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Las cartas de amor de Vicente Riva Palacio

Periodista audaz, capaz de hacer, “a toda orquesta”, críticas al presidente Juárez; poeta, dramaturgo muy aclamado en su tiempo, y autor de algunas de las novelas más leídas en la segunda mitad el siglo XIX, como “Calvario y Tabor”, “Monja y casada, virgen y mártir”, y “Martín Garatuza”, el general Riva Palacio era un hombre de fértil pluma que hizo sus primeras armas en una de las artes más delicadas: escribir misivas al ser amado.

Periodista audaz, capaz de hacer, “a toda orquesta”, críticas al presidente Juárez; poeta, dramaturgo muy aclamado en su tiempo, y autor de algunas de las novelas más leídas en la segunda mitad el siglo XIX, como “Calvario y Tabor”, “Monja y casada, virgen y mártir”, y “Martín Garatuza”, el general Riva Palacio era un hombre de fértil pluma que hizo sus primeras armas en una de las artes más delicadas: escribir misivas al ser amado.

Las cartas de amor de Vicente Riva Palacio

Las cartas de amor de Vicente Riva Palacio

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Ayer como hoy, por correo electrónico, whatsapp, papel especial, hoja de cuaderno, bolígrafo de a cinco pesos, pluma de ave afilada con navaja o pluma fuente, el escribir cartas de amor sigue siendo un reto para el que las produce y, generalmente, una inyección de alegría para quien las recibe. A lo largo de la historia, hombres y mujeres han escrito miles de páginas para confesar sus sentimientos y sus pasiones, esperando ser correspondidos.

Tal era el caso del joven estudiante de abogacía, Vicente Riva Palacio y Guerrero, alegre, impetuoso, con pluma suelta y la buena educación suficiente como para producir poemas y buenos textos. Era, dicho joven, hacia 1853, alegre y dicharachero. Tenía su buena dosis de joven acomodado, hijo primogénito del político Mariano Riva Palacio, que había sido gobernador del Estado de México. Tenía algo así como un linaje interesante en esos días, en que México no tenía ni cuarenta años de vida independiente. Su madre, Dolores, era la única hija del insurgente Vicente Guerrero, condición que, en algún momento posterior le valdría al joven Vicente, al que le gustaba que le llamaran “Riva”, recibir el apodo de “Nieto del Estado”.

Tenía el muchacho 21 años, apenas se asomaba a la mayoría de edad, cuando se enamoró por primera vez y para siempre. La muchacha que le había robado el corazón se llamaba María Josefa Bros y Villaseñor, Josefina, solían llamarle todos en casa. Era una muchachita de 15 años cuando Vicente la miró por primera vez, en la iglesia de Loreto. Se enamoró de inmediato. Buscó a la chica, se presentó. Se hizo simpático, agradable, hasta que Josefina empezó a mirarlo con ojos de interés. Su familia, adinerada y a la que algunas fuentes señalan como parte de la élite de Oaxaca, miró al joven con un punto de inquietud. De familia claramente liberal, los Riva Palacio tenían una interesante historia política. Don Mariano, el padre de Vicente, además de haber sido gobernador –responsable, indirectamente, de las becas que le cambiaron la vida al muchachito Ignacio Manuel Altamirano-, había rechazado puestos en las presidencias santaannistas. Épocas hubo que, para inquietud de la familia, don Mariano fue perseguido y alguna vez desterrado.

Pero los recelos de la familia, si es que fueron evidentes, no bastaron para ahuyentar al pretendiente, al que la jovencita, finalmente decidió corresponder.

Así empezó un noviazgo que duró tres años, y durante los cuales, Vicente, además de visitar con frecuencia a Josefina, y reunirse con ella en el balcón, y conversar de las mil y una pequeñas y grandes cosas de las que hablan los enamorados cuando nadie los escucha.

En aquel noviazgo, estaba presente, con mucha frecuencia, una tía de Josefina: Guadalupe Bros, hasta donde se sabe, una mujer muy rica, y muy cercana a la muchacha. En la medida que el noviazgo progresaba y se consolidaba, la tía Lupe se hizo una presencia muy frecuente, casi como si fuese tía, también, del pretendiente. Con los años se sabría que en las buenas y en las malas, en las largas temporadas en que la pareja estuvo separada, la tía Lupe estaba ahí, como apoyo constante para Josefina.

