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Hermanas unidas por la soledad en los ingratos días del coronavirus

Ante el anuncio presidencial de pensión al doble a los adultos mayores, doña Áurea, hermana de Francisca, reprocha: “¿Cuál pensión? Allá en el pueblo estaba mejor porque me daban despensa e iban a fumigar la casa, no que aquí, en la ciudad, está uno de la chingada”. —”No digas groserías, porque sale todo en la grabación”— corrige Francisca... “Pues que salga”, replica la hermana.

Hermanas unidas por la soledad en los ingratos días del coronavirus

Hermanas unidas por la soledad en los ingratos días del coronavirus

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Primera parte

Apenas da unos pasitos, apoyada en su bastón descarapelado. “No puedo caminar, porque me duelen los pies y las rodillas”, dice doña Áurea Salgado Ocampo, de 82 años y quien hasta antes del terremoto de 2017 vivía sola en el pequeño poblado guerrerense de Oxtotitlán. Sin esposo, fallecido hace 20 años, y sin hijos, fue rescatada por su hermana Francisca, cercana a los 70 y quien también perdió a su compañero hace más de cinco años.

La soledad de una se unió a la soledad de la otra. Ambas viven en una casita de la colonia Consejo Agrarista, en la delegación Iztapalapa, donde grita el silencio, a veces interrumpido por el zumbido del televisor o los gruñidos de una perrita escuálida, de a poco acostumbrada a la quietud. Comparten las horas a la espera de un llamado a la puerta, alguien que pregunte cómo están, qué comieron, qué necesitan en estos días ingratos del coronavirus.

“En el tiempo que he vivido, no recuerdo una cosa como ésta. Yo creo que ya es el fin del mundo”, dice doña Áurea.

—Es un llamado de Dios -susurra Francisca.

—Pero no creo que este mal sea mandado por Dios, ha de ser un invento de los chingados que saben hacer estas pendejadas.

—No digas groserías, porque sale todo en la grabación -corrige la hermana.

—Pues que salga, de todos modos ya lo dije…

Es el drama de los ancianos sin compañía; el grupo de edad más vulnerable a los embates del COVID-19. Según datos del INEGI, en México 1.7 millones de personas de 60 años o más viven solas, más del 11 por ciento de los 15.4 millones de adultos mayores en el país.

Apenas el martes, al oficializarse el inicio de la fase 2 de la pandemia, el Presidente habló de ellos y abogó por su cuidado, la solidaridad y fraternidad de familiares, amigos o vecinos, quizá sin reparar en la cifra triste de los solitarios, quienes deben sobrevivir por sí mismos. Hasta anunció la entrega adelantada de un bimestre de pensión.

“¿Cuál pensión? Allá en el pueblo sí me daban, pero me vine para acá y se olvidaron de mí: ni un peso me dan. Estaba mejor allá, porque me daban despensa e iban a fumigar la casa, no que aquí en la ciudad está uno de la chingada”, se queja doña Áurea.

“Desde que me la traje la registré, hasta le tomaron fotos, pero ahí quedó todo; he preguntado a los que andan anotando qué ha pasado, y sólo me dicen que van a venir, puro engaño. También les he pedido una silla de ruedas para sacarla, aunque sea a misa, y nada. Ahora con el problema que tengo del corazón, ni cómo arriesgarme a llevarla, ¿qué tal si se me cae?”, cuenta Francisca, quien el mes pasado estuvo internada 5 días en un hospital. Le decían, tenía agua en los pulmones, pero después le detectaron un mal cardiaco, y debe estar en reposo la mayor parte del tiempo.

“Ya no puedo ir ni al grupo de los viejitos, me siento amarrada”, dice. Ella, Francisca, sí recibe dinero del gobierno. Subsiste con esos 2 mil 600 pesos bimestrales, más la ayuda de alguno de sus hijos o nietos, cuando llegan de visita. Al morir su esposo, traspasó el local donde vendió carne de puerco durante décadas, “porque faltando él, ¿quién me iba a comprar el cerdo?”.

Hace unos días, al enterarse del aviso presidencial de pensión al doble para la contingencia, acudieron a las oficinas de la delegación, para acelerar el trámite, “pero dijeron que ahorita estaba parado todo, hasta nuevo aviso. De nada sirve que adelanten dinero si de todos modos no dan nada para mi hermana”.

—¡Dieron esta cochinada (muestra Áurea un papelito con un folio ininteligible), pero quién sabe qué dirá. Estos centavos nos servirían al menos para comprar frijol o medicinas. No me queda otra que comer de lo que come mi hermana, ella me mantiene. Apenas le ayudo a lavar los trastes, porque barrer no puedo.

Áurea trabajó siempre en el campo, sembrando maíz, frijol y cacahuate, “pero cuando murió mi marido, esa vida se acabó. A veces me dan ganas de regresar a mi tierra”.

—Pero allá, más sola que aquí, ¿qué haría?

—Mis vecinos son buenas gentes, me llevaban elotes, atole, tortillas, una bolita de requesón, aquí no hay ni quién nos dé un taco. Allá le decía a una amiguita: si a las 10 de la mañana no abro la ventanita de mi casa, avísela a mi hermana, que venga a tumbar la puerta porque a lo mejor ya estoy arriscada como el alacrán.

Sola, en tiempos del coronavirus. “Si ustedes, que tienen estudios, no saben de dónde vino esa cosa, yo menos, que no llegué ni a segundo de primaria”

Sola, burlando las horas entre rezos y libros de oración, con el rosario entre los dedos. “Todos los días le hablo a Dios, que me cuide, que no vaya a llegar aquí esa mentada enfermedad, él sabe que estoy sola, que no tengo a nadie que me esté jalando, sólo a mi hermana, y hay días que no aguanto y me pongo a llorar de soledad”, se resquebraja Áurea, y solloza.

-No llores hermanita, que aquí estoy yo, aunque me duela el corazón -la consuela Francisca-. Ya vendrá uno de mis nietos y verá por nosotras. Lo importante es que estamos juntas y así, unidas, ese virus no podrá hacernos nada…