Opinión

Evo: golpe y polarización

Evo: golpe y polarización

Evo: golpe y polarización

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Hacía décadas que un golpe de Estado no generaba tanta pasión en México, y no recuerdo ninguno que haya causado tanta polémica, como el que acaba de sufrir Evo Morales en Bolivia. El que haya sucedido es signo de que vivimos tiempos distintos, marcados por el preocupante signo de la polarización.

Un ejemplo de este signo es que, en vez de decir que se está de acuerdo con el golpe de Estado, por las razones que sean, se niega que éste exista. Están desde los que se toman literalmente, y a conveniencia, que los militares simplemente sugirieron a Evo que renunciara y él aceptó (como si la “sugerencia” no fuera un eufemismo), hasta los que alegan que el papel de las Fuerzas Armadas fue el de “apoyar a los ciudadanos” (como si no fuera evidente que la sociedad boliviana está profundamente dividida y que ninguno de los bandos representa a toda la ciudadanía), pasando por los que, como no ven ríos de sangre corriendo por las calles de Tarija o Cochabamba, concluyen que no hay golpe.

El hecho es que un presidente legalmente electo, y que ya había sido forzado por las movilizaciones sociales a aceptar una segunda vuelta electoral, fue depuesto por el Ejército, sin que quede claro, por ahora, cuándo o cómo podrá Bolivia volver a la normalidad constitucional. Morales no es sustituido por una persona elegida en las urnas, y la decisión, de facto, pasó a manos de los uniformados. En otras palabras, al menos por unos días, el Ejército es el que tiene el poder político.

Más aún, quien ha estado más cerca de los militares no es el candidato que quedó en segundo lugar en la primera vuelta electoral y que reclamaba el balotaje, Carlos Mesa, sino un personaje ligado a la ultraderecha de la zona de Santa Cruz de la Sierra, bastión de la oposición. El empresario Luis Fernando Camacho, quien se autonombra El Macho, es un fundamentalista del tipo de Bolsonaro, y ya pidió que gobierne una junta cívico-militar “para echar a la Pachamama y reingresar a Dios”. En el camino de la revuelta, Mesa se convirtió en convidado de piedra. Quien manda es el nuevo “líder carismático”. Esta vez, de derecha pura y dura.

Pero eso no lo quieren ver los que aquí dicen que es simplemente el derrocamiento de un líder populista, un histórico del Foro de Sao Paolo.

Ahora bien, otra parte de quienes debaten acaloradamente no quiere ver que Evo Morales socavó las instituciones de su país, y eso ayudó a generar el caos que lo tumbó.

Nunca quiso renovar los liderazgos de su movimiento. Pecó de personalismo: siempre quiso ser él la figura. Legitimó a la ultraderecha a través de la polarización. Le dio una fuerza que no hubiera tenido de otra forma.

Más allá de los éxitos económicos y sociales que pudo haber tenido su gobierno, Evo también creó su grupo de empresarios y políticos favorecidos. Al mismo tiempo que su gobierno representó a sectores excluidos que antes habían sido prácticamente invisibles, usó al Estado como si fuera su instrumento personal. En otras palabras, abusó de él. Y ese abuso, sobre todo, impidió que se desarrollaran instituciones autónomas del Estado. El ejemplo máximo, por su importancia en la coyuntura, fue la ausencia de una autoridad electoral independiente.

Ese protagonismo, combinado con la carencia de instituciones autónomas, derivó en sus decisiones personales de reelegirse más allá de lo que la Constitución lo permitía, de hacer caso omiso a un referéndum en el que el pueblo en las urnas le había advertido que no se lanzara de nuevo a la Presidencia. La cereza del pastel fue la burda caída del sistema electoral, no para ganar una elección que iba perdiendo, sino para evitar una segunda vuelta en una elección que iba ganando.

Cuando una democracia se encuentra con un problema serio de conteo de votos, quedan dos opciones. O las instituciones electorales son lo suficientemente fuertes como para evitar una crisis, o deja de importar quién tiene más votos y lo relevante es la fuerza política.

En la soberbia desarrollada por años, Evo Morales, azuzado por el ala radical de su partido, no vio que ya no era tan popular como antes, y que la derecha pura y dura, más que cualquier rival opositor común, estaba esperando la oportunidad para acabar con él. Insistió en que había ganado; se portó como el pez vela, que cuando pica el anzuelo jala con más fuerza. Sólo cuando era muy tarde, accedió a lo lógico, que eran nuevas elecciones, pero ya el otro bando estaba envalentonado, y la suerte estaba echada.

Hay quienes se resisten a admitir esto. Pasan por alto los regates a la Constitución, el desdén a una votación referendataria, o las mañas en el conteo de votos, y llegan hasta la tontería de comparar los años de mandato de Evo con los de otros mandatarios que, en regímenes parlamentarios, en donde sí funcionan los pesos y contrapesos, se han mantenido en el poder por mucho tiempo.

El debate en México sobre lo sucedido en Bolivia nos dice que la polarización crea mucha disonancia cognitiva. Los bandos encontrados quieren democracia y no la quieren. Y también que, mientras más haya radicalización, más fácil será encontrar espejos, aunque la imagen reflejada en ellos esté distorsionada.

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