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José María Lafragua y Lola Escalante: el amor que truncó una epidemia

Las epidemias cambian la vida de la gente: hay familias que se quiebran, amigos que se pierden, amores que fracasan o que se ven cortados de tajo. Esta es la historia de una pasión que soportó obstáculos de toda clase, empezando por la enorme timidez del protagonista. Intrigas, chismes, lejanía física, el paso del tiempo. Todo fue superado por esta pareja, a la que una sola cosa ven-ció: una enfermedad mortal.

Las epidemias cambian la vida de la gente: hay familias que se quiebran, amigos que se pierden, amores que fracasan o que se ven cortados de tajo. Esta es la historia de una pasión que soportó obstáculos de toda clase, empezando por la enorme timidez del protagonista. Intrigas, chismes, lejanía física, el paso del tiempo. Todo fue superado por esta pareja, a la que una sola cosa ven-ció: una enfermedad mortal.

José María Lafragua y Lola Escalante: el amor que truncó una epidemia

José María Lafragua y Lola Escalante: el amor que truncó una epidemia

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Después de trece años de vivir con el corazón acongojado, en la soledad que se impuso a sí mismo, el político liberal José María Lafragua se decidió a poner en el papel la historia de su amor, de su gran amor, de su amor perdido. Era junio de 1863, aniversario luctuoso de su Lola, de la mujer que amó con tenacidad y pese a todos los obstáculos y que, en el último momento, el cólera, esa maldita enfermedad que volvió a enseñorearse sobre México en 1850, le arrebató en cuestión de pocos días.

Como todos los años, desde aquella noche terrible, cuando encabezó el cortejo fúnebre, caminó hacia el Panteón de San Fernando, el mejor de la Ciudad de México, a dejar flores en la tumba de Lola. Flores coloridas, que le dieran una gota de vida al imponente y caro monumento fúnebre que había encargado a Italia. Allí se quedó un buen rato, pensando en ella. Después, volvió a casa. No quiso perder el impulso que le rondaba en la cabeza. Quería contar esos, sus amores accidentados e inconclusos; quería hacerle un último homenaje a la que todavía era la dueña de su alma.

Así, volviendo a sufrir con cada página, se puso a escribir. El resultado fue un texto largo, lleno de detalles, titulado “Ecos del Corazón”, que permaneció entre los papeles personales del protagonista, hasta que muchos años después de su muerte, fue encontrado en la llamada Colección Lafragua, que custodia la Biblioteca Nacional.

Y esa es la historia que aquí se cuenta hoy.

UN JOVEN POLÍTICO Y UN NOVIAZGO POCO EMOCIONANTE. José María Lafragua, es, para la historia política de este país, un jurista, un diplomático, un poeta. En 1834 era un muchacho de 21 años, nacido en Puebla y formado en el liberalismo al amparo del círculo del sacerdote y político Miguel Ramos Arizpe. Su vida pública empezaba con un cargo de secretario del Colegio del Estado (el antiguo Carolino) y su ingreso en una logia masónica del rito yorkino. También hacía sus primeras armas en el periodismo político en una publicación llamada El Libertador.

Entonces, conoció a Lola, cuando la familia de la muchacha se mudó de la ciudad de México a Puebla. No fue un amor a primera vista. En esos días, Lola tenía solamente 14 años, y era objeto de las atenciones de un amigo de Lafragua, quien, por otro lado, aspiraba a la mano de una muchacha poblana. De Lola y sus cualidades comenzó a saber por su amigo, con quien compartía las confidencias que los muchachos suelen tener respecto de las chicas que les atraen. Anécdotas y referencias era todo lo que José María Lafragua sabía de la señorita Dolores Escalante.

Ninguno de los dos amoríos cristalizó en matrimonio, porque, según Lafragua, “Lola tenía más estimación que amor a su novio; yo más amor que estimación a mi novia; él era más inteligencia que pensamiento y ella más corazón que cabeza”. Parece que en ambas parejas se daba en el fondo, una clara incompatibilidad de caracteres, y aun así, Lafragua pensaba seriamente en casarse, aunque era el suyo un noviazgo largo y, aparentemente no muy emocionante, que duró al menos cinco años.

Pero en 1839 murió la madre de Lafragua. El joven político cayó en una depresión extrema. Eso y la ausencia de amor sincero para su novia, lo llevó a cancelar su compromiso. Intentó recomponer algunos negocios familiares, para lo cual viajó a la ciudad de México. La experiencia terminó en fracaso y su expectativa de regresar a Puebla con una fortuna más o menos regular, se convirtió en cenizas. Nada había a qué regresar a su ciudad natal. Muchos años después, en su escrito, Lafragua habló de “un primer desengaño”, que probablemente tiene que ver con la ruptura de su compromiso matrimonial.

