Opinión

Estrategias de la compasión

Estrategias de la compasión

Estrategias de la compasión

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Llevo bastantes años caminando con regularidad sobre la avenida de los Insurgentes. Circuito interior, Parque Hundido, WTC, en la Ciudad de México.

Soy de los que nunca ha huido del estruendo de los coches, ni del smog, ni de las multitudes, las alcantarillas o las banquetas sucias. Todo es abundante en ese tramo donde muchas cosas cambian todo el tiempo, construcciones, demoliciones, remodelaciones… pero últimamente ha aumentado y mutado una, especialmente: la mendicidad.

No tiene nada de raro que las personas sin trabajo y que piden limosna para sostenerse ejerzan su oficio en las zonas de mayor afluencia. Los mares de gente que descienden del metrobús en sus estaciones más céntricas y los enormes edificios de oficinas que por allí se erigen constituyen la demanda que buscan —el mercado— para el producto que ofrecen: suscitar algo de conmiseración.

Decía que de un tiempo a esta parte se han multiplicado, pero no es eso lo que llama la atención sino sus estrategias. Es muy común ver indígenas con sus pequeños rondando en una doble acción: aquí una limosna, allá la venta de un dulce o un mazapán. A las claras ellos son los más débiles, los que más lo necesitan, los que permanecen en la calle durante más tiempo hasta bien entrada la noche, pero no son los que reciben más.

Por ejemplo, desde el 2017, la cosa se empezó a modernizar con flautista, clarinetista y hasta una baterista cultivados, competentes, para nada harapientos, buscando en la calle su manutención. Hay dos amigos que van y vienen con buen aspecto, te saludan, son afables, te interpelan y piden algo de dinero porque no consiguen un empleo. No se andan con rodeos y allí está su eficacia posmoderna.

Los que esgrimen necesitar dinero para comprar su boleto de autobús, precisamente “para no molestarte”, siguen activos. Las personas mayores que necesitan medicinas impagables y que exhiben su receta no faltan casi nunca. Y hay también jóvenes (me he topado con tres) que se levantan sobre la acera y organizan un pequeño mitin, gritando y su voz queda por encima de los decibeles típicos de autos y camiones. Alegan que quieren trabajar, les da pena eso que hacen pero no les queda más remedio. Es imposible no voltear y verlos al menos, en su discurso precipitado pero convincente, acompañados de un vaso de Starbucks que espera las monedas.

En una fuente, adyacente a Ángel Urraza, un padre limpia laboriosamente aquella superficie sucia con su hijo, no mayor de ocho años. Ninguno de los dos usa botas ni guantes para realizar su faena llena de hojas secas y lodo. Pero el padre se empeña en darle un buen ejemplo al niño: contento, entre juegos, enseñarle a trabajar, “a no pedir limosna”.

Si no vas demasiado absorto en tus asuntos, puedes contar una docena de estos personajes en un trayecto de dos o tres kilómetros. Antes, insisto, eran bastante menos, hecho decisivo que a su vez hace más difícil el oficio de pedir, porque la competencia arrecia, incluso la competencia por este o aquel, estratégico, pedazo de banqueta.

Todos dan de qué pensar. Su situación personal, qué los llevó allí, quiénes son a su vez, explotados por bandas criminales, las abismales diferencias que uno puede ver también entre ellos, cuanto tiempo laboran y cuanto dinero obtienen por “eso” que ellos no dudan en llamar trabajo.

Están allí y forman parte natural del paisaje de la calle como el bolero, el voceador, los informales de la comida rápida (que son los más exitosos). Pero entre los que mendigan con tan diferentes estilos, casi nunca reparamos.

A veces uno puede notar que les va bien. Otras, su preocupación por el mal día. Todas esas personas reciben algo, pero su destreza consiste en su capacidad de conmover, con gestos, discursos, indumentaria. Se trata de entrar a la conciencia del apresurado peatón para removerla, para que ocurra el acto simple de sacar una moneda del bolsillo.

Porque al final incluso entre ese pequeño ejército de personas desamparadas, desempleadas, desesperadas, sin hogar algunas, rige la darwinista competencia, la sobrevivencia del más apto, porque consiguen imponerse al pordiosero o al venido en desgracia que solicita la misma ayuda y la misma compasión a tan sólo diez metros de distancia.

He hablado de “ellos”, pero dada la oleada de precariedad en la que nos movemos hace rato y de la que parece no vamos a salir pronto, es inevitable pensar en primera persona (a mi edad) y no estoy para nada seguro de que —si algún día entro a ese mercado— lograría yo imponerme y sobrevivir. No se porqué ronda en mi cabeza uno de los espectros dickensianos.

ricbec@prodigy.net.mx

@ricbecverdadero