A Vicente y a Josefina no les bastaban las frecuentes visitas y encontrarse en los paseos de la capital. Durante tres años, Vicente y Josefina se escribieron apasionadas cartas, que eran el reflejo de su vida sentimental, de sus entusiasmos, de sus inseguridades, sus celos, sus peleas y sus reconciliaciones.

Así es como podemos asomarnos a esa historia de amor.

LAS CARTAS DE VICENTE. No conocemos las misivas que Josefina escribió en respuesta a la catarata que produjo Vicente Riva Palacio. Pero, si fue de un volumen similar, la pareja se escribió, a diario, durante todo su noviazgo.

El joven abogado, que en sus primeras cartas le pide a la muchacha que le llame “Riva”, despliega todo el poder de la pluma que años después se volverá aguda arma política. Por lo pronto, todo su empeño y su brillo son para Josefina.

Al enamorado, poco se le hace el tiempo que tiene para pasarlo con su novia, y no pierde oportunidad para encontrarla. A veces, se le hacía encontradizo en el Paseo de las Cadenas, en el Zócalo, a orillas del atrio de la Catedral. Las Cadenas, como se le conocía popularmente, era uno de esos sitios a donde los habitantes de la ciudad de México iban a pasear. Los Bros eran una de tantas familias que acudían, y, si allí se encontraban los novios, podían charlar un rato, bajo la mirada vigilante de los padres o la tía.

En ocasiones, las esperanzas de Vicente quedaban defraudadas cuando no encontraba ahí a Josefina. “Creía tener el gusto de verte en las Cadenas, alma de mi alma, pero nada, nada, Josefinita”, le escribió el 7 de mayo de 1854. “¿Cuándo te llevarán para que tengamos el inmenso placer de hablar de nuestro amor, en el mismo lugar en que se oyeron nuestros primeros juramentos, en la felicísima noche del 20 de abril de 1853?”

Por lo que cuentan las cartas, Vicente recurre a mil monerías y esfuerzos para que Josefina tenga permiso de estar un rato en el balcón y puedan conversar a gusto. Parecía que al apasionado pretendiente no le gustaba tanto el salón de la casa de su amada. Pero, lo que es notorio en las misivas es que, si podía, Riva Palacio se apersonaba cada noche ante la casa de los Bros, para saludar y decirle a su novia, aunque fuese un par de palabras. Cada vez que los estudios, la lejanía física o la lluvia impedían el cotidiano encuentro, al día siguiente la carta de Vicente rendía las explicaciones pertinentes para justificar su ausencia. Otras veces, Josefina salía de la ciudad con su familia, y Vicente aplicaba su ingenio para verla antes de la partida. “¿Cómo haremos para, antes de que te vayas, podamos salir en la noche para que te diga mi amor?”. Entraba el ingenio: “¡Oh! Dile a L[Lupe Bros]. Que vaya a casa de la Ch[ata] y entonces tendrá tan inmenso placer tu esposo que eternamente será tuyo, nada más tuyo”. Se entiende que, acompañando a la tía, iría Josefina y allí se encontraría con Vicente. Parece que la tía Lupe actuó muchas veces como cómplice de la pareja para facilitar las visitas.

Una palabra llama la atención en esta correspondencia. “Esposa”. Riva Palacio está convencido de que Josefina, que es su primer amor, está destinada a ser su compañera de vida. Para ella, Vicente es también su primer amor. En eso radica la fuerza de sus sentimientos. “veo que es muy cierto lo que tú me has dicho”, escribe Vicente. “que en el primer amor se ama mas… por eso nosotros nos amamos tanto, porque nuestras almas son vírgenes como la tierra donde jamás se ha sembrado y en donde la primera semilla que cae y crece y se desarrolla con proporciones gigantescas”

Iban y venían cartas, fotografías de uno y otra, un relicario que Vicente deseaba que Josefina llevara, después de que él lo tuvo colgado al cuello durante un año. Riva pedía a Josefina que en un círculo dibujado en un extremo de la hoja de la carta, depositara un beso que él disfrutaría inmensidades.

