Opinión

La ira de la multitud

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La ira de la multitud

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Hace medio año Ian Buruma, uno de los más destacados historiadores y escritores contemporáneos, fue víctima de la censura y los prejuicios. “He sido condenado en Twitter” declaró cuando lo despidieron como editor de The New York Review of Books. La falta de Buruma fue publicar un artículo incómodo —y para muchos altamente cuestionable— del conductor y músico canadiense Jian Ghomeshi, a quien varias mujeres acusaron de violencia sexual.

Con amarga ironía, Ghomeshi se considera precursor del movimiento #MeToo. Era un afamado conductor de programas en la televisión y la radio públicas de Canadá. En octubre de 2014 la Canadian Broadcasting Corporation lo despidió, cuando se conocieron las imputaciones de maltrato y asedio sexuales. Las denuncias públicas en su contra, entonces, se multiplicaron y algunas llegaron a los tribunales. Ghomeshi fue absuelto de todas las acusaciones y una más se resolvió con una disculpa pública.

En su artículo, Ghomeshi describió la devastación personal y profesional que experimentó después de esas acusaciones. “Me he convertido en un hashtag”, dijo para explicar la involución de su fama pública. Es un texto polémico pero de interés que, sin embargo, fue descalificado antes de ser publicado. Cuando se supo que el NYRB daría espacio a las consideraciones de Ghomeshi, se desató una intolerante andanada tuitera.

Ian Buruma, holandés, es autor de fundamentales libros sobre las culturas orientales y acerca de Europa, entre otros La creación de Japón y El precio de la culpa, sobre las atrocidades perpetradas en la Segunda Guerra y Asesinato en Amsterdam que analiza el crimen contra el cineasta Theo Van Gogh en 2004. Desde los años 80 fue uno de los colaboradores más notorios de The New York Review of Books. Además, ha sido profesor de Periodismo, democracia y derechos humanos en el Bard College de Nueva York. En septiembre de 2017, luego del fallecimiento de Robert B. Silvers, que había conducido esa publicación desde que surgió en 1963, Buruma fue designado editor del NYRB.

Apenas estuvo en esa responsabilidad durante algo más de un año. En reacción al artículo de Ghomeshi algunas editoriales universitarias, cuyos anuncios suelen aparecer en el NYRB, amenazaron con un boicot publicitario. Entonces, dice Buruma, “el dueño de la revista decidió que me tenía que ir”.

El pasado 29 de marzo, en el Financial Times, Buruma escribió sobre ese episodio en un texto titulado “Editar en una era de indignación”. Allí explica que, desde su punto de vista, como editor del NYRB era interesante dar a conocer la experiencia de Ghomeshi. Se trata de un personaje público sometido a una amplia descalificación que tuvo consecuencias más allá de la exoneración judicial. “El debido proceso es importante, después de todo. Una sentencia de prisión tiene límites. La desgracia pública, en cambio, queda abierta. También me intrigaba la historia de un hombre que lo tenía todo y que de pronto lo pierde todo”.

Buruma acepta que el artículo de Ghomeshi debió haber sido publicado con más contexto sobre ese caso, “también pude haber dejado claro que nuestra intención no era exonerarlo y mucho menos disculpar la violencia contra las mujeres”. Pero después de la tormenta que lo excluyó del NYRB considera que su decisión editorial fue correcta. “Me parece —dice— que un editor no debería tener miedo de publicar notas sobre asuntos polémicos; se trata de hacer pensar a la gente. En los campus estadunidenses se habla mucho sobre la necesidad de evitar opiniones, e incluso evitar obras literarias que puedan ocasionar que los estudiantes se sientan incómodos. Pero un cierto grado de incomodidad puede ayudar a que la gente tome en cuenta puntos de vista que no le resultan familiares, o que no son ortodoxos, y eso es saludable”.

Buruma podía haberse disculpado. Pero las disculpas, ­explica, “son la reacción tradicional a una transgresión moral cuando ocurre una ofensa grave. Una razón por la cual las disculpas ahora son tan frecuentes es que considerarse ofendido se ha vuelto una reacción común a cualquier cosa con la que uno no esté de acuerdo”.

La costumbre de requerir y ofrecer disculpas se ha convertido en un recurso para zanjar artificialmente los problemas. Un poco de humildad, aunque sea impostada, deja satisfechos a quienes claman con indignación moral en contra de alguien que ha cometido una acción, real o supuesta, que los incomoda. El arrepentimiento ajeno siempre le gusta a la gente. En el reconocimiento público a esos actos de contrición, Buruma encuentra un sesgo religioso. “Sospecho que allí hay un fuerte elemento protestante. La confesión pública es una típica tradición protestante. Los católicos prefieren confesarse en la privacidad del confesionario”.

Algunos comentaristas en la prensa estadunidense le reprocharon a Buruma que no le hubiera exigido a Ghomeshi que se disculpara con sus víctimas. En un oportuno texto sobre este caso Verónica Puertollano, en el sitio de Letras Libres, apuntó en septiembre pasado que esos requerimientos pretenden “un raro concepto de periodismo multitarea. En esta creciente tendencia catequista del periodismo, no basta con rezar: te tienen que ver en misa de doce”.

El artículo de Ghomeshi ocupaba dos páginas en el NYRB. En la siguiente edición, después del despido de Buruma, la revista dedicó cinco planas a reproducir algunas de las cartas que recibió sobre ese tema. En esos textos había furia y reproches, pero también inteligentes razones. Allí apareció la breve misiva de un centenar de colaboradores del NYRB que, en desacuerdo con la remoción de Buruma, dijeron:

“Nos parece muy preocupante que la reacción del público a un solo artículo, ‘Reflexiones desde un Hashtag’ —por repelente que lo hayamos encontrado algunos de nosotros—, haya sido motivo para la renuncia forzada de Ian Buruma. Dados los principios de debate intelectual abierto sobre los cuales fue fundado el NYRB, su despido en estas circunstancias nos parece un abandono de la misión central de la Revista, que es la libre exploración de ideas”. Entre los firmantes de esa carta están John Banville, Robert Darnton, Ariel Dorfmann, Michael Ignatieff, Enrique Krauze, Mark Lilla, Avishai Margalit, Janet Malcolm, Ian McEwan, Joyce Carol Oates, David Rieff, Luc Sante, Michael Walzer, Steven Weinberg y Tim Weiner.

Medio año más tarde, el ahora exeditor explica: “La libre expresión nunca puede ser absoluta. En gran medida depende de quién dice qué, cuándo y a quién. La cortesía habitual también pone límites a lo que decimos y bajo qué circunstancias. Los miembros de una minoría pueden hacer bromas acerca de sí mismos con más facilidad que quienes no pertenecen a ella. Un novelista o un cineasta pueden expresar el lado oscuro del comportamiento humano de maneras que un diplomático, o el rector de una universidad no pueden, al menos en público. Un comediante puede ser más indignante que un político”.

Esas pautas del intercambio público se han alterado, al menos en parte, debido a la ruidosa omnipresencia de las redes digitales. En los medios de comunicación tradicionales, especialmente en una revista como la que él dirigía, los editores modulan la discusión. Eso no ocurre, de acuerdo con Buruma, en “la tuitósfera, que a menudo es ad-hominem, intimidante y desquiciada. El resultado es que el debate puede ser sofocado porque la gente le tiene miedo a la ira de la multitud”.

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