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La insuficiencia de los espacios urbanos

Cada vez más urbanos, cada vez más lejos del mundo rural de donde provenían los padres o los abuelos de los adultos jóvenes de los años 80, los mexicanos de aquella época decidieron que las oportunidades de trabajo, de educación y de mejora material estaban en las ciudades.

La insuficiencia de los espacios urbanos

La insuficiencia de los espacios urbanos

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Cada vez más urbanos, cada vez más lejos del mundo rural de donde provenían los padres o los abuelos de los adultos jóvenes de los años 80, los mexicanos de aquella época decidieron que las oportunidades de trabajo, de educación y de mejora material estaban en las ciudades. Las demandas de tierra para trabajar no parecían constituir una prioridad. Del centro de la capital desaparecieron las largas filas de campesinos, algunos todavía vestidos con calzón de manta y huaraches, formados afuera de las viejas instalaciones de la Secretaría de la Reforma Agraria, esperando su turno para hacer trámites que nadie sabía se traducirían en unas pocas hectáreas con qué alimentar a la familia.

El modelo de los multifamiliares, que tanta esperanza habían simbolizado en otras épocas, también llegó a su límite. Las unidades  habitacionales parecieron un buen recurso que dio hogar a quienes, en los años sesenta y setenta del siglo pasado, pudieron hacerse de un departamento o una casa en la Unidad Independencia, en la Villa Olímpica, en la villa Panamericana o en Tlatelolco, o en la Unidad Infonavit Iztacalco o en la primerísima fase de la Unidad El Rosario. Estas dos últimas, producto de los años setenta, organizadas como pequeñas ciudades, pudieron darse el lujo, en esos años lejanos, de mostrarse, ante el país y el mundo, como espacios urbanos donde cabía el disfrute estético: esbeltas torres de departamentos o zonas de casas simpáticas dentro de su uniformidad, que, no por ser de interés social prescindían de zonas de estacionamiento, de pequeñas plazas, de cuidados jardines de niños, o, incluso, de espejos de agua y hasta de lagos artificiales.

Aquellos proyectos, en sus primeros tiempos,  eran materia de publicaciones en revistas especializadas de la industria de la construcción como modelos de lo que podría ser el modo de vida en las ciudades que recibían, cada vez más, migrantes que aspiraban a cambiar sus condiciones de subsistencia.

Pero todos aquellos modelos habitacionales llegaron a su límite. El caso de la Ciudad de México sería ilustrador: cada vez más población, con demanda de vivienda cercana a sus centros de trabajo, o por lo menos dotada con transporte público que facilitara el movimiento.

Empezó el crecimiento descontrolado y la decadencia de los espacios urbanos; en los años 80 todavía existía el régimen de rentas congeladas establecido en 1942 por el presidente Manuel Ávila Camacho. En consecuencia, muchas viejas construcciones que funcionaban desde aquella época como vecindades o edificios de departamentos, reflejaban ya el deterioro que acarrea la falta de mantenimiento. Eso propició que, para mediados de los años 80, el centro de la ciudad de México experimentara un notorio despoblamiento. Dejó de ser una zona donde se articulaba el uso habitacional con los giros comerciales. Dejaron de verse los niños yendo por el pan o los refrescos a unos pocos pasos de sus hogares; desaparecieron las tortillerías, las tiendas de abarrotes de aquellas viejas calles. Los departamentos que una vez fueron ocupados por familias se convirtieron en bodegas de los nuevos ocupantes de la zona: los vendedores ambulantes. Pero entre siete y ocho de la noche, aquellas calles centenarias se iban quedando silenciosas, los comercios cerraban y sus usuarios, que no habitantes, partían hacia algún punto lejano, para volver al día siguiente.

La expansión urbana hizo que algunos tramos de las viejas zonas industriales del norte capitalino desaparecieran. En su lugar, se alzaron “miniunidades”, de cuatro o cinco edificios, que desde luego hallaron comprador con rapidez. En otras ocasiones, el surgimiento de nuevas colonias generó situaciones complicadas y riesgosas. Hasta el mismo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México terminó “envuelto” por las nuevas zonas habitacionales que surgieron prendidas a sus costillas.

Unidades como El Rosario sufrieron un crecimiento desordenado y caótico, sin margen para seguir cuidando los lagos que tuvo al principio. Tuvo, incluso, uno con patos y lanchas para remar. Pero la urgencia de espacio habitacional arrasó con lo que hoy llamamos “calidad de vida”: los lagos se volvieron zonas de estacionamiento o de nuevas construcciones. Se agregaron “etapas”: el Rosario I, II, III; brotaron unidades adosadas y con nombre distinto, “Presidente Madero”, “Miguel Hidalgo”, “Azcapotzalco 2000”,  “Nueva El Rosario”, “Prados del Rosario” y muchas más,  que en conjunto formaron lo que hoy es un mundo en sí mismo: 350 hectáreas, la unidad habitacional más grande de América Latina, llena de departamentos para las familias pequeñas que el cambio setentero había propiciado y que, a medida que los hijos de esas familias crecían, dejaron de ser cómodas y adecuadas.

El Metro dejó su vocación primaria de destino, y se convirtió en escala, en punto de partida hacia algún punto de los extremos de la ciudad, que ya empezaba a ser monstruosa. A las puertas de las estaciones se multiplicaron los “paraderos” de microbuses o “combis” —la marca convertida en sustantivo— que, una tras otra, partían a colonias distantes o al municipio conurbado. Son los años en que buena parte de los habitantes de la ciudad de México empezó a invertir más de una hora en ir de su casa al trabajo, y otro tanto en regresar.

Pero hubo quienes decidieron quedarse en la zona céntrica, como fuera, en las condiciones que fuera, pagando poco porque los sueldos ochenteros de aquella población migrante, o de joven en busca de oportunidades, no permitían mucho: así empezó otro notorio desastre urbano: el alquiler de los cuartos de servicio de grandes unidades habitacionales, como Tlatelolco.

La otrora orgullosa “Ciudad Tlatelolco” había perdido, en los 80, su calidad de “ciudad”. Entre 1981 y 1983, la prensa de la época daba cuenta de sus crisis de mantenimiento; se llegó a afirmar que había reblandecimiento de algunos grandes edificios de la unidad, el Nuevo León, por ejemplo. En los hechos, Tlatelolco era el escenario de una batalla entre la entidad propietaria de la unidad, el Fondo Nacional de Habitaciones Populares (Fonhapo) y los ocupantes de los departamentos, que tenían la etiqueta de “tenedores de vivienda”, y que acusaban al Fondo de querer obligarlos a pasar al régimen condominal y, para presionar, no daba mantenimiento a los edificios.

Pero no era ese el único problema de Tlatelolco: los mismos residentes vivían en permanente conflicto con los habitantes de los cuartos de servicio, que se habían adueñado de las azoteas de la unidad, alegando tener tantos derechos como los de los pisos de abajo, porque también pagaban. Bueno, bastante menos, pero pagaban.

Así se volvieron, en 1984, una nueva colectividad en la atiborrada Ciudad de México: la Coordinadora de Cuartos de Azotea de Tlatelolco. Defendían su derecho a estar, a no irse a los confines de la periferia, a tener su pedacito de habitación céntrica.  En septiembre de 1985, todo eso se vino abajo. Resurgirían con otra forma y con otras demandas.