Alguna vez, Riva llegó a hacerle una petición que, mirada con los ojos de la época, no dejaba de ser un atrevimiento: quería que Josefina le regalase uno de sus botines. “Un botincito”, pedía el ardiente enamorado. “Quiero que me mandes un zapatito de los tuyos, pero ha de ser usado. Hermosa, no me lo niegues. ¡Oh, Dios mío! ¡Cómo he de besarlo, seré muy dichoso con que me lo mandes, y más si es un botincito, es mejor! Un botincito no sólo abraza tu piecito lindo, sino también tu bellísima piernita”.

Durante esos años de noviazgo, Vicente Riva Palacio soñó con el futuro, cuando Josefina y él se casaran: cómo vivirían, cómo sería la lujosa recámara que compartirían, cómo conversarían hasta el amanecer. Pero del mismo modo, a veces, y presa de los celos, el abogado que ya empezaba a hacer sus pininos en la poesía, podía ser grosero, seco y hasta brutal. Pero cuantas veces la pareja disputó, otras tantas se reconcilió.

La pareja, tras ese noviazgo lleno de emociones y de una intensidad epistolar enorme, se casó en julio de 1856, y envió a sus parientes y amistades el aviso de que, en adelante, los Riva Palacio y Bros tendrían su hogar en el número 7 de la calle de Tacuba. Su único hijo, Federico Vicente, nació en julio de 1857.

El matrimonio de Vicente y Josefina sobrevivió a todas las separaciones y lejanías derivadas de las muchas complicaciones políticas de las que el abogado-escritor fue partícipe, testigo y protagonista. Riva Palacio va adquiriendo el curriculum que lo convertirá en personaje de leyenda: de abogado a diputado suplente en el constituyente de 1856-1857; de diputado a periodista y dramaturgo muy exitoso cuando comenzaba la invasión francesa; de dramaturgo a guerrillero republicano con permiso del gobierno juarista, en el estado de Michoacán, estado del que fue gobernador por un breve periodo, y mientras marchaba hacia el sitio de Querétaro, su composición “Adiós, mamá Carlota”, publicado en su periódico de campaña “El Pito Real” se hacía famosísima en todo el país y se convertía en una de las canciones más características de los años de la guerra de intervención.

“VIDA DE SOLTERO". Riva Palacio formó parte de la generación de Porfirio Díaz, hombres que en el campo de batalla construyeron el prestigio político que le permitió exigir a Juárez su parte del poder. Pero no lo conseguirían sino hasta 1876. Riva fue en alguna época ministro de Fomento, sin descuidar su extensa obra literaria. Fue nombrado por Porfirio Díaz embajador en España, en 1886, en lo que algunos vieron una especie de exilio dorado, para evitar que un personaje conocido y popular se convirtiera, en algún momento, en un rival electoral. En todo ese camino, Josefina había sido una compañera discreta, constante. Si es cierto que la pasión fogosa ya se había apaciguado, fueron un matrimonio armonioso.

Pero a la hora de irse a Madrid, Vicente se fue solo. Josefina y su hijo se quedaron en México. En España, el general Riva Palacio, personaje casi de leyenda, se la pasaba de lo más bien. Tenía, además del trabajo diplomático, tertulia gastronómica, tertulia literaria, y se daba tiempo para odiarse a muerte con la célebre condesa Emilia Pardo Bazán, y requebrar a las jóvenes de la mejor sociedad madrileña.

Se la pasaba tan bien, que en una ocasión alguien le preguntó qué diría su esposa si se enterase que en España hacía vida de soltero. Agudo como siempre, Riva respondió que lo que dijera Josefina sería preferible a lo que opinase si hiciera vida de casado.

Pero en 1892, murió la tía Lupe, dejando a Josefina en una profunda tristeza. El general le pidió a su esposa que dejase todo y viajara a su lado, a Madrid. Pero Josefina, abatida, no quiso. La muerte de su gran apoyo la fue minando. Josefina murió un año después, a finales de 1893. Entonces, Vicente cruzó el mar, de vuelta a la patria, para acompañar a su gran amor a la tumba. Volvió a su encargo diplomático, y allí murió, en 1896. Pasaron décadas antes de que sus restos volvieran a tierra mexicana. De su gran pasión por Josefina, quedaron decenas de cartas, amorosas, esperanzadas, donde soñaba con la eternidad junto a la mujer de su vida.