Opinión

La Llorona: de oscuro presagio a aparición eterna

La Llorona: de oscuro presagio a aparición eterna

La Llorona: de oscuro presagio a aparición eterna

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

El agua turbia delata su presencia. Su lamento hiela el alma de quien la escucha. Si la escuchas a lo lejos, no te atrevas a voltear, porque está justo a tu lado. ¿Cómo podría un niño dejar de asustarse con tales referencias de La Llorona, el fantasma más antiguo de México? Miles de novohispanos y millones de mexicanos crecieron con la aterradora narración como historia estelar en el mar de cuentos y leyendas que forman parte imprescindible de ese territorio fantástico y añorado que llamamos infancia.

“La Llorona se va”, escribió en 1932 el cronista Luis González Obregón, “porque los niños de hoy no se espantan con los fantasmas del pasado”. Pese a las estimaciones del escritor, todavía, en el siglo XXI que corre, en esos programas radiofónicos en los que cualquiera puede llamar para narrar al aire su historia de fantasmas propia y personal, La Llorona aparece con tal frecuencia, que parece no haberse dado por enterada de que la modernidad y la tecnología aspiran a echarla de la imaginación colectiva.

¿Cómo podría desterrarse al centenario fantasma, ahora que nos encaminamos al aniversario 500 de la Conquista? ¿Cómo olvidar que se mezcla o desciende de un mal augurio prehispánico, que alertaba acerca de la inminente desaparición de un mundo y una forma de vivir?

EL SEXTO PRESAGIO. Son conocidos los augurios o presagios que la memoria mexica y luego la novohispana conservaron, referentes a la llegada de Hernán Cortés y sus hombres. Es el sexto augurio, como los informantes indígenas le contaron a fray Bernardino de Sahagún,  y como quedó consignado en el Libro XIII del Códice Florentino, el que habla de una mujer que se lamentaba por las calles oscuras de la Tenochtitlan durmiente:

“¡Hijitos míos, pues ya tenemos que irnos lejos!”

La misma narración afirma que aquella voz, que llenaba de terror a quien la escuchara, a veces clamaba: “Hijitos míos, ¿a dónde os llevaré?”

Al abundar en el asunto, Sahagún consigue una imagen aún más escalofriante: es en su Historia General de las Cosas de Nueva España, donde relaciona a aquella aparición femenina con la diosa Cihuacóatl, cuya presencia podía ser igual de espantosa: “aparecía muchas veces” —dice la Historia— como una señora compuesta con unos atavíos como los que se usan en palacio: decían también que de noche voceaba y bramaba en el aire…”. Aquí, las voces de la aparición son distintas, anunciando lo que ya se sabía que había ocurrido: “¡Oh, hijos míos, que ya ha llegado vuestra perdición!”, y nuevamente, el fantasma o lo que fuera, cambiaba el tono de su lamento: “¡Oh, hijos míos! ¿A dónde os llevaré para que no os acabéis de perder?”

La Historia de Tlaxcala, de Diego Muñoz de Camargo, contó también, con ligeras variantes, aquella aparición: “¡Oh, hijos míos! Del todo nos vamos ya a perder…!”. Y su variante: “Oh, hijos míos… ¿A dónde os podré llevar y esconder…?”

El eco de aquellos lamentos, asociados a un terrible ente que empavorecía a la gran ciudad-Estado de los mexicas no sólo sobrevivió a la conquista. Se convirtió, junto con docenas de consejas y habladurías, en parte fundamental de la vida de aquella ciudad naciente, donde la creencia en los prodigios, en lo sobrenatural y en el miedo al tremendo más allá, estaban a la orden del día, y se manifestaban lo mismo en creencias religiosas, como el culto a las Ánimas del Purgatorio, que en la parte más terrenal de las disposiciones testamentarias, en las que se dejaban cuantiosos legados para que se dijeran cientos, miles de misas por el alma pecadora de los que no sentían la conciencia completamente tranquila.

Había, también, quienes no teniendo esos caudales, simplemente dejaban dicho que “por caridad”, su alma pudiese recibir los beneficios de la oración devota. De lo contrario, no podrían descansar en paz y esperar el día del Juicio Final, y, si acaso tenían una cuenta pendiente, de honor o moral, o un secreto terrible guardado, podría ser que se convirtieran en uno más de esos aparecidos que llenaban de inquietud las noches novohispanas.

