Opinión

La cumbre

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La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Del 21 al 24 de febrero, en menos de una semana, Roma será sede de la cumbre convocada por el papa Francisco para abordar el problema de los abusos sexuales en la Iglesia. Hasta donde es posible apreciarlo a la distancia, no será una cumbre que logre resolver el problema. Tampoco es un sínodo, pues de haberlo sido se habrían aplicado las reglas correspondientes que implican una participación mucho más amplia de obispos distintos a los presidentes de las conferencias nacionales de obispos, de sacerdotes, religiosos, monjas y laicos.

Es una cumbre que, hasta donde es posible ver, estará más centrada en hacer conscientes a los obispos que presiden las conferencias episcopales en cada país, de la necesidad de superar el modelo que, en uso desde la década de los 1920, y para decirlo con claridad, está centrado en negarlo todo, encubrir a los responsables y mentir, mentir y mentir.

Que una institución como la Iglesia, que tiene uno de sus principales soportes en los Diez Mandamientos, haya recurrido de manera sistemática a la mentira como estrategia, ha tenido consecuencias devastadoras para ella. Ello se “justificó” en algún momento durante el siglo pasado, porque se creía que era preferible mentir a aceptar que en la Iglesia ocurrían abusos, pues ello causaba escándalo a los más sencillos.

Sin embargo, quien quiera que haya tenido la brillante idea de mentir para tratar de ocultar esta realidad, no consideró el efecto acumulativo de tantas mentiras ni el hecho de que, incluso antes de la Internet, había archivos y medios de comunicación que dan forma a la memoria colectiva de cualquier sociedad y que había personas interesadas en ir al fondo de las historias de abuso que, de manera inevitable, se filtraban.

Si efectivamente la cumbre convocada por el papa Francisco sólo servirá para hacer conscientes a los obispos de la gravedad del asunto y de la imposibilidad práctica de insistir en la ruta del negacionismo, de la mentira, podríamos pensar que la cumbre habría logrado esos dos objetivos. Ello es así porque los escándalos que han ocurrido en prácticamente todos los países del mundo han tenido efectos notables en la disposición de las personas a declararse católicas. Incluso en países en los que la afiliación religiosa no tiene consecuencias prácticas para las finanzas del Estado, como México, hay quienes promueven la apostasía, es decir, renunciar a ser católico como protesta por la actitud cómplice de la jerarquía a favor de los depredadores sexuales y contra los derechos humanos de las víctimas de ese tipo de crímenes.

Que se reconozca que esta cumbre no resolverá todos los problemas tiene alguna ventaja en la medida que obliga a que los laicos católicos reconozcan que deben desarrollar una actitud más corresponsable, quizás más celosa, para proteger a la Iglesia tanto de los abusos como de las estrategias que el clero ha seguido en este tema y del peor de todos los males de la Iglesia, el clericalismo.

No en balde, el papa Francisco reitera, siempre que es posible, la necesidad de un cambio de mentalidad en toda la Iglesia para hacerle frente a este flagelo. Ello no implica, desde luego, que los laicos deban hacer el trabajo de los obispos y sacerdotes. Al contrario; tanto laicos como clérigos deben ser más celosos de sus respectivas responsabilidades.

En lo que hace a los obispos y sacerdotes, sería bueno que reconocieran que la confianza, lo más importante para dar vida a una comunidad como, en teoría, debería ser la Iglesia, está profundamente lastimada por las mentiras, el encubrimiento y los abusos, y aceptar que sólo lo que se asume se redime.

manuelggranados@gmail.com