Cultura

Las increíbles aventuras del asombroso Edgar Allan Poe, de Bernardo Esquinca

Fragmento tomado de la novela Las increíbles aventuras del asombroso Edgar Allan Poe.

Fragmento tomado de la novela Las increíbles aventuras del asombroso Edgar Allan Poe.

Las increíbles aventuras del asombroso Edgar Allan Poe, de Bernardo Esquinca

Las increíbles aventuras del asombroso Edgar Allan Poe, de Bernardo Esquinca

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy
(Fragmento)Nueva York, abril de 1837

—Usted me va a hacer millonario.

Edgar miró la frente de su interlocutor: era tan amplia como la suya, lo que le hizo preguntarse si esa incipiente calvicie era provocada por las mismas angustias que lo acosaban a él. Tras un análisis rápido de la vestimenta de aquel hombre, y de su robusta complexión, comprendió la verdad: estaba bien atendido. La escasez no formaba parte de su vida.

—Con muchas dificultades, reúno lo justo para alimentar a mi familia —respondió el escritor, con cierto enfado—. ¿Cómo espera que yo pueda enriquecerlo? El dinero me huye, como los sanos al sarampión.

Aunque el sol colgaba radiante del cielo, en el corazón de Edgar hacía tiempo que había oscurecido. A sus veintiocho años, las ojeras profundas eran reflejo de un alma perseguida sin tregua por la penuria. Tras varios y consecutivos fracasos, tanto literarios como laborales, acababa de trasladarse de Richmond a Nueva York en busca de la fama y la estabilidad que tanto anhelaba. Agotado, sin ninguna oferta a la vista, deambulaba con su traje raído e incontables veces remendado, por las calles de una ciudad sumida en su propia depresión económica.

Sin embargo, aún había espacio para el ingenio y los encuentros con personajes prometedores. Edgar era el responsable de un bulo publicado en el diario The Sun. La historia falsa, pero muy creíble, de un viaje trasatlántico en globo, hizo que el periódico aumentara sus ventas, y llamó la atención del empresario P. T. Barnum, quien ultimaba los detalles para la apertura de un museo­feria sobre la calle Broadway.

—Eso va a cambiar muy pronto —dijo Barnum. Las cejas espesas y oscuras hacían que sus ojos brillaran con intensidad—. Si unimos su ingenio con el mío, los dos conquistaremos la ciudad. Y luego el mundo.

Como de costumbre, el salón del Tobacco Emporium bullía de gente. La mayoría de las miradas se dirigían con frecuencia al mostrador, donde despachaba la joven Mary Rogers. Edgar no fue la excepción, y dejó que sus ojos se posaran sobre el rostro de la dependienta. Su cabello negro y su sonrisa misteriosa tenían cautivados a los habitantes de la ciudad, incluidos varios poetas, quienes le habían dedicado poemas en las páginas de los diarios. Todos tan ridículos como cursis, según la opinión del escritor.

—El aire huele a genialidad —dijo, pensando en voz alta—. Ahora resulta que todos nuestros poetas son Miltons.

Consciente de que aún no atraía el interés de su interlocutor, Barnum fue al grano:

—Le quiero ofrecer trabajo. Bien remunerado.

Todo alrededor de Edgar se esfumó. La Bella Cigarrera, como le llamaban en los periódicos, se eclipsó junto con el resto de las personas. Ahora sólo estaban el empresario y él. Al fin tenía lo que había estado buscando desde que llegó a la ciudad.

—¿A quién tengo que matar? —dijo, mientras su mano se posaba delicadamente sobre el pequeño cuchillo para la mantequilla.

Barnum soltó una sonora carcajada. Los clientes dejaron de mirar a Mary y dirigieron sus rostros hacia la mesa en la que conversaban aquellos hombres tan peculiares.

—Me agrada, Edgar. Usted y yo haremos un buen negocio. Lo presiento.

—Aún no me ha dicho de qué se trata.

El empresario sacó dos puros del bolsillo interior de su levita. Los había comprado en el mostrador de la tienda, mientras esperaba la llegada del escritor. También lo cautivaron los delicados modales de la Cigarrera, pero su mente estaba en otra parte, imaginando la marquesina del museo que llevaría su nombre.

—Todo a su tiempo —respondió—. Primero le pondremos fuego a estos puros, y después encenderemos las noches de Broadway.

La calle era un hervidero. Diversos carruajes iban y venían, con los choferes destacándose en el pescante; sus largos látigos colgaban hacia el suelo, como si intentaran coger algo de las alcantarillas. En las aceras, cubiertas de escupitajos y excrementos de caballo, las farolas de gas —apagadas a esa hora— se elevaban por encima del paso nervioso de los transeúntes, buscando tal vez un aire más respirable.

Barnum llevó del brazo al escritor hasta la entrada de su museo y le mostró la fachada. Decenas de trabajadores subidos en andamios se encargaban de colocar, alrededor de las más de cien ventanas del edifico, unas enormes pinturas ovales que representaban animales. Osos polares, jirafas, elefantes, águilas, leones, canguros. Un colorido zoológico que prometía increíbles aventuras en el interior.

—¿Puede usted comprenderlo, mi estimado escritor? Edgar estaba tan impresionado que se quedó sin palabras. No sólo eran las pinturas: también la hilera de banderas de distintos países que colgaba del techo, y la magnificencia del edifico. En verdad vaticinaba un imperio del entretenimiento.

—Toda la poesía que hay dentro —continuó el empresario— y que la gente desconoce. Usted tiene que vendérsela a los visitantes potenciales con su prodigiosa imaginación.

—¡Pero si esto se vende solo! —exclamó el escritor, saliendo de su pasmo.

—Aún le falta ver lo que hay dentro. No todo puede ser comprendido de inmediato por la gente. Tengo maravillas que desafían a las mentes más abiertas. Más de alguno podría definirlas como… monstruos.

El rostro de Edgar se iluminó. Sus ojos comenzaron a moverse, inquietos. Algo parecido al entusiasmo se insinuó en el brillo de sus pupilas.

—Monstruos —repitió—. Acudió usted al hombre indicado: nadie mejor que yo para comprenderlos.