Pero de entre todos ellos, destacaba como el principal espectro aquella mujer que, se contaba, por lo menos desde mediados del siglo XVI, caminaba por las calles de la capital del reino, llorando y buscando a gritos a sus hijos, llegando siempre a la Plaza Mayor, y luego seguía su camino hasta perderse en la orilla de las aguas del viejo lago, que aún era vecino muy cercano de la Ciudad de México

UNA LEYENDA DE LARGA VIDA. Cuando la Nueva España se convirtió en una nación independiente, los mexicanos traían, además de sus costumbres, su gastronomía y su habla, docenas de relatos sobrenaturales que recibieron el nombre de “leyendas”, que siguieron repitiéndose de abuelos y padres a hijos y nietos. Siguiendo las narraciones, muchos de aquellos antiguos espantos desaparecieron a fuerza de rezos y exorcismos ejecutados por valientes sacerdotes que se animaban a enfrentar al alma en pena. Pero en el caso de La Llorona, no ha habido conjuro u oración que la saque de la imaginación nacional, aunque existan diversas narraciones acerca de su origen y su personalidad.

Con los años, desapareció el referente prehispánico. En tiempos del escritor José María Roa Bárcena, había diversas narraciones al respecto: se le describía como la novia que murió antes de casarse, como una viuda cuyo fantasma regresa a dolerse de los infortunios de sus huérfanos o como la mujer asesinada por su amante enfermo de celos. La que predominó le achaca a esta mujer intangible el asesinato de sus hijos, ciega de furia y de dolor al saberse despreciada y engañada  por el padre de los niños. La combinación de los talentos literarios del general escritor, Vicente Riva Palacio y de su ahijado, el poeta Juan de Dios Peza, hasta concibieron el nombre de la desdichada mujer, Luisa, y bautizaron como don Nuño de Montes-Claros al ingrato amante que la abandona.

Todavía más, no ha faltado la interpretación que vuelve a remontarse a las heridas emocionales de la Conquista, y que convierte a la Cihuacóatl y  a la aparición del sexto presagio, nada menos que en doña ­Marina, Malinalli o la Malinche, que se duele de su “traición” a los habitantes naturales de estas tierras.

LA IMAGINERÍA DEL SIGLO XX. A diferencia de muchos espectros de nuestra herencia de relatos  sobrenaturales, La Llorona no necesita de una calle en particular; ella puede aparecer en cualquier espacio de lo que hoy llamamos Centro Histórico y que fue la diminuta ciudad que se atemorizó de ella por primera vez. Artemio de Valle-Arizpe la recreó en una forma espeluznante. Narraciones muy similares se cuentan en varios países de América Central y América del Sur. La creatividad infinita que ha traído el desarrollo del cine, de la televisión y de la industria de animación la han llevado a la pantalla grande, a veces de manera medianamente afortunada, a veces plana y sin capacidad de helar la sangre.

La Llorona se mueve al compás lento de una canción tradicional oaxaqueña, y los desenfadados años sesenta del siglo XX la pusieron a bailar twist en una calle cerca de la prepa. Sigue siendo leyenda, y para algunos es realidad. Los escritores no pueden sustraerse a la fascinación que ejerce después de casi medio milenio. Una ­narradora contemporánea, Catherine M. Mayo la describe, con ayuda del traductor y escritor Agustín Cadena, capturando, en el siglo que corre, el miedo con el que en otros siglos se le ha invocado:

“La Llorona va arrastrando por el suelo su mortaja carcomida y sus cabellos largos y enredados, pero sus pies fantasmales no tocan la tierra. Va flotando, sus ojos son dos rosas negras; llora por sus hijos muertos, los busca, y, con sus largos y helados dedos, La Llorona agarra a cualquiera que encuentra”.  ¿Hay niño del siglo XXI que se resista al encanto de esta narración?

Tal vez Luis González Obregón se ha equivocado. Tal vez ­ocurre que La Llorona no se va porque nosotros no permitimos que se desvanezca.