Opinión

La legitimación de un “milagro”, o de cómo María Poblete y sus panecillos prodigiosos lograron eludir a la Inquisición

La legitimación de un “milagro”, o de cómo María Poblete y  sus panecillos prodigiosos lograron eludir a la Inquisición

La legitimación de un “milagro”, o de cómo María Poblete y sus panecillos prodigiosos lograron eludir a la Inquisición

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

En principio, la naturaleza milagrosa del don de María de Poblete, capaz de “reconstituir” panecillos de Santa Teresa, hechos migajas, estaba fuera de toda duda. El esposo de la buena señora, escribano de profesión, bien había procurado hacerse con testigos de buena fama a la hora de llamar a colegas suyos para que dieran fe del suceso, y como los escribanos eran los notarios del siglo XVII, equivalía a darle peso y existencia legal al prodigio. Los testigos eran presbíteros, canónigos de la Catedral de la ciudad de México, caballeros encumbrados, benefactores de iglesias y conventos, y monjes carmelitas residentes del monasterio de la capital del reino. Irreprochables todos los que atestiguaron el milagro en dos ocasiones, una en 1648, y otra en 1673. Pero eso de que un “milagro” ocurriese todos los días, a lo largo de más de 25 años, no dejaba de ser una peculiaridad de los novohispanos… hasta que las autoridades eclesiásticas decidieron indagar sobre el asunto.

Fue el Virrey Arzobispo, Fray Payo de Rivera, quien decidió que algo había de hacerse con doña María de Poblete y sus panes milagrosos, que tanto demandaba la gente, porque, se decía, después de “reconstituidos”, eran benéficos para los enfermos, que recuperaban la salud, incluso, solamente con tener en las manos los mentados panecillos de Santa Teresa, elaborados en el rico convento de Regina.

Así empezó la segunda oleada de la fama de la señora de Poblete, cuyo don era, casi casi, una especie de “patrimonio intangible” de la ciudad de México del siglo XVII.

¿CÓMO SE LEGITIMA UN “MILAGRO”?

El arzobispo virrey mandó, en 1674, a recopilar testimonios del prodigio. No era gratuito que eligiera ese momento, veintiséis años después de que doña María reconstituyó, por primera vez uno de los dichosos panecitos. Fray Payo necesitaba consolidar al cabildo catedralicio, y, aparentemente, legitimar el “milagro” de los panes era una forma de apoyar a la cabeza del cabildo, que era el deán de la Catedral y, también, el hermano de la señora de Poblete.

Así, con su buen paquete de testimonios, Fray Payo de Rivera convocó a una junta de serios teólogos que se aplicaron a analizar aquellas informaciones. Claro que, después de 26 años de que el prodigio se repitiera de manera más o menos constante, prácticamente no había, en la capital novohispana, quien no hubiera visto o tenido entre sus manos uno de aquellos panes curativos, salidos de la tinaja de doña María. Así, los testimonios eran bastante coherentes y uniformes.

Entonces, el virrey arzobispo, contando con el juicio positivo de los teólogos, emitió un auto, donde reconoció como “sobrenatural y milagrosa” la reconstitución de los panecitos, y “dio permiso” para hacer algo que los habitantes de la ciudad llevaban años haciendo: hablar del suceso, con un añadido, que permitía a los eclesiásticos predicar sobre el asunto y escribir sobre ello, para que “aumentara la devoción” de los habitantes de la ciudad de México hacia Santa Teresa de Ávila.

Los monjes carmelitas le dieron vuelo al anuncio del arzobispo virrey, Los sermones que del asunto se conservan, desarrollaban complejas comparaciones del milagro con algunos elementos esenciales de la fe católica, y en algunos casos se establecieron similitudes entre la reconstitución del panecillo y la resurrección de la carne. A la orden carmelita, la “oficialización” del milagro les cayó de perlas, porque, al cobrar nuevos bríos las historias sobre María de Poblete, un comerciante muy rico, Esteban de Molina, se conmovió con la legitimación religiosa del suceso, y financió la reconstrucción del templo de San José y la remodelación del convento de monjas carmelitas, cosas ambas que mucho se necesitaban.

Desde luego, a doña María de Poblete también le convino mucho que, después de 26 años de andar reconstituyendo panes, nada menos que el arzobispo virrey admitiera que era un hecho milagroso. De manera que mejoró el procedimiento. Para esas alturas, la mentada tinaja hecha en Jocotitlán, ya se había resquebrajado, pero doña María mandó a reforzarla con ¡una guarnición de plata!, y le reclutó dos y hasta tres “ayudantes”: otros tantos jarros que “auxiliaban” al trasto mayor, produciendo también panecitos milagrosos, cuando la demanda era mucha, y a doña María se le juntaba el trabajo. Puntadas de los novohispanos, a la tinaja original, le apodaron “la Capitana”, y mucho se emocionaban porque, si por alguna razón el trasto mayor “no daba pan, los demás jarros no lo daban”.

