Cultura

La mujer que nació tres veces, de Sandra Frid

La mujer que nació tres veces, de Sandra Frid

La mujer que nació tres veces, de Sandra Frid

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy
(Fragmento)CIUDAD DE MÉXICO1914

Carmen recorrió con la mirada los vestidos colgados en el ropero. Junto a ella, sobre el edredón de plumas de ganso, había dos maletas abiertas: la suya, casi vacía; la de él, llena y lista.

—Date prisa, el tren sale a las seis —la apremió—, y ojalá corramos con suerte, leí que los de la bola bloquean las vías y asaltan a los pasajeros.

Ella encogió los hombros restándole importancia. Confiaba en su buena suerte y prefería imaginarse en la cubierta del barco, con el viento marino despeinándola y a su alrededor la luminosidad del cielo, donde los astros parecen estar al alcance de la mano.

—Hará frío —dijo al sacar su abrigo de mink—. Llevaré esto encima, sin ropa.

Manuel la miró a través del espejo en el que él, esmeradamente, se anudaba la corbata.

—Poco apropiado para el clima de Veracruz.

—Si me acaloro, me lo quito.

Carmen dejó la piel sobre la cama y abrió un cajón. Sus dedos acariciaron la seda de las medias que guardaba en una caja de raso; la tomó y vació su contenido en la maleta. Manuel, que no había dejado de observarla, volteó:

—Son demasiadas, ¿no crees?

—Nunca lo son.

Abrió otro cajón, el de los camisones. Como le gustaba dormir desnuda, eligió solo dos.

La criada se anunció con ligeros golpecitos en la puerta. Carmen le indicó qué vestidos meter en el baúl grande. Los sombreros, envueltos en papel para evitar que se estropearan, ya estaban, cada uno, en su estuche. A punto de perder la paciencia, Manuel llamó al mozo para que cerrara el equipaje y empezara a cargar los bultos.

Parsimoniosa, ella se sentó en el canapé de su tocador. Con una borla se polveó la cara, cepilló sus rizos, mezcla de oro y cobre, y se pintó los labios en tono frambuesa; frambuesa madura que su marido no ansiaba morder. La incomprensión de aquella indiferencia a los seis meses de casados la hizo fruncir el entrecejo. Suspiró. Recogió los objetos esparcidos en el peinador y los guardó en el neceser.

Se caló el sombrero de faya color aceituna, los guantes de cabritilla y salió sin mirar atrás.

El enorme buque llenó las pupilas de un Manuel novato en la navegación. Le temía al mareo que, según había oído, a algunos puede mantenerlos recluidos en el camarote durante todo el trayecto. La escala en La Habana me dará un respiro, decidió al abordar. Su sobresalto creció mientras un grumete los dirigía al compartimento: desde ahí, las tres chimeneas negras se elevaban, descomunales, hacia un cielo sin nubes. ¡Qué multitud! Si esto se hunde, ¿cuántos moriremos? El calor y la humedad se adherían a su cuerpo. Le urgía quitarse el saco, la corbata y meterse bajo un chorro de agua fría.

Ya instalados, Carmen, radiante, se puso guantes de hilo y unas gotas de perfume. Cuando la sirena anunció que estaban a punto de zarpar, abrió la puerta del camarote.

—Vamos a ver cómo se aleja el barco del muelle, el gentío despidiéndose…

—Hará mucho viento, prefiero quedarme aquí.

Ella anudó las cintas del sombrero bajo su barbilla y salió, dejando la puerta abierta. Colérico, Manuel se levantó a cerrarla. Se asomó un momento por la claraboya y, seguro de haberse mareado, regresó a la cama.

Carmen miraba sonriente los tres navíos que, tras ellos, los acompañaban hasta la boca del puerto. Además de los oficiales, algunas personas agitaban pañuelos y vociferaban adioses que el estruendo de la sirena ahogaba. Entonces, Carmen miró el horizonte y pensó en su padre. «¡Falta poco para vernos!», gritó al viento. Antes de volver al camarote, decidió familiarizarse con el barco.

Manuel abrió la puerta y asomó la cabeza en espera de ver pasar a un camarero.

—¿A qué hora llegaremos a Cuba? —preguntó.

—Al mediodía. ¿Se siente usted mal, señor?

—Un poco mareado.

—Puedo llamar al médico o, si me lo permite, le sugiero beber jugo de limón en medio vaso de agua con dos cucharadas de azúcar y no tomar café durante el viaje.

—Eso haré, gracias.

Luego de un día en altamar, la costa habanera se distinguía a la distancia. Carmen corrió para ganar un espacio en la proa. Junto a ella, un hombre mayor señaló una fortaleza.

—Es el castillo de San Carlos de la Cabaña —le explicó—. ¿Lo conoce?

—Habré estado aquí hace años, pero no lo recuerdo.

De pronto, apareció Manuel. Su cara, recién afeitada, relucía. Olía a after shave y llevaba el sombrero ladeado.

—¡Estás guapísimo! —Soltó Carmen tras un silbido.

—Y listo para pisar tierra firme.

Del frescor del edificio de la aduana salieron al calor de la plaza de San Francisco. Pasearon un rato, pero la sombra de los árboles no les daba suficiente cobijo. Se refugiaron en un café. Más tarde volvieron al barco que, anclado, apenas se balanceaba. Aprovechando la estabilidad y colgándose de su brazo, Carmen lo llevó a explorar la nave; después permanecieron en cubierta oteando el horizonte.

—¡Qué bien se está aquí! —exclamó para sugestionarlo.

Manuel asintió sin mucho convencimiento y cuando zarparon, regresó a la penumbra del camarote.

Ella deambulaba por el navío, leía recostada en una tumbona, gozaba las cenas de cinco tiempos, el vino y las horas que pasaba reclinada en la barandilla observando la piel del mar. A la mañana siguiente, mientras se ataviaba con un vestido blanco de lino, insistió:

—Manuel, toma más agua de limón azucarada y vamos afuera, el aire te hará bien. Además, hay personas interesantes. Si te distraes, olvidarás el mareo.

—La verdad, estoy un poco aburrido. ¿Me esperas? Me cambio de ropa y me peino, no tardo. —Accedió levantándose de la silla.

Poco después, salió con ella en un traje azul claro, camisa inmaculada y corbata de moño. Fueron a un salón. La gente jugaba cartas o ajedrez. Asqueado por el humo de los cigarros, sugirió ir al exterior. Sentados bajo una sombrilla, ordenaron sendas limonadas. Carmen sacó de un bolsón lápiz y cuaderno. Al dibujar el perfil de su marido, descubrió las miradas y ciertas sonrisas que él cruzaba con un joven de ojos grises y tez morena. Para disimular que los observaba, su mano continuó moviéndose sobre el papel. Juraría que se guiñaron un ojo. Su corazón se agitó. Apretó los labios. Giró la silla para quedar frente al extraño. El movimiento arrancó a Manuel de su abstracción. Nervioso, sorbió su limonada y se atragantó; un acceso de tos le encendió el rostro, extrajo un pañuelo, secó el sudor de su frente, echó la cabeza hacia atrás y, poniéndose el sombrero sobre la cara, musitó que tomaría una siesta. El joven moreno fijó la vista en Carmen. Sonrieron. La mujer cruzó una pierna y se subió la falda arriba de la rodilla. Sin dudarlo, él se acercó.

—Bonjour. ¿Me permite invitarla a tomar algo?

—Con gusto.

—¿Coñac? O… ¿prefiere limonada?

—Coñac.

► Fragmento del libro La mujer que nació tres veces, de Sandra Frid © 2019, Planeta. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.