En derrota, solo, sin familia y sin recursos; desprovisto de contactos, con su talento de abogado por todo patrimonio, Lafragua resolvió quedarse en la ciudad de México y abrirse camino por sí solo. Era 1840. Ese mismo año, arruinada, la familia de Lola también resolvió volver a la capital.

Poco a poco, el joven poblano comenzó a hacer carrera en el mundo de la política nacional. Se ganó el aprecio de personajes como Manuel Gómez Pedraza y Rodríguez Puebla, que militaban en un liberalismo que al calor de los acontecimientos acabaría por ser llamado “moderado”. Los méritos del muchacho obraban en su favor, y parecía que Lafragua iniciaría carrera en el servicio exterior como secretario de alguna legación. Pero entonces se reencontró con Lola, y la eterna batalla entre razón y sentimiento torció todos los proyectos.

LOLA Y LAFRAGUA SE ENCUENTRAN. El viernes de Dolores de 1841, Lafragua fue a la casa de la familia Escalante a presentar sus felicitaciones a la señorita de la casa, en ocasión de su santo. No lo movía sino la actitud caballerosa a que lo comprometía la amistad que se remontaba a los días en Puebla. Pero la providencia o el destino determinaron otra cosa. Esa tarde, Dolores Escalante y José María Lafragua se enamoraron.

Pasaron los meses. Lafragua vivía en la felicidad más completa. Su carrera política despegó, olvidado el asunto de irse al extranjero. Era diputado. Y aunque la vida política se complicó en 1843 y hasta persecución política sufrió, nada le importaba: el amor lo había transformado y veía el futuro con esperanza. Lola le correspondía y eso era todo lo que le daba fuerzas para hacer carrera.

Una circunstancia extraña, absurda, turbó su felicidad: un muchacho, amigo de la familia Escalante, “descubrió” que estaba enamorado de Lola. Aunque la muchacha le explicó claramente que no tenía ninguna probabilidad de ser aceptado, el aspirante decidió porfiar hasta convencer a la chica.

El asunto no habría pasado de una anécdota molesta de no ser porque el enamorado entró en una grave crisis de salud: la extracción de una muela le provocó una hemorragia que lo puso a las puertas de la muerte. Un examen médico reveló que el sujeto padecía una “hipertrofia en el corazón”. El muchacho, acongojado, contó al galeno de su pasión no correspondida por Lola. Con buenas intenciones pero con absoluta imprudencia, el médico fue a decirle a la muchacha que la vida del enfermo dependía de ella.

Y entonces empezó un verdadero calvario para Lola y Lafragua. Era un claro chantaje sentimental. Pero la naturaleza bondadosa de la muchacha la hizo dudar: ¿era de ella la responsabilidad de acceder a las pretensiones amorosas del enfermo y salvarlo, o rechazarlo y asumir la culpa de su muerte?

En el sainete opinaron amigos de la familia, médicos y viejos sabios. Lafragua prefirió guardar silencio, porque, aun cuando tenía amores con Lola, jamás había hablado del tema con la familia de la chica. Al final, todos concluyeron que Lola no tenía responsabilidad alguna y podía enviar al olvido al necio pretendiente.

Pero ahí no se acabaron las tragedias. Ese momento de crisis fue aprovechado por ¡otro amigo de Lafragua! para hacerse presente y declarar que él también amaba a Lola. Era, según el propio Lafragua, el príncipe azul ideal: guapo, rico, con buena posición y sin problemas políticos. Podía ofrecerle todo a Lola, y Lafragua se sentía en desventaja. Incluso, se sentó con la muchacha a explicarle lo conveniente que sería para ella casarse con el nuevo aspirante. Pero Lola paró el discurso de Lafragua: lo amaba a él y a nadie más.

En esas estaban, cuando los males del enfermo del corazón se recrudecieron. Agravando el chantaje, el médico le pidió a Lola le diese esperanzas “por un año”; era probable que el paciente no sobreviviera y ella le haría un bien. Ella accedió. Lo peor es que Lafragua contuvo sus impulsos de poner orden en el desbarajuste y accedió también. “Dandole esperanzas” al enfermo, transcurrieron ¡tres años! Para 1846 todos, Lafragua, Lola y su familia estaban , agotados y desgastados.

La madre de Lola encaró a Lafragua y le pidió una opinión concreta del asunto. De algún modo lo presionaba para que hiciera públicos sus sentimientos por la muchacha, lo que hace pensar que el romance no era muy secreto que digamos.

Se hizo una nueva consulta, que incluyó a dos obispos y a dos sacerdotes. Lola quería saber cuál era su deber para con el desvergonzado enfermo que ni se moría ni sanaba de una vez para destrabar el enredo.

