Opinión

La próxima nota

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La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Héctor Gutiérrez  Ugalde “El Negro”, fue un periodista natural. Llegó al oficio después de cursar la carrera de Economía y de ensayar diversas ocupaciones y entre ellas las del servicio público.

Trabajé con él en la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CDNH) y en tres periódicos, La Crónica de Hoy, Milenio y La Razón.

La CNDH resultó un vértigo que quedó marcado, para nosotros, por el secuestro que sufrió  Héctor, por varias horas, y por las amenazas que de ahí surgieron al trabajo que desempeñábamos. En particular, y sin tapujos, los pillos le dijeron claro que yo tenía “los días contados”.

Momentos difíciles —solo hay una idea más o menos nítida en quienes los padecen— en los que siempre agradeceré el optimismo y las ganas de resistir que mostraba mi amigo.

Esa predisposición por las aguas brocas, no siempre muy consciente,  siguió a Héctor en sus trabajos periodísticos, con los que reveló historias turbias, algunas de las más destacadas en el ámbito de la Ciudad de México.

El establecimiento de la elección de autoridades en la capital del país, significó una oportunidad para las secciones locales de los diarios y de esa realidad surgieron muy buenos reporteros y Héctor es uno de los ejemplos más acabados, porque entendió la densidad de lo que estaba ocurriendo.

Tenía un talento puro, acaso moldeado por las largas sobremesas para discutir de información y de política con su padre, Leopoldo Gutiérrez, un editor severo y guardián de las buenas formas y del rigor en Excélsior y luego en Proceso.

Don Leopoldo y su hijo se parecían mucho en lo temperamentales, en los laberintos que significaban los debates, las tomas de posición o partido, de las que, sin embargo, siempre se obtenía algo provechoso.

Héctor solía hacer corajes por lo que no se publicaba, aunque sabía que las grandes notas son extrañas,  esporádicas y que el profesionalismo se moldea en el día a día, en la confiablidad de cada texto que ve la luz y se somete al juicio de los lectores.

Tuvimos discusiones memorables por enfoques, pertinencia e inclusive certeza en las informaciones.

—La próxima nota, Negro —le decía.

—Será la próxima—y se retiraba a fumar un cigarro.

Con frecuencia pienso en lo ocurrido, desde hace poco más de dos décadas, cuando llegamos llenos de ganas e ilusión a participar en la fundación de La Crónica.

Hemos sido testigos, como solo pueden serlo los reporteros,  de cambios inmensos, de la Regencia a la Jefatura de Gobierno y del partido dominante a la alternancia en la presidencia de la República.

Sin duda un privilegio, no exento de momentos difíciles y cuando estamos entrando en otra etapa compleja y en particular para los medios de comunicación  y su futuro.

Héctor deja un legado de buen periodismo y de decencia, una muestra de que se pueden hacer bien las cosas y que no es necesario complacer al poder, pero tampoco estallar en infiernitos, que las fuentes se cultivan con el rigor y que siempre habrá una nota, de esas con las que no sorprendía, de tanto en tanto.

Pero quizá lo que más atesoro, son los ya lejanos días en que nos conocimos siendo niños y en los que intentamos construir un horizonte, en el que curiosamente el periodismo jugó un papel importante.  Esto me lo hacía recordar Eduardo del Río quien también comparte, con Héctor y conmigo,  esas y otras aventuras.

Lo más doloroso con la muerte de un amigo es la angustia de no volver a verlo, pero esta se atenúa con la certeza de que su vida resultó un viaje a Ítaca.

Julián Andrade