas un puñado. Muchas mujeres. De lo que recuerdo, se platicaron generalidades, pero Sontag se sintió aliviada: “He encontrado con ustedes oídos atentos, una comunicación que no pude tener en el auditorio”.

No sé si ella lo sabía. De seguro nosotros, no. Pero la razón estaba de su lado, en ese aspecto y en otros.

El asunto viene a cuento porque el gobierno federal se parece mucho a la mayoría de aquel auditorio de hace casi medio siglo. Aplaude frenéticamente la modernización industrial tradicional y abuchea —o peor, califica de “neoliberal”— todo llamado a movernos hacia una economía menos agresiva contra el medio ambiente.

El problema es que tanto la economía mundial como la situación medioambiental del planeta han cambiado muchísimo a lo largo de estas décadas.

Por una parte, hemos pasado de una economía jalada por el sector industrial a una empujada por el sector servicios, y dentro de la industria ha habido cambios notables. Entre las diez empresas más grandes del mundo, en 1972, había tres de automóviles, tres petroleras, dos telefónicas, una de electrodomésticos y la IBM. Entre las diez más grandes de 2019, hay siete empresas dedicadas a la tecnología de la información y tres a los servicios financieros.

En el camino, se dio el proceso de globalización que fragmentó los procesos productivos y envió a países con salarios bajos aquellas partes intensivas en trabajo, abrió las economías, modernizó y estandarizó el consumo y, aun en un marco de crecimiento y mayor prosperidad general, propició desigualdades sociales crecientes, que se vuelven políticamente insostenibles cuando ese crecimiento económico se vuelve raquítico o inexistente.

Y en estas décadas, también, se expandió la frontera agrícola, con resultados dispares en términos de producción, pero desastrosos en materia de equilibrio ecológico. Junto con la emisión, por muchos años indiscriminada, de gases con efecto invernadero, se crearon condiciones muy difíciles para la sustentabilidad a mediano plazo, ya no de la economía, sino de la vida humana misma. Los costos externos del crecimiento han sido enormes.

Cada uno de los tres párrafos anteriores representa un problema a la hora de definir cómo debe comportarse una economía. Si sólo vemos uno de estos problemas, corremos el riesgo de equivocarnos rotundamente.

El presidente López Obrador ve con claridad el segundo problema, pero sobre los otros dos se sigue manejando como cuando entró a la universidad, en los años setenta. Circula con placas vencidas.

Eso explica la apuesta por los combustibles fósiles no renovables y la recuperación de Pemex como palanca del desarrollo. Algo lógico en un mundo como el de entonces, cuando las petroleras eran lo verdaderamente fuerte. Y pone entre las últimas prioridades el cuidado del medio ambiente, porque —como decía un compañero de la carrera, muy industrializador— “detrás del aire limpio del campo hay mucha miseria”.

Aquí se inscribe la pinza que ha señalado, con la claridad que la caracteriza, la bióloga Julia Carabias. Por una parte, el Presidente ataca a las organizaciones no gubernamentales, acusándolas de ser negocios o de servir a los intereses “neoliberales”, y eso se traduce en menos recursos privados hacia las ONG ambientalistas, por aquello de los miedos empresariales. Por la otra, se reduce el presupuesto federal, y eso resulta en menos áreas efectivamente rehabilitadas y protegidas. El vacío que se crea —ni ONGs, ni gobierno— tiende a ser ocupado por un contrapoder: el crimen organizado, que así entra por la puerta trasera a la ecuación.

Si no hay un cambio de actitud en el gobierno ante estos problemas, los costos van a ser mucho mayores que los ahorros. Y no serán sólo costos ecológicos o económicos: también lo serán en materia de seguridad y de control efectivo del Estado democrático.

El cambio de actitud tendría que reflejarse en el presupuesto 2020, porque de discursos bonitos está empedrado el camino del infierno. Los legisladores pueden, si quieren, invitar a Greta Thunberg, la joven activista contra el cambio climático, y llenarse la boca ante ella. Pero si no cambian las prioridades y siguen contribuyendo a que el país se conduzca con placas de los años setenta, las generaciones futuras les reclamarán. Feo y con razón.

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