Opinión

La suerte adversa en Acatita de Baján: los caudillos insurgentes caen presos

La suerte adversa en Acatita de Baján: los caudillos insurgentes caen presos

La suerte adversa en Acatita de Baján: los caudillos insurgentes caen presos

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Aún quebrantada y vencida, la comitiva insurgente que avanzaba por el árido desierto del norte de la Nueva España, no dejaba de ser una fuerza respetable: eran poco menos de un millar, y entre ellos estaban, desde el hijo de Ignacio Allende hasta curas sublevados y una buena cantidad de soldados leales. Pero el futuro era oscuro. Enfrentados entre sí, los líderes de aquella primera insurrección, que habían arrasado como vendaval el bajío y que habían sembrado el miedo en las almas de los habitantes de la Ciudad de México, no las tenían todas consigo: Miguel Hidalgo viajaba en una situación que ya podía calificarse de prisión. Sus compañeros lo habían depuesto del mando supremo, y ya no tomaba las decisiones.

Allende, como el militar que era, estaba harto: harto de la derrota, harto de escapar,  harto de los errores cometidos, harto de un ejército que no acababa de serlo. Todo, juzgaba él, era culpa del “bribón del cura”. A ese grado había llegado el resquebrajamiento de aquel grupo de insurrectos que seis meses antes había lanzado al reino entero a la guerra. Todavía albergaba una esperanza: si lograban llegar a Monclova, que creía fiel a la insurgencia, y luego llegar a Estados Unidos, hallaría respaldo, y ayuda; tropas y refuerzos, y entonces regresar y esta vez sí triunfar. No se preguntaba aquel criollo impetuoso qué ocurriría si, en efecto, conseguía apoyo. ¿Quién se arriesgaría a cruzar de vuelta el desierto para volver a apostar el pellejo? Pero los insurgentes derrotados no veían más allá del día que vivían; esa esperanza tan difusa como improbable era la que los mantenía en movimiento. E ignoraban que Monclova ya estaba en poder de los realistas.

Por eso, cuando el teniente coronel Elizondo envió a la comitiva un mensaje solidario que además ofrecía ayuda, Allende no dudó: la columna se dirigiría al lugar conocido como Acatita de Baján o las Norias de Baján. Una larga fila de carruajes con los jefes insurgentes, algunos acompañantes cercanos y la guarnición, llegaron a ese sitio en marzo de 1811. A pesar de los años transcurridos, la huella de su paso no se ha desvanecido: en lo que hoy es el municipio coahuilense de Castaños, la gente conoce ese sitio al que desde hace mucho se le llama la Loma del Prendimiento.

Allí fueron llegando y parando los carruajes; conforme se detenían, los ocupantes eran tomados prisioneros. Hubo conatos de resistencia. En uno de esos forcejeos, Indalecio, el hijo de Allende, cayó muerto de un tiro. La guarnición insurgente, desprevenida, quiso combatir, pero algo que era fatalismo, la oculta certeza de que todo se había terminado, el dolor de Allende de ver morir a su hijo, evitó la acción. Aun así, la aprehensión de los insurgentes costó 40 vidas, de uno y otro bando. Eran 893 los prisioneros, entre tropa, colaboradores cercanos y leales a la dirigencia de la causa rebelde. El parte de la captura menciona, además de Hidalgo, con grado de generalísimo, y Allende con el grado de Capitán General y Mariano Jiménez como Teniente General, a seis mariscales, tres brigadieres, tres coroneles y un director de ingenieros.

Los prisioneros fueron divididos. Muchos de ellos fueron conducidos a Monclova o a Durango. Los cuatro líderes: Allende, Hidalgo, Aldama y Jiménez fueron trasladados a Chihuahua para ser juzgados y ejecutados.

EL RECUENTO DE LOS PRISIONEROS. Si la guarnición insurgente hubiera tenido tiempo de organizarse y resistir el ataque realista, tal vez habría podido librar la emboscada. En el parte que rindió Elizondo acerca del suceso, reportó que tenían dinero y parque: 500 mil pesos en plata acuñada, y otro tanto en “plata pasta" (lingotes o barras). Los cálculos del historiador Carlos Herrejón duplican la cifra y estiman en dos millones de pesos el total de plata y oro que llevaban consigo los insurgentes; además de armamento: tenían 29 cañones,  “18 tercios de municiones, 22 cajones de pólvora, cinco carros de municiones, dos guiones [estandartes], una bandera con la cruz de Borgoña".

Pero nadie estaba pensando, seriamente, en la necesidad de defenderse a la mitad del desierto.

PRISIONEROS Y REHENES. Elizondo se encontró con que los insurgentes llevaban como rehén al conde de San Pedro y San Pablo de Michoacán y tenían un prisionero de guerra, el  teniente general de las fuerzas realistas, Mariano Balleza. También había un grupo de clérigos a los que, en calidad de prisioneros y rebeldes, se envió a Durango.

Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez fueron transportados a Chihuahua, junto con sus colaboradores más cercanos, entre los que se contaba lo mismo el torero Agustín Marroquín, que actuaba de sicario y como jefe de la guardia personal del sacerdote caudillo, que el querido hermano del cura de Dolores, Mariano, que hacía las veces de tesorero y administrador de los dineros de los cuales se apoderaba el movimiento. En ese pequeño grupo que, al ir hacia Chihuahua, se dirigía a la muerte segura, estaba también un “pariente” de los Hidalgo, José Santos Villa, músico de oficio, que se había lanzado a la rebelión y que, a la hora de ser apresado, tenía grado de coronel. A todos los procesaron en Chihuahua, y un par de meses después, a partir de mayo de 1811, la mayor parte de ellos fueron fusilados.

Los mexicanos solemos poner placas en los sitios donde ha ocurrido algo relevante para nuestro pasado. Intentamos dejar huella de días memorables para que no se olviden. En Acatita de Baján, en un terreno que, por cierto, es propiedad privada, aún existe la columna que recuerda el sitio exacto donde aquellos primeros insurgentes fueron capturados. Como en Puente de Calderón, la suerte, que quería decir decisiones, errores, aciertos e irreflexiones, todo eso fusionado, había sido adversa y trágica.