Opinión

Jorge Carrión y China, segunda y última parte

Jorge Carrión y China, segunda y última parte

Jorge Carrión y China, segunda y última parte

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

La Fábrica 798 de Pekín, en el distrito de Dashanzi, es un complejo independiente de galerías –locales e internacionales–, estudios de pintores, restaurantes, bares, librerías, centros culturales, residencias artísticas de corta estancia, espacios abiertos para esculturas e instalación, y despachos de firmas de diseño; todo ello asentado sobre los galerones y oficinas de una vieja fábrica de equipo electrónico para fines militares construida en la década de los cincuentas, en el momento cumbre de la cooperación de China con el bloque soviético. Su arquitectura original, que nos recuera al Bahuhaus alemán, estuvo a cargo de arquitectos de la desaparecida RDA.

A casi dos décadas de su creación, que surgió de manera espontánea y sin que las autoridades de Pekín lo advirtieran del todo, se convirtió en el emblema de la acción cultural independiente de la capital china: un espacio esencialmente libre, abierto, con rasgos autonómicos –por demás inusuales en el paisaje cultural de China al momento de su surgimiento– que recicla e interviene, sin destruirla, la arquitectura del pasado inmediato y le da una nueva dimensión simbólica. Sobrevive, sin el empuje original de un inicio, a pesar de la nueva embestida autoritaria y censora del gobierno de Xi Jinping.

En este espacio dialogan las nuevas generaciones de creadores chinos y les ofrece un escenario –tolerado a regañadientes por el establishment– donde se respira pluralidad. Le abrió las puertas a la pequeña y mediana inversión en el ámbito de las industrias creativas, y confirmó el surgimiento y la consolidación de una nueva clase media urbana, ilustrada y cosmopolita, con aprecio por su independencia, y capaz de invertir y de vivir de la cultura. Un gran experimento urbano, artístico y social en el que late una permanente pulsión crítica dentro de los márgenes que tolera el gobierno, más anchos y permisivos de lo que suele admitirse y, no obstante, siempre en el límite de ellos.

La Fábrica 798 resume, en su multiplicidad de formas y acciones, el temperamento de una nueva generación de artistas e intelectuales chinos capaces de establecer un dialogo crítico, severo, incluso áspero pero no precisamente antisistémico con el modelo en el que finalmente se insertan sus obras y sus acciones, que es la China de la apertura capitalista y el mantenimiento de los rasgos autoritarios, centralizados y conservadores de su modelo político.

Muchos de los artistas, promotores culturales y empresarios del arte que le dieron vida a la Fábrica 798 pertenecen a la generación de estudiantes que les tocó sufrir y digerir –o no– los efectos devastadores de la violencia con la que se acallaron las revueltas estudiantiles y sociales de 1989. Hablamos de toda una generación de creadores que vivieron el aislamiento internacional de su país, y al mismo tiempo la exacerbación del control y la censura sobre la comunidad artística e intelectual en el largo proceso de cicatrización de las heridas del 89. A la vuelta de tres décadas esto determinó en mucho los registros, estilos, temas obsesiones y propuestas del arte chino contemporáneo en sus diversas disciplinas.

En uno de los espacios al aire libre de la Fábrica 798, una escultura de Sui Jiaguo (1956) resume el espíritu iconoclasta y crítico del lugar: el presidente Mao de tres metros de altura y cuatro toneladas de peso, pero sin cabeza. Un Mao descabezado cómo símbolo del extravío y el pasmo ideológico del gran gigante capitalista-comunista-autoritario en el que se convirtió China.

Esa manera tangencial y parabólica en el que las posturas críticas de los artistas e intelectuales chinos se expresan –acaso no abiertamente disidentes como Ai Weiwei como pero siempre incómodas para el gobierno– encuentra en una de las pinturas chinas más famosas de las últimas décadas su ejemplo más emblemático. Se trata de la pintura al óleo que en 1995 Yue Minjun –uno de los artistas chinos con más fama internacional– realizó estableciendo un juego de espejos con dos obras clásicas del arte Occidental: El fusilamiento de Maximiliano de Édouard Manet (1867) y Los fusilamientos de la Moncloa de Goya (1814).

En la pintura se recrean ambas escenas, pero tanto los personajes a punto de ser ejecutado como los que conforman el pelotón de fusilamiento, son autorretratos del propio Yue Miinjun. Al fondo se aprecia lo que parecerían ser los muros de la Ciudad Prohibida de Pekín, es decir, una alegoría lúdica, ingeniosa pero inconfundible de la matanza de Tiannamén. A principios de este siglo la obra fue sacada en secreto del país tras haber sido adquirida por un coleccionista privado en Hong Kong. Poco después sería subastada por Sotheby´s en seis millones de dólares.

El “realismo cínico” de Yue Minjun, como se la ha bautizado a la corriente pictórica que fundó y que tiene muchos imitadores en China, es apenas uno de las decenas de ejemplos que nos recuerdan la necesidad de leer a China desde una nueva complejidad para la que no hemos creados aun las categorías adecuadas. Jorge Carrión ha abierto senda en este camino que tiene aún todo por recorrerse.