…Y ENTRA EN ESCENA LA INQUISICIÓN

Como nada es eterno en el mundo de los mortales, un buen día, Fray Payo de Rivera fue llamado a España, y al poco tiempo, el deán don Juan de Poblete falleció. Sin virrey protector y sin hermano alto eclesiástico, doña María se quedó sin valedores. Y entonces, a la Inquisición le pareció bien recordar que, en otros tiempos, se había abierto una indagación sobre el milagro de los panecitos de Santa Teresa. Como en la Inquisición eran devotos y defensores de la fe, y no estúpidos, habían guardado su indagación para momentos mejores, porque no se iban a enfrentar al arzobispo virrey y al deán de la catedral al mismo tiempo. En 1681, con la marcha de uno y la muerte del otro, ese momento había llegado.

Cosa muy curiosa fueron los testimonios de varios religiosos, que calificaban al milagro de engaño. Entre los declarantes había un mercedario, un franciscano, un agustino, un carmelita y un grupo de mujeres laicas. Todos aseguraron que doña María de Poblete solía llevar una bolsa atada a la cintura y que en ella guardaba los panecitos que, a escondidas, introducía en la tinaja para fingir el milagro.

Empezaron a aparecer los detalles: los panes, a veces, se veían notoriamente sucios y maltratados, y doña María no permitía que hubiese testigos cuando se suponía que los panes se reconstituían. Resultó que había ocasiones en que “el milagro no se realizaba” al momento, y, como se supo que el difunto deán le había prohibido a su hermana aparecer los panes cuando él no estaba presente, también se divulgó que doña María tenía en su cuarto otro jarrito, por si se presentaba alguien para pedirle ayuda y un panecito milagroso.

Los reparos llegaron hasta lo teológico: algún sacerdote opinó que, al hacer el prodigio de los panes, la señora de Poblete parecía forzar a Dios a obrar según su voluntad, lo cual era muy, pero muy delicado. También se dijo de doña María que tenía comportamientos muy poco devotos cuando se aplicada a su “milagro”, trataba con poca reverencia el polvillo sobrante de los panes prodigiosos, y, encima, a veces, por muy producto de un milagro que fuesen la gente los veía “muy feos” o incluso rotos.

Ahora sí, treinta años después, a la Inquisición se le hizo muy extraño que el milagro se repitiese de manera constante, y aparecieron testimonios según los cuales el prodigio era irregular, porque, en ocasiones “la santa estaba retirada o abochornada”, según doña María, y la señora, con muy poca devoción, llegó a decir que tal o cual día no habría milagro, “porque la santa es una bellaca” y a veces les hacía la maldad de no interceder para la reconstitución de los panes. De golpe y porrazo, el milagro no lo era tanto, y la milagrosa señora era, más bien, una mentirosa redomada. Un carmelita escéptico, Fray José de Jesús maría, fue a declarar cómo él había visto ¡cinco panes! En el jarro antes de que la señora de Poblete se dispusiera a hacer el “milagro”.

En suma, había suficientes elementos para enjuiciar a doña María de Poblete… y a la hora de la hora, el Santo Oficio decidió darle carpetazo al asunto. ¿Por qué? Los inquisidores pusieron todo en la balanza: de un lado estaba una señora muy mentirosa, pero, en el fondo, más o menos inofensiva. Del otro lado, el escándalo que se iba a armar al desacreditar, nada menos, que la resolución de un arzobispo y las valoraciones de los teólogos que, hayan o no estado involucrados en el apoyo político al deán Poblete, habían avalado la calidad del milagro. Por añadidura, entre quienes estaban en 1681 evaluando el engaño, se encontraban algunos eclesiásticos que en 1674 habían dado por bueno el “milagro” de los panecillos. En suma, muchas incomodidades iban a generarse al obrar contra la señora embaucadora.

Así, dejaron en paz a doña María, quien siguió “haciendo el milagro” de los panes de Santa Teresa hasta 1687, cuando murió, con tal fama de santidad, que la enterraron en la catedral, nada menos que en la capilla de San Felipe de Jesús. Y ahí debe seguir lo que quede de la buena señora, hacedora de prodigios y vencedora de la Inquisición.