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La terrible muerte del caricaturista Constantino Escalante

A ratos, sus trabajos todavía aparecen en el universo del ciberespacio. A ratos, las imágenes que de la época en que brilló como pocos en la prensa satírica vuelven a ser publicadas.

La terrible muerte del caricaturista Constantino Escalante

La terrible muerte del caricaturista Constantino Escalante

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

“¡Fue un vértigo, aquello pasó como espantosa pesadilla!”, escribiría después Hilarión Frías y Soto, amigo cercano de las víctimas. Todo ocurrió en un instante, y después, el dolor, el pánico, la agonía. La ciudad de México, entera, se estremeció no bien llegó a sus calles la noticia: Constantino Escalante, gloria de los caricaturistas de la República Restaurada, agonizaba, a causa de un accidente terrible ocurrido en el pueblo de San Ángel. ¿Y Carmen, que esposa? ¡Pobre mujer! Ella también estaba a las puertas de la muerte, y los esfuerzos de los médicos eran inútiles.

¡Pobre pareja! No fue la mano criminal la que segó la vida de Constantino y Carmen. Sobrevivieron a la guerra de Reforma, a la guerra de Intervención, y vivían la agitada existencia de los periodistas de la República Restaurada. Sortearon la represión y las persecuciones, conservadoras y monarquistas, pues a nadie le podía caber duda de que en el hogar del matrimonio Escalante se pensaba con ideas liberales, que iban a materializarse en el trabajo de Constantino: era periodista; más exactamente, era caricaturista, y caricaturista estrella, faltaba más.

OBERTURA A TODA ORQUESTA

En el momento en que la muerte los golpeó con su guadaña, Constantino era, en definitiva, el más brillante caricaturista del escenario capitalino, y sus trabajos, docenas de mexicanos podían encontrarlos en las páginas del periódico La Orquesta, “periódico omniscio, de buen humor y con caricaturas”, donde los aguijonazos se repartían por igual, y, en aquellos trágicos días de octubre de 1868, cuando el otoño empezaba a enseñorearse en el Valle de México, muchos de aquellos golpes que incomodaban a los hombres del poder político, pues estaban dirigidos a la fracción del gobierno juarista que bien podían identificarse bajo la influencia y las órdenes del ministro Sebastián Lerdo de Tejada.

Lerdo, a esas alturas, no disimulaba sus ambiciones: era ya tiempo que don Benito se retirara, que cediera el espacio, la presidencia, a aquellos que, tan capaces como él, habían ya hecho los suficientes méritos… eso, muy probablemente, pensaba el bueno de don Sebastián: solterón, y con la historia de sus fracasados amores chihuahuenses escondida en la más profunda entretela de su corazón, sólo tenía una pasión, la política; tenía una sola ambición: llegar, algún día, a la presidencia de la República. Con clara cercanía a los ministros Balcárcel, Mejía y Martínez Castro, se les identificaba como un grupo que hacía cuanto podía para irse construyendo el camino a la silla presidencial, por medio de la candidatura de don Sebastián. Ellos eran los clientes, las víctimas preferidas de La Orquesta, en esos días en que la muerte decidió llevarse Carmen y a Constantino.

Mucha incomodidad había causado uno de los trabajos recientes de Constantino, aquel titulado “Entre col y col lechuga”, donde se veía la cabeza de don Sebastián Lerdo cortada de la planta, que era la Suprema Corte de Justicia -una vía expedita para llegar a la presidencia- y, al lado, bien plantadita, otra col, que era la cabeza de Benito Juárez. Con malicia, Escalante había echado mano de un dicho popular en el México de aquellos días, empleado para dar a entender que se necesitaba un cambio en el gabinete.

Por cierto, La Orquesta veía como un importante candidato a algún ministerio, a uno de los integrantes de su equipo, nada menos que al legendario general Vicente Riva Palacio, héroe de la guerra de intervención, dramaturgo de éxito, periodista satírico de gran habilidad y, encima, autor de la inolvidable y popularísima “Mamá Carlota”.

Pero las aspiraciones de Riva Palacio, y con ellas las de La Orquesta, no se habían concretado, y el periódico empezó a cargarle las tintas a don Sebastián y a don Benito. El asunto se volvería un pleito abierto. Cinco meses después de aquella caricatura que tundía a Lerdo, Constantino Escalante y Carmen, su esposa, morirían.

Las tensiones políticas siguieron creciendo, pero el brillante caricaturista ya no estaba ahí para reflejarlas con su pluma y sus pinceles. Todo se había acabado en la estación de tren del pueblo de San Ángel, después de unos días amables, en los que todo había sido risas y brindis; después de un encuentro con los amigos cercanos que compartían aficiones y profesiones con Constantino. Un instante había sido suficiente para transformar aquella reunión cordial y bohemia en uno de los sucesos que más conmovieron a la élite política e intelectual de México en ese otoño de 1868.

