Opinión

La muerte social

La muerte social

La muerte social

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

La Calumnia

Puede una gota de lodo

sobre un diamante caer;

puede también de este modo

su fulgor oscurecer;

pero aunque el diamante todo

se encuentre de fango lleno,

el valor que lo hace bueno

no perderá ni un instante,

y ha de ser siempre diamante

por más que lo manche el cieno.

Solemos creer que la gente conocida es inmutable, así renovamos los afectos cada año con las consideraciones pertinentes para quienes viven lejos. Pero llega la noche más sombría, se rompen espejos, fotografías, se borran los momentos felices por un error que no puede omitirse. El personaje decepciona. Aparece su imagen en los diarios y ya no es el sujeto más talentoso de todos, ahora es el viejo senil que hace comentarios sexuales fuera de lugar. Su historia poco importa en esa carnicería. Los corifeos que le han rodeado por décadas lo abandonarán irremediablemente. Es la personificación del oprobio, la peste.

El hombre tiene cuatro muertes, la que es consecuencia del desgaste; la que se decide luego de repetidos episodios de angustia; la muerte accidental y, la peor acaso, la muerte social, que puede implicar o no la desaparición física pero es también un corte abrupto que jamás es limpio.

Aún en círculos ajenos a la ley, la vida se construye en torno a rituales que garantizan la respetabilidad. Se valoran las aptitudes y deficiencias llegada la hora. Luego, se estudia constantemente el objetivo, adoptar el arquetipo más alejado de las condiciones dadas por la tribu. Fallar significa descender. El cuerpo se enseña a correr sobre hielo delgado si el hambre y la ambición son más potentes que la capacidad para acostumbrarse.

Todos desean triunfar pero no todos pueden porque, el éxito generalmente sucede gracias a la habilidad para hacer política y la dosis adecuada de indiferencia para reivindicarse después de linchamientos mediáticos. Poco tiene que ver con el esfuerzo o con la genialidad.

En esa carrera de resistencia, el individuo es un títere social en tanto espera que alguien reconozca su trabajo. La creación cuyo fin es impresionar a un público halla su destino en el fracaso por su falta de autenticidad.

El arte exalta lo poco verdadero que nos habita. Ahí donde crece la vanidad jamás se elevará la flama de lo eterno.

Lo verdadero puede ser cruel y perverso, pero el arte no distingue entre el bien y el mal, solo surge, por esa inefable coincidencia entre la técnica, el discurso y el espíritu de una comunidad.

Al otro lado del camino permanecen expectantes los que devoran prójimo. Las fauces abiertas dispuestas a dar la dentellada final a quien se detenga. Se crean rumores para olvidar más rápido la contribución de algún defenestrado. Piensan que no se le debe nada a ese pobre diablo que legó dos o tres obras maestras pero tiene la costumbre de ser Republicano o mujer transgénero. La obsesión privada se convirtió en asunto público.

A pesar de su técnica, del poder de su discurso, el artista lo pierde todo frente a la policía de la superstición y el deber ser. La superioridad moral acaba gradualmente con el debate y también, pareciera que el arte se empobrece cada vez que alguien empuña razones morales para rechazarlo.

Las obras de arte no pierden su valor, son las sociedades las que pierden la inteligencia para interpretarlas porque los símbolos van siempre unidos a ideologías que propagan intereses y prejuicios.

Mientras sea otro el que padezca, no importa, pero si uno es el perjudicado, entonces la causa es válida. Si no se obtiene respuesta, la causa se vuelve queja y los activistas se convierten en ovejas que vagan sin final para recabar firmas. Claro está que algunas adoptan puestos gubernamentales o aparecen en programas de televisión o toman decisiones sobre quién debe parir.

Resulta que el mecenazgo ya no favorece a los artistas señalados por los millones de dedos flamígeros de la opinión pública, ¿a quién le importa comprar un cuadro de un asesino como Caravaggio? Ahora, por un precio equiparable se puede adquirir un cofre especial, —diseñado por Yayoi Kusama— lleno de potingues caros que garantizan la juventud hasta después de la incineración. Con un poco de fortuna puedes comprar un plátano pegado a una pared o puedes demandar a un pintor que utilizó el bigote de tu abuelo para exhibir el machismo, que sigue siendo un cáncer igual de absurdo que nuestros juicios poco informados y nuestras peleas carentes de argumentos.

Todo debe ser perfecto, limpio, espigado. Todo dicho requiere pruebas. Todo el pan sin gluten y toda la leche sin lactosa. Todo debe ser útil, dicta el estilo de vida Zero Waste. Todo lo inútil es basura, dicen los minimalistas.

Los artistas ahora deben elegir entre convertirse en mercenarios de la reproductibilidad o estar jodidos hasta que el señor con largas uñas decida, en un gesto de providencia activa, encomendar un retrato en el que aparezcan sus valijas con monograma y el perro al que llama ‘hijito’.

¿Llegaremos a comprender conceptos como verdad, convicción, ética y censura sin que los medios o los poderes interfieran para distorsionar la percepción? En el mundo se derrumban estructuras, los sistemas de poder pierden su fuerza, las autoridades ya no son depositarias de la credibilidad. Hay repúblicas representativas pero no democracias. No hay certezas. En medio de la devastación hay seres que todavía luchan por nombrar a quienes fueron abatidos por la susceptibilidad.