Opinión

La historia en llamas

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La historia en llamas

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Con el mismo estupor de cuando los enormes edificios gemelos de Nueva York se derrumbaron ante el ojo frío de miles de cámaras de televisión, millones de personas vieron caer envuelta en llamas, la esbelta aguja de Nuestra Señora de París (alfiler del cielo, báculo de Moisés), abatida por la lumbre incontrolada precisamente entre las dos torres gemelas del templo de la santa Geneviève, donde aún se advierten memorias de Guillermo de París; la bala de Antonieta Rivas Mercado, la risa de Esmeralda y la corona de Napoleón.

Pero este incendio de la Semana Santa, es apenas un accidente más en la historia casi milenaria del edificio inmortal.

A fines de la década de los años veinte del siglo pasado, se popularizó la obra de un anónimo firmado como Fulcanelli, cuyos trabajos sobre la hermética y la alquimia colman la fantasía simbólica de miles de personas, y, sin embargo, nos ofrecen datos fundamentales para comprender la críptica escritura de las catedrales del medievo y su significado más allá del tiempo. El Medievo escribió en frías piedras; el Renacimiento llenó de luz las catedrales, antiguas enciclopedias para los iniciados.

Y ya desde entonces se decía:

“…Los siglos han dejado su huella profunda en la fachada del edificio, la intemperie lo ha surcado de grandes arrugas, pero los destrozos del tiempo son pocos comparados con los del furor humano.

“Las revoluciones estamparon allí su sello, lamentable testimonio de la cólera plebeya; el vandalismo, enemigo de lo bello, sació su odio con horribles mutilaciones, y los propios restauradores, aunque llevados de las mejores intenciones, no supieron siempre respetar lo que no habían destruido los iconoclastas. “Notre-Dame de París levantaba antaño su majestuosa mole sobre una gradería de once escalones. Apenas aislada, por un estrecho atrio, de las casas de madera, de las paredes acabadas en punta y escalonadas, ganaba en atrevimiento y en elegancia lo que perdía en masa.

“Hoy en día, y gracias al retroceso de los edificios próximos, parece tanto más maciza cuanto que está más separada y que sus paredes, sus columnas y sus contrafuertes salen directamente del suelo; la sucesiva acumulación de ­tierra ha ido cubriendo poco a poco las gradas hasta absorber la última de ellas.

“En medio del espacio limitado, de una parte, por la imponente basílica, y, de otra, por la pintoresca aglomeración de pequeños edificios adornados de agujas, espigas y veletas, con sus pintadas tiendas de viguetas talladas y rótulos burlescos, con sus esquinas quebradas por hornacinas con vírgenes o santos, flanqueadas de torrecillas, de atalayas y de almenas… ”

“…hemos tenido ocasión de lamentar no sólo las deterioraciones producidas por estúpidos iconoclastas, sino también la completa desaparición del polícromo revestimiento que antaño poseía nuestra admirable catedral”.

Hoy el descuido —en medio de los gritos de Chalecos Amarillos y un presidente estupefacto y débil como adolescente sin institutriz—, destruye la techumbre y abate la aguja cuya esbeltez equilibraba y le daba gracia a la mole fatigada por los siglos y al inútil gargarismo de las gárgolas.

“…Guillermo de París, cuya perspicacia no nos cansaremos de alabar (dice Fulcanelli), supo prever el considerable perjuicio que el tiempo habría de infligir a su obra. Como maestro precavido que era, hizo reproducir minuciosamente los motivos de los medallones en los vitrales del rosetón central. El cristal viene así a completar la piedra, y, gracias al auxilio de la materia frágil, el esoterismo recobra su pureza primitiva…”

Pues hoy el esoterismo y la simple mirada superficial de las cosas valen lo mismo: todo. Los vitrales ni han sido destruidos ni el plomo unificador de sus cristales se ha licuado en los calores de la combustión. Han quedado cubiertos de tizne y hollín, pero su claridad y sus astillas de colores, siguen ahí debajo, para quien sepa leerlos o, al menos, para quien quiera disfrutarlos.

El rosetón oeste tiene un medallón central de la Virgen con el Niño. Está rodeado por tres círculos concéntricos. Al centro están los doce profetas menores, anunciadores de la Encarnación de Jesús. En los dos círculos exteriores se oponen doce virtudes y doce vicios y, en la parte baja, los doce signos del zodíaco. El número doce, producto de tres por cuatro (tres, símbolo de la Trinidad, cuatro, símbolo de lo ­terrestre) simboliza la Encarnación.

Este juego de símbolos está presente en cada uno de los elementos del edificio. Éste es apenas un ejemplo.

La historia, escrita en tinieblas, es ahora, por descuido, torpeza o destino, una historia en llamas.

rafael.cardona.sandoval@gmail.com

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