LA MUERTE DIO UN EMPUJÓN

Constantino tenía apenas 32 años. Intensamente vividos, eso sí. Cuando andaba en sus veinte, se libraba la batalla por construir una constitución y un estado liberales. Vinculado con grupos masónicos, el joven Escalante se había mostrado como un convencido partidario de la Reforma. Magnífico dibujante, hábil retratista, competente pintor y hasta compositor, eligió quedarse en el mundo de la caricatura política. Había hecho sus primeras armas en una publicación llamada Mi Sombrero, y en otra con el nombre provocador de El Impolítico. Después iniciaría su romance con La Orquesta, y nunca saldría de allí.

Todo lo había soportado por su ideario liberal. Durante la invasión francesa había agarrado de “su puerquito” al orgulloso Elias Forey, primer comandante de las tropas galas. Desde luego que lo persiguieron. Lo fueron a atrapar hasta Pachuca, y lo trajeron encerrado en una jaula para animales de circo. El gesto petulante de los franceses fue muy mal visto, hasta por los conservadores mexicanos. Se armó un escándalo, y la “regencia” que se imaginaba resguardar el imperio que ofrecerían a Maximiliano, prefirió apagar el alboroto y lo liberó. Constantino volvió a publicar, por un rato, con un seudónimo, fingiendo ser un dibujante italiano. Pero el disimulo no era lo suyo y volvió a usar su nombre.

Caído el imperio, y restaurada la República, Escalante y sus compañeros de la Orquesta siguieron haciendo lo que sabían hacer: ser críticos, y nadie les tenia comprada la conciencia. No por ser liberales le iban a disculpar sus errores a don Benito y a su gabinete.

Y así iba pasando la vida. Así había transcurrido el año y tres meses desde el regreso de Juárez a la capital. Hay que decir que le tundían duro en la Orquesta, pero el presidente oaxaqueño jamás reprimió a la prensa: los años de la persecución habían terminado, y si bien al presidente podía no gustarle lo que dijera La Orquesta y muchos otros, jamás movió un dedo contra ellos.

Así, eran días de trabajo y buen ánimo, donde las tertulias eran estimulantes y alegres: una inyección de energía y de ideas para escritores y caricaturistas.

La causa de la tragedia de Carmen y Constantino fue, precisamente, una de esas reuniones.

Convocados estaban todos a pasar buenas horas en el pueblo de Tlalpan: respirarían aire bueno y sano, comerían a gusto y entre amigos. Constantino y Carmen abordaron el tren que corría de la ciudad de México a Tlalpan, donde era la reunión. Pero Carmen se quedó en San Ángel, de visita con unos parientes. Constantino se siguió a su compromiso, y por la tarde se reunirían en la estación de San Ángel. Juntos, volverían a casa.

Nunca llegaron.

Caía la tarde: el tren arrancaba, y Carmen quiso alcanzarlo, dando un salto al estribo. Pero, distraída, se estrelló contra uno de los postes que sostenían el techo de la estación. Confundida, perdió el equilibrio. ¡iba a caer entre las ruedas! Pero Constantino se abalanzó para salvarla. La muerte movió sus hilos: Escalante fue a caer sobre el riel.

Un clamor enorme se levantó en el andén: gritos de horror alertaron al conductor, que detuvo el vehículo. Pero el horror se enseñoreaba en la estación: Carmen tenía “roto el pecho”, según contaron después, y a Constantino le había pasado la rueda por el pie, fracturándoselo.

Sus amigos se aprestaron a auxiliar a la pareja. Los sacaron del andén, los llevaron a sitio seguro. El buenazo de Vicente Riva palacio, se fue a toda velocidad a la capital, para volver con un grupo de médicos, con la encomienda de salvar a sus pobres amigos.

Las decisiones fueron tremendas y terribles: había que amputarle la pierna a Constantino; Carmen estaba demasiado grave. El doctor Clement, prestigiado director del Hospital de Belén, hizo cuanto pudo, pero nada pudo contra la fatalidad: el muñón de Escalante empezó a gangrenarse y el paciente se deterioró. No habían pasado sino unas pocas horas, y Constantino moría.

Duro fue para sus amigos aquel golpe, y más triste aún porque Escalante falleció creyendo que había salvado a su esposa. Agonizante, alcanzó a decirles: “¡Perder la vida cuando iba a la mitad de ella…! ¡Solo un consuelo tengo, haber salvado a mi esposa….!”

Pero el pobre hombre se equivocó: Carmen se debatía entre la vida y la muerte, mientras en una enorme procesión laica Constantino era llevado hacia su tumba en el Panteón de San Fernando: políticos, militares, periodistas y escritores hicieron un muy largo cortejo para acompañarlo a ese sitio donde dormiría la eternidad. “El día ha sido triste para toda la ciudad”, escribió El Siglo Diez y Nueve, que dirigía Francisco Zarco, “y todos han sentido la pérdida irreparable que acaba de sufrir el país”.

Muchos de ellos, mientras caminaban, se preguntaban por el destino de la joven viuda de Escalante. A poco se enteraron, pues Carmen murió dos días después que Constantino. La sepultaron al lado de su esposo, mientras algún colega de la prensa auguraba: “los trabajos de Escalante harán inmortal su nombre…”

Tenía razón. Hoy, cada vez que hablamos de la combativa prensa decimonónica, aparecen los trabajos de aquel joven al que la muerte mató empujándolo a las vías de un tren.