Opinión

Estado débil, presidente fuerte

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Estado débil, presidente fuerte

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Convengamos en que el blanco polémico favorito del presidente Andrés Manuel López Obrador ha sido, desde hace mucho tiempo, el neoliberalismo. El problema es que la mayoría de la gente no sabe qué es eso. En consecuencia, vale la pena señalar algunos rasgos fundamentales de esa corriente de pensamiento.

Por principio de cuentas debemos decir que el liberalismo se define como la teoría y la práctica de la limitación del poder. Nació en el siglo XVII en oposición al Estado absoluto. Enseguida, debemos señalar que hay diferentes tipos de liberalismo: político, cuyos representantes más insignes son Montesquieu y John ­Locke; económico, en el que destacan Adam Smith y David Ricardo; y jurídico, en el que sobresale Immanuel Kant. El liberalismo echó para atrás a la monarquía absoluta al poner en marcha la división y equilibro de poderes; puso en marcha el estado de derecho, y la doctrina económica del laissez faire, laissez passer (“dejar hacer, dejar pasar”). El modelo ideal del Estado liberal es el Estado mínimo: el poder público debe permitir que las personas gocen de la máxima libertad, sea en el aspecto de las libertades civiles (las que se conocieron tradicionalmente como “garantías individuales”), sea en lo referente a la libre circulación de las mercancías.

En pasos sucesivos, sobrevino el Estado liberal-democrático, conforme fueron adquiriendo derechos políticos capas más amplias de la población (obreros, campesinos, mujeres, jóvenes).

Por derivación lógica, apareció el Estado social o Estado benefactor (Welfare ­State) que implicó el crecimiento del aparato público en diversos sectores: educación, salud, vivienda, alimentación, defensa de los derechos laborales, reparto agrario, comunicaciones y transportes, energía, desarrollo científico y tecnológico, etcétera.

Parte importante del Estado benefactor fueron las nacionalizaciones. Se trató de un Estado fuerte, grande y nacionalista. Gracias a él, surgieron las clases medias urbanas, y se hizo realidad el ascenso social por medio de la educación. En México, el Estado benefactor fue construido por el Régimen de la Revolución (1925-1982). El presidencialismo mexicano se consolidó conforme el país se ­institucionalizó.

Debido a lo que se calificó como el fracaso del modelo asistencial por la crisis fiscal, el burocratismo, el paternalismo y la ineficiencia, sobrevino el neoliberalismo. Esa estrategia echó para atrás al Estado benefactor: reducción del gasto público, despidos masivos, apertura comercial, privatizaciones. En pocas palabras, el desmantelamiento del Estado benefactor. Eso sucedió en el período que va del sexenio de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) al sexenio de Enrique Peña Nieto (2012-2018).

Lo que produjo el neoliberalismo en México fue: el ascenso de la tecnocracia a los puestos de mando; una brutal concentración del ingreso; el incremento de las ­desigualdades sociales; más de la mitad de la población en la pobreza; el crecimiento desproporcionado de la economía informal, y la emigración a los Estados Unidos. Se redujeron drásticamente las posibilidades de ascenso social.

Quienes fueron preferidos para ocupar puestos, tanto en el gobierno como en la administración privada, fueron los egresados de las universidades privadas, especialmente del ITAM.

Haciendo leva de esa población relegada de los beneficios del desarrollo, AMLO fue ganando adeptos. Prometió que cancelaría el nefasto neoliberalismo. Era de suponerse que aplicaría alguna política económica que le devolviera al Estado su papel como promotor del desarrollo. No obstante, sus políticas no sólo han conservado, sino reforzado la receta del Estado mínimo. No es exagerado decir que hoy transitamos al Estado ultramínimo. Recortes por doquier, despido masivo de empleados públicos, reducción de sueldos, desabasto, clientelismo.

Debemos precisar que AMLO ha reforzado el liberalismo económico (conocido como liberismo); pero no ha respetado las pautas del liberalismo político-jurídico, es decir, la división de poderes y el estado de derecho, entendido como la superioridad de la ley sobre el poder.

Prometió erradicar la corrupción, y con ello nos ahorraríamos 500 mil millones de pesos ¿Dónde están? Dijo que creceríamos al 6 por ciento anual; hoy registramos 0.0 de crecimiento económico. Los empresarios esperaban que la inversión pública se incrementara en un 5 por ciento; la verdad es que esa inversión se contrajo.

El Estado se ha debilitado a tal grado que ya no logró cumplir con la más elemental de sus obligaciones, que es la de garantizar la seguridad de los mexicanos. Es más, con López Obrador la violencia se ha desbordado.

La paradoja es que López Obrador, personalmente, disfruta de un innegable respaldo social. Basta tomar en consideración lo que pasó en la ceremonia del Grito de la Independencia. Allí se comprobó el fervor popular que despierta. En las giras que realiza a lo largo y ancho del país la gente lo aclama. No hay duda, disfruta de una gran legitimidad. Es un presidente poderoso. Las decisiones que ha tomado no son para nutrir la fuerza del Estado, sino para fortalecer su poder personal. ¿Pero, para qué le sirve ese poder personal si tiene una maquinaria gubernamental destartalada?

Hoy asistimos a una personalización del poder combinada con la desinstitucionalización. Eso tiene un nombre: caudillismo. El problema es que ese tipo de dominación (como decía Max Weber) es intensa—exalta los ánimos de las masas—pero es efímera.

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