Opinión

La biblioteca del Instituto

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La biblioteca del Instituto

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Ese lugar en el que se albergaba el conocimiento al que tanto anhelábamos era más que un santuario. La biblioteca estaba en la parte de arriba del auditorio. Al subir las escaleras llegabas a la división de enseñanza. A la izquierda, en donde ahora son el aula 3 y 4, estaban las oficinas en donde podías encontrar al Dr. Leonardo Viniegra, jefe de enseñanza, un apasionado de la pedagogía médica, buena persona, muy buen crítico y al Dr. Rubén Lisker, gran científico y maestro, entonces Director de Enseñanza. Del lado derecho estaba la biblioteca. Al entrar, enfrente, la fotocopiadora con la ventana que la separa de ti. Adentro, un muchacho llamado Fernando que sacaba las copias y vivía con lentes obscuros. Seguro que tenía una migraña sensible a la luz peor que la mía.

A la izquierda dos o tres cubículos separados por ventanas y triplay, con una mesa de trabajo adentro en cada uno, en donde podías encerrarte a leer si buscabas privacidad. Cuando venías al examen de segunda vuelta para ingresar al Instituto, te tocaba hacer un ingreso de la consulta. Después de ver al paciente te sentaban en uno de esos cubículos, te daban un Harrison de Medicina Interna, una máquina de escribir y tenías tres horas para escribir la historia clínica y el esperado comentario de ingreso.

Del lado derecho estaba el vestíbulo que tenía varias de esas mesas/cubículos, con el escritorio inclinado a 45 grados y paredes de madera que la separaban del escritorio contiguo. Al lado de estos estaba el mostrador en el que el público podía pedirle al personal de la biblioteca la revista buscada, mediante un papel con la cita bibliográfica. Pero tú no tenías que hacer eso. Eras residente del Instituto.

Tú podías entrar al acervo bibliográfico. Pasabas por esa pequeña puerta de tipo vaivén que igual se abría para un lado que para otro y entrabas literalmente al nirvana. El acerbo de la biblioteca, que se localizaba en el espacio que ocupa hoy la dirección de enseñanza, la de Investigación y la unidad de propiedad intelectual. Había un estante de madera en donde ponían el número más reciente de cada revista, las que acababan de llegar, las que tenían la información más nueva de la medicina. Enfrente múltiples estantes de metal en donde estaban las colecciones ya encuadernadas de las diversas revistas que se recibían, algunas desde años atrás. Ahí estaba toda esa información esperándote. Los artículos originales que habían sentado las bases de lo que ahora leías en el Harrison, en el Goodman y Gilman o en el Robbins de patología.

Fue gracias a esa biblioteca que Eduardo Carrillo y yo nos hicimos amigos entrañables. Aunque ingresamos juntos a la residencia de medicina interna, nunca tuvimos la oportunidad de rotar juntos. Cuando yo estaba en el piso, él estaba en consulta externa y cuando a mí me tocaba urgencias, él rotaba por piso y cuando llegaba yo a la consulta externa, ahora él estaba en urgencias. Pero, un día nos percatamos que nos encontrábamos en la biblioteca con frecuencia. Teníamos algo en común. Nos gustaba revisar y leer lo que se publicaba en los números recientes de las revistas más avanzadas de ciencia. Algunas semanales, como el Science, el Nature, o el Journal of Biological Chemistry y otras quincenales o mensuales como el Proceedings of the National Academy of Science, el Cell o el Journal of Clinical Investigation. Además de coincidir con frecuencia empezamos a darnos cuenta de que el otro tenía en su poder la revista que buscábamos. Como podías llevarte prestado el número más reciente por dos días, lo que le sucedía a él, o a mí, era que al buscarlo te dabas cuenta que lo tenía el otro. Una de las chicas de la biblioteca se percató del asunto y cuando me veía entrar a la biblioteca me decía con un gusto medio culposo.- ya le ganó el Science el Dr. Carrillo. Con el tiempo al encontrarnos en la biblioteca empezamos a comentar los artículos y nos dimos cuenta que nos atraían varios temas similares y que habíamos repasado o leído el mismo artículo con interés. Recuerdo con claridad un día que entré y Lalo estaba sentado en una de esas mesas/cubículos de madera leyendo un número del PNAS y me dijo emocionado.- Mira, acaban de clonar el receptor b2 adrenérgico y tiene una conformación de siete pasos transmembrana que parece que se repetirá en muchos receptores. Era el primero de los múltiples receptores acoplados a proteínas G que tenemos del que se identificaba el DNA complementario. Fueron Lefkowitz y su posdoc Kobilka que 25 años después recibieran el Premio Nobel de Química por ese descubrimiento. Para el tercer año de residencia ya de plano lo que hacíamos era que al identificar un artículo en particular hacíamos una copia extra para el otro. Ahí leímos la memoria del agua, la historia de “self and non-self discrimination” o el descubrimiento del VIH causante del SIDA y muchos más.

Con el advenimiento del internet mucho de este romanticismo se perdió. Los residentes van muy poco a la biblioteca porque todo lo tienen al alcance de su celular. Yo mismo ya casi nunca voy. No puedo negar las enormes ventajas que nos trajo el internet en este asunto. Pero, había dos cosas particulares que eran muy atractivas al poder ingresar al acervo de la biblioteca. Una era revisar con calma los ejemplares recientes o antiguos de diversas revistas. Llegabas a la biblioteca a buscar un artículo, pero salías con diez más de temas que te habían llamado la atención y que de no ser por esta posibilidad de hacerlo, no te hubieras percatado de esos artículos. La otra era que no era infrecuente entrar al acervo y encontrarte ahí a alguno de los grandes maestros también ojeando una revista, lo que te daba una oportunidad de interaccionar con ellos.

Dr. Gerardo GambaInstituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán eInstituto de Investigaciones Biomédicas, UNAM.