Y entonces, la política complicó todavía más la situación: ocurrió la invasión estadunidense. Dos hermanos de Lola combatieron en la zona de Chapultepec, defendiendo la ciudad, y un tercero cayó prisionero. Lafragua, senador, tuvo que irse a Querétaro con el Congreso.

Aprovechando la ausencia de todos, el enfermo quiso casarse con Lola en diciembre de 1847. Pero ella, finalmente, reunió valor y rompió con el chantajista. “Tú eres mi único dueño”, le escribió a Lafragua, que creyó morir de felicidad. Decidieron esperar a que terminara la guerra para casarse. Lafragua volvió a la Ciudad de México en junio de 1848.

Todavía sufrieron una separación de un año, pues Lola y su madre viajaron a Puebla. Era el 15 de septiembre de 1849 cuando fijaron ¡finalmente! la fecha de su boda: se casarían el viernes de Dolores de 1850. Aplazaron la ceremonia, una vez más, porque la madre de Lola enfermó. Entonces, la pandemia de cólera de aquel año llegó a tierras mexicanas, y derrotó al enamorado Lafragua quien, precavido, y al ver cómo la enfermedad se extendía por el país , había pospuesto la boda, nuevamente, para el 2 de agosto.

Pero la muerte se interpuso.

LA MUERTE DE LOLA. Los últimos días de junio de 1850 fueron terribles para Lafragua. El día 22, estando en casa de Lola, a la mitad de una partida de ajedrez, recibió el mensaje de que había sido nombrado defensor del asesino de un político afamado. Salió a atender el asunto, volvió a tranquilizar a su prometida, y luego se fue a casa de un amigo, el senador José Ignacio Villaseñor, que estaba a las puertas de la muerte, víctima del cólera. Allí pasó la noche, revisando la causa que le habían encomendado, y confortando a la familia del enfermo.

Amanecía el día 23 cuando Villaseñor dio signos de mejoría. Pero a las nueve de la mañana llegó Joaquín, uno de los hermanos de Lola: la muchacha ya mostraba los síntomas del cólera.

Con el alma en un hilo, el atribulado abogado corrió al lado de su amada. A lo largo de su noviazgo, había dicho Lafragua a Lola que, si ella muriese, él le cerraría los ojos. Por lo que sabía, la chica tenía solamente síntomas leves. Pero, cuando entró, la madre de Lola exclamó: “Ya está aquí Lafragua, que viene a cumplir la promesa de cerrarte los ojos”. –“Pero los he de volver a abrir”, respondió la muchacha. Así de ligero parecía el padecimiento, que los tres se permitieron bromear.

Lafragua pasó esa tarde y toda la noche junto al lecho de la enferma, con dos de los hermanos y una prima de Lola. El médico había prescrito un “vino medicinal”, y a él atribuyeron un “ligero trastorno”, y algunas frases extrañas. A las pocas horas, Lola empezó a delirar. Mandaron llamar al médico. Lafragua sostenía entre sus manos las de la muchacha, que estaban heladas. De pronto, ella habló: “¡Mi mano, Lafragua!” El desdichado enamorado no comprendía. ¿Qué quería Lola?

Llegó el médico a las 6 de la mañana. Lola casi no tenía pulso. El diagnóstico le hizo pedazos el corazón al pobre novio: ella se estaba muriendo de una congestión cerebral ocasionada por el cólera.

Los remedios fueron en vano. Lafragua puso su mano bajo la barbilla de Lola. “Dígale algo”, susurró el médico. El pobre abogado no pudo recordar que dijo al oído de su prometida. Faltaban cinco minutos para las 7 de la mañana cuando Dolores Escalante murió.

Puso el cuerpo de su prometida en un ataúd de plomo, y luego en otro de madera. Era el 25 de junio de 1850, el día en que hubo el número más alto de entierros a causa de la epidemia. Como los carruajes fúnebres de la ciudad estaban comprometidos ya, no pudo llevar a Lola al cementerio sino hasta las 7 de la noche. En San Fernando, depositó a su amor en el nicho 160.

Lafragua pasó un año atacado de debilidad, depresión y un “dolor en el cerebro”, que hizo temer por su vida. Algo lo mantenía interesado en la vida: el monumento funerario que deseaba para Lola. Encargó a Italia un espléndido mausoleo de mármol blanco. Tardó tres años en quedar listo. Allí trasladó los restos de la joven.

José María Lafragua sobrevivió a Lola 25 años. Nunca se casó y fue tres veces canciller e hizo larga carrera política. Cuando murió, en 1875, pidió que lo enterraran con ella. Ahí siguen, en el Panteón de San Fernando. Su historia de amor quedó resumida en dos líneas, grabadas en el blanquísimo mármol de Carrara:

Llegaba ya al altar, feliz esposa

Allí la hirió la muerte, aquí reposa.