Opinión

La popularidad epidérmica… y la que vale la pena

La popularidad epidérmica… y la que vale la pena

La popularidad epidérmica… y la que vale la pena

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Los admiradores de Andrés Manuel López Obrador presumen que, según las encuestas, es uno de los presidentes más populares del mundo. No toda la compañía que tiene AMLO en la lista de los mandatarios con gran apoyo es muy deseable: están ahí, por ejemplo, el populista filipino de ultraderecha, Rodrigo Duterte, y el aspirante a zar plebeyo, Vladimir Putin. Pero en el grupo hay también un personaje muy rescatable: el socialista António Costa, primer ministro de Portugal.

La primera pregunta que se hace uno al leer la lista es por qué un hombre como Costa, que no apela al nacionalismo, la identidad patria o la limpieza del país a sangre y fuego es tan popular en esta época de polarizaciones viscerales. Había que averiguarlo.

Sucede que llegó al poder en una coalición de su partido de izquierda moderada, con la izquierda radical y alternativa: el Bloque de Izquierda —alianza de troskistas y socialdemócratas—, el Partido Comunista —de vieja filiación prosoviética— y el Partido Verde Ecologista —que sí es ambientalista, no como el de aquí—, y decidió poner en práctica una política de crecimiento económico, en contra de las recetas tradicionales de la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional.

La idea central era mantener un presupuesto equilibrado, para cumplir con las reglas de la Eurozona, pero sin los excesos de austeridad que habían puesto grilletes al crecimiento. Un gasto suficiente, consideraron, reactivaría la economía, aumentaría la recaudación de impuestos y tendería a reducir el déficit fiscal.

A pesar de las objeciones del FMI, el gobierno portugués aumentó el salario mínimo y también el de los empleados públicos, aumentó las pensiones y también el número de días de vacaciones por año. Redujo la plantilla de burócratas, pero no a través de recortes, sino reduciendo la tasa de reposición (no cubrir plazas vacantes).

Al mismo tiempo, el gobierno de Costa apostó al fomento de la formación profesional, a través de una reforma a la educación superior y bonificaciones fiscales a quienes contrataran nuevos trabajadores; buscó innovar la economía, promoviendo la investigación y el desarrollo científico y tecnológico, con estímulos para ello al sector privado; favoreció la competitividad a partir de aspectos como la rehabilitación urbana, inversión en mantenimiento de infraestructura y protección al ambiente; eliminó duplicidades administrativas en el Estado y dotó de un ingreso básico a las familias sin ingresos.

Como puede verse, es un coctel de algunas medidas de izquierda social con otras que son simplemente pragmáticas. No puso la carreta por delante de los bueyes (el equilibrio fiscal por delante de la dinámica de la economía) y promovió el empleo mediante estímulos fiscales; al mismo tiempo no se casó con obras faraónicas de infraestructura, otorgó los apoyos sociales necesarios, promovió alzas salariales y le dio a la ciencia y la investigación un papel clave.

El resultado ha sido que Portugal ha crecido a contracorriente del resto de Europa, que ha aumentado sus exportaciones y turismo, el desempleo ha disminuido a la mitad, la gente tiene más para gastar (y más tiempo para hacerlo). El resultado político, sin tener que recurrir al clientelismo, ha sido un aumento de 10 puntos en las intenciones de voto para los socialistas y sus aliados. Y una popularidad sin precedentes del primer ministro.

Por supuesto, el modelo no es perfecto, y —aun cuando se espera que Portugal llegue a tener superávit fiscal en 2020, un año antes de lo esperado— hay economistas que ponen la luz ámbar sobre la situación de la deuda y la baja capitalización de los bancos, que son problemas heredados.

El caso es que existe un ejemplo mundial en el que un ligero estímulo al crecimiento sirve para detonarlo, a través de mejores expectativas: de un cambio en el estado de ánimo. Hay que subrayar que ese estímulo inicial fue fundamental: sin él, por más que hubiera habido esperanzas, éstas no se habrían traducido en inversiones, consumo y empleos.

Sobre todo, sirve para reiterar el error en el que muchas economías persisten, que ha sido la receta del paracetamol económico, usada para cualquier afección. Recortar el gasto público y aumentar las tasas de interés es un acto de iatrogenia: un daño a la salud provocado por el acto médico.

Si la idea detrás del paracetamol de la austeridad es mostrar que las finanzas públicas de cualquier país (México, por ejemplo) se manejan de manera responsable y prudente, en la esperanza de que mercados e inversionistas reaccionen positivamente a ello, el resultado más común será que mercados e inversionistas asientan y digan “qué bien”, pero no reaccionen, porque las variables que importan son otras.

Hay popularidades epidérmicas, hay popularidades viscerales y hay otras que están basadas en hechos: salir objetivamente de una crisis económica, hacerlo sin traumas, con mejor distribución del ingreso y un mejor nivel de vida. Ésas son las que valen la pena.

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