Opinión

La muerte de Juárez y las leyendas que del suceso nacieron

La Historia en Vivo de nuestra colaboradora Bertha Hernández

La muerte de Juárez y las leyendas que del suceso nacieron

La muerte de Juárez y las leyendas que del suceso nacieron

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Todavía, a fines de los años 60 del siglo XX y principios de los 70, en algunas escuelas católicas se estudiaba Historia de México en los libros escritos por el jesuita Joaquín Márquez Montiel, quien en su libro para segundo grado de secundaria, hacía un apunte que bien podría calificarse de venenoso, aludiendo al fallecimiento de Benito Juárez, ocurrido en julio de 1872. “..Y el dictador cayó herido de muerte el 18 de julio de 1872, a las once y media de la noche, tal vez envenenado, tal vez de angina de pecho…” Con esa sola frase, Márquez Montiel llevaba, al último tercio del siglo XX un rumor muy viejo y muy malintencionado, que, incluso dio para una leyenda queretana que hoy, por pocos pesos, todavía se puede conseguir.

Pero, ¿en qué consiste ese rumor? Haciendo caso omiso a los detallados informes que dejaron los médicos que asistieron al presidente Juárez, apareció la conseja: no era una afección cardiaca lo que había matado a don Benito, sino una dosis de veneno hábilmente administrada, burlando los cuidados en torno al presidente. Es más. En algunos ámbitos, y con el paso del tiempo, se agregó detalle a la conseja del veneno: sería una infusión de una planta conocida como “veintiunilla”, de flores blanquecinas, llamada así porque, a los veintiún días de haberse ingerido, la víctima se iba al otro mundo, sin posibilidad de falla.

Casi está de más decir que, al conservadurismo derrotado en 1867, la historia le encantó y se esforzó por atesorarla, enriquecerla y conservarla. Sin embargo, el rumor, el chisme, fue muy pronto juzgado y calificado como eso, como una conseja sin fundamento, que con el paso de los años, se quedó en el baúl de los cacharros viejos e inservibles, empleado de vez en cuando por aquellos —afectados de rencor ideologizado— que decían tener en sus manos “la verdadera” historia de México.

El rumor se volvió leyenda, y ha dado para algunas derivaciones interesantes, que no logran desmentir los informes médicos del presidente, que, complementados por los testimonios que dan cuenta de los hábitos y costumbres de él y sus contemporáneos, hacen perfectamente verosímil los achaques y enfermedades que padecieron.

LA MUERTE DE DON BENITO. La salud del presidente empezó a quebrantarse en 1870, y el agotamiento y el desgaste causados por tantas privaciones y sobresaltos, se acrecentó con la depresión que le causó la muerte de su esposa Margarita. La campaña para su relección en 1867, el levantamiento de Porfirio Díaz y la campaña que hubo de desarrollarse para contener el movimiento rebelde, no dejaron de generar cansancio y tensión. La primera crisis cardiaca de Juárez ocurrió en marzo de 1872. Y, si bien lo superó, las dificultades de la tarea de gobernar le generaban tensión. Seguía, además, comiendo como comían tantos otros de sus contemporáneos, y eso era otro factor de riesgo.

El 8 de julio tuvo una nueva crisis cardiaca, pero en cuanto se sintió algo mejor, volvió a sus actividades normales. Todavía el día 16 de julio, comió y bebió como siempre. La relación de sus alimentos impresiona si se considera que la hizo un caballero que llevaba dos incidentes cardiacos en menos de un año: “media copa de jerez, [vino de] Burdeos, pulque, sopa de tallarines, huevos fritos [con aceite de oliva o con manteca], arroz, salsa picante de chilepiquín (sic) bifsteak [bistec], frijoles, fruta y café. Entre una y dos de la tarde. En la noche [da a entender que la cena fue similar a la comida]. A las nueve, una copa de rompope. Copa chica”.

Al día siguiente, trabajó como de costumbre. Le inquietaban dos temas, especialmente: una reforma constitucional y la conclusión de las obras ferroviarias para comunicar la capital con el puerto de Veracruz. Recibió por la tarde al ministro Lafragua, al general Alatorre. Quiso seguir su lectura: el Tours d’Histoire des Législations Comparées de M. Lerminier. Pero los dolores de pecho ya no se lo permitieron. Después el mal hizo crisis, y después de un tratamiento que aún impresiona por lo duro —a falta de una inyección de atropina o un carrito rojo de emergencia como los que hoy tenemos— la aplicación del agua caliente para intentar reanimar aquel cansado corazón, fue inútil.

La mañana del 19 de julio de 1872, la ciudad de México despertó con el sonido de cuatro cañonazos, seguidos por otros cada quince minutos. Se supo así que el presidente de la República había muerto durante la noche, hacia las once y media. Algún periódico apuntó que el deceso había ocurrido alas tres de la mañana. No faltó el malicioso que señaló que la muerte del presidente coincidía con el aniversario luctuoso de Agustín de Iturbide.

Entre las muchas loas a Juárez, publicadas por la prensa de la época en esos días, no faltó esa peculiar costumbre de los decimónónicos: fijarse en la calidad del embalsamamiento al que había sido sometido el cuerpo de Juárez. Algunos se quejaron de que los rasgos del presidente se veían alterados; otros, al contrario, aseguraban que se veía sereno. El Diario Oficial —muy diferente al que hoy conocemos— cronicaba: “el semblante [del presidente] había perdido su habitual severidad y expresaba la afable resignación con la que mueren los justos”.

De sus funerales, con largos discursos y detalladas crónicas, los periódicos hablaron durante muchos días.

LA LEYENDA. Con el paso del tiempo, se empezó a hablar de veneno, sin otro sustento que los rencores políticos. Luego, se empezó a construir la leyenda, que hablaba de una joven mujer, bella y resuelta, que durante la guerra de intervención había perdido al hombre que amaba, pues peleaba en las tropas imperiales. El dolor de la muchacha se hizo furia y luego se convirtió en rencor. Del rencor nació el impulso asesino, la sed de venganza.

Aquella mujer, que en tierras queretanas se identifica con una salteadora que amparaba a los pobres y que repartía entre ellos el botín de sus tropelías, apodada la Carambada, habría viajado a la ciudad de México, donde, aprovechando su hermosura y su encanto, trabó amistad nada menos que con Guillermo Prieto, que, sin conocer sus propósitos, la habría convidado a una cena donde estaría toda la élite del gobierno liberal, presidente Juárez incluido.

A la hora de la cena, al tocarle un asiento junto a Juárez, la muchacha habría vaciado en la copa del presidente un veneno que lo mataría veintiún días después y que era combinación de “veintiunilla”, nuez vómica y algo que una curandera, artífice del brebaje, llamó “sanguaza de escorpión”. Una variante de la leyenda de la Carambada asegura que Sebastián Lerdo se da cuenta del gesto y se hace silencioso cómplice. Efectivamente, agrega la leyenda, transcurridos veintiún días, Juárez fallece y la mujer cobra su venganza.

El rumor se quedó en eso, en rumor, y la leyenda se mantiene en el baúl de las leyendas. Quien lo desee, puede leer los informes que el médico Ignacio Alvarado dejó y que se conservan en los papeles de Juárez.

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