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La Jacindamanía o cómo dar a Trump una lección de liderazgo desde el fin del mundo

Orlando, 12 de junio de 2016. Un musulmán que decía odiar a los homosexuales entra a tiros en un club gay, dejando un saldo de 50 muertos.

Jacinda Ardern - La imagen de la joven primera ministra de Nueva Zelanda crece como la espuma, por su humanidad y sentido común ante la masacre en la mezquita, en comparación con la del presidente de Estados Unidos, que se achica ante tragedias similares

La Jacindamanía o cómo dar a Trump una lección de liderazgo desde el fin del mundo

La Jacindamanía o cómo dar a Trump una lección de liderazgo desde el fin del mundo

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Orlando, 12 de junio de 2016. Un musulmán que decía odiar a los homosexuales entra a tiros en un club gay, dejando un saldo de 50 muertos.

Christchurch, 15 de marzo de 2019. Un cristiano que dice odiar a los musulmanes entra a tiros en una mezquita, dejando un saldo de 50 muertos.

Dos crímenes de odio, 100 inocentes muertos y dos líderes que reaccionan de forma radicalmente opuesta: Donald Trump y Jacinda Ardern.

En el primer caso, el entonces candidato presidencial republicano apostó por combatir la violencia de las armas con más armas, y atacando con dureza al presidente Barack Obama y a la secretaria de Estado y rival demócrata, Hillary Clinton, con quien se iba a enfrentar cinco meses más tarde en las urnas, y a quien logró derrotarla con declaraciones como ésta:

“¿Va a mencionar Obama las palabras terrorismo radical islámico? Si no lo hace, debería dimitir inmediatamente, por vergüenza. Estados Unidos sólo va a ir a peor, si nuestro presidente no puede decir ni reconocer estas tres palabras: TERRORISMO RADICAL ISLÁMICO”. Luego, metiendo el dedo en la llaga, insistió: “¿Cuándo va a parar esto? ¿Cuándo seremos finalmente duros, vigilantes e inteligentes?”.

Ya como presidente, a Trump le tocó lidiar con una tragedia similar. El 12 de agosto de 2017, un supremacista blanco embistió con su coche a manifestantes que protestaban contra la presencia de neonazis y miembros del Ku Klux Klan en Charlottesville, Virginia. Murió una joven y otras 19 personas resultaron heridas. Nunca escribió el mandatario un tuit reconociendo que en EU hay TERRORISMO SUPREMACISTA CRISTIANO, ni dimitió por ello, como le exigió a Obama.

En el caso de la matanza de Nueva Zelanda, la primera ministra Jacinda Ardern dio —muy a su pesar— una lección a Trump sobre cómo estar a la altura de una tragedia de este tipo:

Primero: Mostrando empatía absoluta por las víctimas. Al contrario que Trump, quien, en una reacción de asombrosa cobardía por lo ocurrido en Charlottesville, dijo que “también hay extremistas radicales de izquierda”, la joven Ardern se echó un velo islámico a la cabeza, lloró con los familiares de las víctimas y les rindió un sentido homenaje en el Parlamento neozelandés dando la paz en árabe: Salam aleikum.

Segundo: Mostrando desprecio absoluto por el asesino. Al contrario que Trump, que nunca llamó terrorista al autor del atropello en Charlottesville, el neonazi James Alex Fields, ni al autor del tiroteo que dejó 58 muertos y 530 heridos en Las Vegas, Stephen Craig Paddock (quizá porque ambos eran blancos y amantes de las armas, como él), la mandataria neozelandesa declaró que no concederá al autor de la matanza en la mezquita, Brenton Tarrant, la notoriedad que está buscando para difundir su ideología de odio. “Nunca me escucharán mencionar su nombre. Es un terrorista, es un criminal, es un extremista, pero cuando hable de él será un sin nombre”, dijo ayer en un emotivo discurso en el Parlamento de Wellington. “Hablen de aquellos que perdimos en lugar de aquel que acabó con sus vidas. Hablen de Haji-Daoud Nabi, un afgano de 71 años que abrió la puerta de la mezquita Al Noor al asaltante y cuyas últimas palabras fueron: Hola, hermano, bienvenido”.

Tercero: Endureciendo sin contemplaciones la venta de armas, empezando por prohibir los rifles semiautomáticos, que tanto le gustan a Trump. A diferencia del mandatario estadunidense, que sólo ve criminales cuando son inmigrantes hispanos, negros o musulmanes —“Haití o El Salvador son agujeros de mierda. ¿Por qué no llegan inmigrantes de Noruega?”, llegó a decir—, Ardern no califica a los criminales según su raza, ideología, religión u origen, sino si comparten o pertenecen a ideologías o grupos que predican el odio. Por tanto, Ardern habría reaccionado igual si el autor de la matanza de Christchrurch hubiese disparado en una iglesia, en una mezquita, en un templo hindú, en un centro cultural maorí, en una sinagoga, en la sede de un partido político o en un club LGTB.

Contra el populismo. La Jacindamanía no es un fenómeno nuevo. Surgió tras convertirse

—el 26 de octubre de 2017— en la mujer más joven de la historia en gobernar un país (tenía apenas 38 años) y con un discurso feminista, progresista y abiertamente contrario a la corriente populista, machista y antiliberal que se expande por el mundo y que parió fenómenos como Trump, el ruso Vladimir Putin o, más recientemente, el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro.

Ésta es la principal lección que Ardern pretende que saquemos de su llegada al poder y de esta tragedia. Cosas como que, para ella, lo normal es que su marido dé la mamila a su bebé, mientras escucha lo que ella habla desde el estrado de Naciones Unidas; o que ponerse un velo no lo vea como una señal de debilidad ni de sumisión, sino de respeto y de fortaleza.

En esto consiste el nuevo liderazgo que llega desde el fin del mundo. En romper muros, no en levantarlos.

fransink@outlook.com