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Jair Bolsonaro, enemigo público #1 mundial del medio ambiente

Ecocidio. El presidente brasileño desprecia a los indígenas que viven en la selva y reclama abrir explotaciones mineras en el Amazonas. Este viernes echó al jefe del organismo que monitorea la deforestación porque no le gustó que revelara que ésta se ha disparado un 88% en junio y un 39% desde enero

Ecocidio. El presidente brasileño desprecia a los indígenas que viven en la selva y reclama abrir explotaciones mineras en el Amazonas. Este viernes echó al jefe del organismo que monitorea la deforestación porque no le gustó que revelara que ésta se ha disparado un 88% en junio y un 39% desde enero

Jair Bolsonaro, enemigo público #1 mundial del medio ambiente

Jair Bolsonaro, enemigo público #1 mundial del medio ambiente

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

"El Amazonas es nuestro, no suyo”, espetó el presidente de Brasil, el ultraderechista Jair Bolsonaro, a un grupo de periodistas internacionales en un encuentro con varios medios de comunicación hace dos semanas. El mandatario acusaba a Europa de querer controlar el país; “Brasil es como la virgen que desean los turistas pervertidos”, ejemplificó, ante la atónita mirada de la decena de reporteros que lo observaban desde el otro lado de la mesa.

Esa visión de “yo contra ustedes” es por el momento una suerte de leit motiv en el gobierno de Bolsonaro, donde sus declaraciones se suceden a golpe de enfrentamiento; un enfrentamiento que ya azuzó en la campaña electoral con su retórica racista (yo contra los negros), machista (yo contra las mujeres), homofóbica (yo contra los gays) y fascista (yo contra los activistas y los izquierdosos).

Desgraciadamente, también existe un “yo contra el medio ambiente”. No lo ha explicitado, pero la amenaza que Jair Bolsonaro representa para la selva amazónica empezó a manifestarse antes de su llegada al poder. En campaña ya había advertido que quería abrir las tierras indígenas a la explotación agrícola y minera, seguir a Donald Trump y abandonar también los Acuerdos climáticos de París, y amenazado con que si por él fuera, eliminaría todo el activismo en Brasil.

Una vez instalado en Planalto, dejó muy pronto claras sus intenciones al nombrar como secretaria de Agricultura a Tereza Cristina, la anterior directora del lobby agrícola en el Congreso, que apuesta por la expansión de cultivos de soya que arrasan la selva. Además, en apenas sus primeros días en el gobierno, arrebató al Funai, la Fundación Nacional del Indio, el control y protección de las tierras indígenas, que pasaron a depender de Agricultura. Por si fuera poco, también nombró secretario de Medio Ambiente a Ricardo Salles, condenado por la justicia por alterar mapas en un plan de protección ambiental para favorecer a empresas mineras mientras era secretario de Medio Ambiente de Sao Paulo.

En la última cumbre del G20, celebrada a finales de junio en Osaka, Japón, Bolsonaro tranquilizó al mundo cuando se echó atrás y confirmó que no sacaría a Brasil de los Acuerdos de París, pero la realidad —y prueba de lo débil que es este gran pacto firmado en 2015— es que seguir en ellos no significa nada si no existe un compromiso real para luchar contra el calentamiento global. Incumplir  los Acuerdos climáticos no comporta ninguna penalización, y Bolsonaro tiene claro cuál es su camino a seguir: el mezquino.

PELEA CONTRA LOS DATOS. Una de estas primeras mezquindades fue recortar un 24 por ciento el presupuesto para 2019 al INPE, el Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales, que es el encargado de analizar y poner en números la deforestación de la selva amazónica. Pues este viernes, Bolsonaro apretó más las tuercas, y despidió a su director, Ricardo Magnus Osorio Galvao, doctorado por el reputado Massachusetts Institute of Technology (MIT) estadunidense. ¿Por qué? Porque un día antes el INPE divulgó unos datos que indican que en el último año, desde julio de 2018, la deforestación ha aumentado en Brasil un alarmante 39 por ciento, una cifra que creció hasta el 88.4 por ciento este junio pasado respecto a junio del año anterior.

Esta cifra contrasta con el descenso radical de la deforestación que se registró durante los gobiernos del expresidente Inácio Lula da Silva, que entre 2004 y 2012 logró llevar los registros de destrucción de la selva a mínimos históricos con nuevas normas de protección ambiental y medidas de monitoreo.

El presidente ultraderechista dijo que esos datos son “falsos” y que la divulgación fue “irresponsable”, se hizo “de mala fe” y para “perjudicar la imagen” de Brasil y de su gobierno. El secretario de Medio Ambiente denunció errores del INPE, asegurando que habían contado dos veces algunas áreas deforestadas.

VIOLENCIA EN AUMENTO. Mucho peor aún es la retórica que Bolsonaro usa habitualmente para hablar de los pueblos indígenas brasileños. Cifrados en unas 900 mil personas viviendo en la selva del Amazonas, el mandatario dice que son gente “prehistórica”, y que quiere ­“reintegrarlos a la sociedad”. Más allá del racismo, resulta que un 13 por ciento de la superficie de Brasil es selva protegida para los indígenas, lo que explica la transferencia de competencias del Funai y la manifiesta hostilidad del ultraderechista. Bolsonaro ha recordado que estas ­tierras son riquísimas en recursos naturales, y ha manifestado su interés en explotarlos.

Pero no sería el primero. Sus palabras han incentivado a los garimpeiros (buscadores de oro) a violar los terrenos indígenas para expandir su negocio. Y las consecuencias son nefastas. El pasado miércoles 24 de julio apareció acuchillado el cuerpo de Emyra Waiapi, líder de una comunidad local de la etnia waiapi. Tras el brutal asesinato, los indígenas huyeron despavoridos, y los garimpeiros se apoderaron del pueblo. Lo que hicieron es ilegal, y la policía asegura que está investigando los crímenes, pero la impunidad de estos grupos es creciente bajo el gobierno Bolsonaro.

No en vano, el New York Times reportó el pasado domingo que las multas y decomisos a material de garimpeiros y ganaderos y madereros ilegales en el Amazonas han descendido un 20 por ciento en los primeros seis meses de 2019 respecto al mismo periodo de 2018.

De hecho, la relatora de la ONU para Derechos de los Pueblos Indígenas, Victoria Tauli-Corpuz, fue más lejos, y responsabilizó al presidente brasileño por el asesinato de Emyra. “Cuando Bolsonaro estimula la explotación económica de las tierras indígenas en su discurso, en la práctica otorga un pase libre a los intereses económicos y políticos que quieren explotarlas”, aseguró.

MINERÍA Y CINISMO. Tras conocerse el asesinato del líder indígena, Bolsonaro dijo que no hay “pruebas concluyentes” de que el crimen lo perpetró una persona “no indígena”, como dijo el Funai, y abrazó de nuevo la necesidad de abrir explotaciones mineras en el Amazonas para fomentar el crecimiento económico de Brasil. Y lo hizo, de nuevo, desde la mezquindad, asegurando que los indígenas “tienen derecho a explotar minas en su propiedad”.

“Por supuesto, las ONG y otros países no quieren esto. Quieren que los indígenas permanezcan atrapados como en un zoológico, como si fueran humanos prehistóricos”, sentenció.