Opinión

José Vasconcelos o la “inundación de libros”

José Vasconcelos o la “inundación de libros”

José Vasconcelos o la “inundación de libros”

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

José Vasconcelos supo persuadir a los hombres que habían ganado el poder político después de la caída de Carranza, y un nuevo proyecto educativo, realmente de alcances federales, iba a cambiar muchas cosas. Uno de los primeros pasos fue producir miles de libros, que parecían poner al alcance de todos, los grandes textos de la cultura universal, aun cuando la mayor parte de los mexicanos de 1920, sobrevivientes al prolongado proceso revolucionario, a una pandemia que había asolado al mundo entero, y a sinsabores y carencias, no sabían leer y escribir.

Vasconcelos corría en varias pistas a la vez. Parecía que le faltaría tiempo para todo lo que imaginaba, para todo lo que era esa montaña de aspiraciones que se denominaba, genéricamente, proyecto educativo. Y es que hacía falta de todo: escuelas, en todas partes del país; materiales de estudio buenos y accesibles, contenidos que, al mismo tiempo que introducían al hipotético estudiante al saber más elevado, le proporcionara los conocimientos necesarios para resolver los pequeños problemas y obstáculos de cada día. Todo tendría que hacerse al mismo tiempo, y contra reloj.

Pensaba Vasconcelos que se necesitaban muchas escuelas; muchos maestros y muchos, pero muchos libros.

LA “INUNDACIÓN”

Así pensaba aquel hombre, que, para empezar a instrumentar el nuevo proyecto educativo fue designado rector de la Universidad, para, desde ahí, comenzar a planear todo lo que necesitaría la nueva Secretaría de Educación Pública, mucho más poderosa de lo que había sido la dependencia que en los últimos años del porfiriato encabezó Justo Sierra. Si algo positivo tenía el inminente titular de la nueva entidad responsable de la educación nacional, era que pensaba a lo grande, y que no se achicaba ante el tamaño del reto. De hecho, era el traje a la medida que él mismo se había diseñado, y tenía -y tendría- el apoyo de los gobiernos, primero de Adolfo de la Huerta, y luego de Álvaro Obregón.

Había cosas “fáciles” de hacer, como producir libros. No le importó a Vasconcelos que se le recordara que muy pocos mexicanos sabían leer y escribir. Eso se arreglaría formando maestros, iniciando un proyecto que tenía mucho de cruzada, empezando por profesores voluntarios. Poco a poco, habría más gente, entre grandes y chicos, jóvenes y viejos, que supieran leer, y cuando eso ocurriera, tendría que haber, a su alcance, lo mejor del pensamiento universal, impreso en tinta y papel.

Pero ¿qué le interesaba a Vasconcelos producir, cuando se refería a “lo mejor que el genio humano hubiera producido”? Pensaba el rector de la Universidad en Benito Pérez Galdós, en León Tolstoi, en Romain Rolland. Pensaba en los grandes clásicos de la antigüedad clásica, en obras de filosofía. Es cierto que no pensaba mucho en la respuesta a una pregunta incómoda: ¿de verdad pensaba en poner a los escolares del nuevo sistema a leer a Platón? ¿En serio? Hay quien califica a Vasconcelos de ingenuo, y otros piensan que fue visionario. Ambas lecturas del personaje aciertan, porque, efectivamente, la ambición de llevar la cultura clásica a los alumnos de primeras letras era, cuando menos, desmesurada, y el asunto se balancearía con la abundante producción editorial, específica para los lectores infantiles, que se desarrolló en los años de gestión de aquel primer titular de la SEP.

La parte que resultó visionaria fue que, hizo producir tantos ejemplares de obras clásicas, que algunos de los gobiernos que siguieron al de Álvaro Obregón, compensaron su escasa producción editorial con los miles de materiales que había dejado Vasconcelos.

LOS “LIBROS VERDES”

Pragmático como era para algunas cosas, Vasconcelos consiguió del presidente Álvaro Obregón, que los talleres de impresión del gobierno federal se convirtieran en atribución de la Universidad Nacional, y, cuando se creó la SEP, se los llevó consigo. Tenía, pues, estructura. La idea de lo que se debía producir era suya, y no le importó que parte de la prensa de 1921 calificara sin empacho de “despilfarro”, la producción de sus libros, hermosos y bien hechos, aunque ninguno de factura costosa, en espera de que un día hubiese lectores a la altura de aquellos contenidos. Al nuevo titular de la nueva secretaría no le importaban los reparos, porque buscaba, para empezar, “incorporar el libro al espacio vital del pueblo”, es decir, que los libros estuvieran en la vida de todos los días, y que, poco a poco, se fuesen haciendo, primero amables, y luego indispensables.

De esa voluminosa producción, algunos de los más conocidos son los llamados “libros verdes”, ediciones con los clásicos más relevantes. Ediciones bien encuadernadas, empastadas en tela verde. Se proyectaban un centenar de títulos, de los cuales, en realidad se produjeron 17, según Vasconcelos: La Ilíada y la Odisea; Esquilo, Eurípides, los Diálogos de Platón, en tres tomos; los Evangelios, Plutarco y la Divina Comedia, el Fausto de Goethe, a Rolland, como había advertido, a Plotino y a Rabindranath Tagore.

Desde luego, le llovieron críticas. Pero Vasconcelos no se echó para atrás: “Lo que necesita este país es leer la Ilíada. Voy a repartir cien mil Homeros en las escuelas nacionales y en las bibliotecas que vamos a instalar”. Es famosa la anécdota, según la cual, en un recorrido, el presidente Obregón llegó a una ranchería y trabó conversación con un joven que no sabía siquiera el nombre de aquel pueblucho. Obregón, con el humor negro que siempre lo caracterizó, dijo con sorna: “hay que darle a este muchacho algunos de los libros del licenciado Vasconcelos”. Era cierto: si llegaban a las manos de gente como aquel joven los hermosos libros verdes, en poco o en nada cambiaría su situación inmediata.

“La gente no sabe leer”, le rezongaron. “No se trata de alfabetizar para volver más estúpida a la gente, sino para mejorarla”, les reviró.

El plan editorial original constaba de 524 títulos, divididos en cinco colecciones: clásicos, biblioteca agrícola, biblioteca pedagógica, industrial y biblioteca de consulta. Todo eso, sin contar las revistas que se harían legendarias, destinadas a apoyar a los profesores.

Exaltaciones aparte, Vasconcelos era más o menos consciente de que se necesitaban lecturas para los chicos de las nuevas escuelas que fundaría.

Y puso manos a la obra.

(Continuará)