Cultura

Las mujeres de la tormenta, de Celia del Palacio

Los gritos de los marinos y la algarabía de las gaviotas anunciaron la cercanía de la costa. Unas horas más tarde se vislumbraba desde la proa del viejo navío portugués el islote de San Juan de Ulúa entre la bruma.

Las mujeres de la tormenta, de Celia del Palacio

Las mujeres de la tormenta, de Celia del Palacio

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

(Fragmento)

I

Primera libreta el inicio

Septiembre de 1552

Los gritos de los marinos y la algarabía de las gaviotas anunciaron la cercanía de la costa. Unas horas más tarde se vislumbraba desde la proa del viejo navío portugués el islote de San Juan de Ulúa entre la bruma. El capitán de la carraca maniobraba con dificultad para llegar a puerto a fin de que la nave no quedara destrozada entre los arrecifes, siguiendo punto por punto al lanchón guía.

Era una labor compleja, dada la precaria profundidad de no más de cuatro brazas y la cercanía con el islote, al que se habría podido brincar desde la cubierta, así como la escasa maniobrabilidad de la nave. Sólo los expertos en el arte de marear se podían enorgullecer de haber logrado llegar hasta el puerto más importante de la Nueva España sin contratiempos.

Por fin, al mediodía la embarcación quedó asegurada con gruesas sogas en el muro de las argollas, junto a otras naos de la flota española que ya desalojaban las bodegas de sus preciosos cargamentos destinados a los mercados del nuevo reino.

Junto al navío, atados a las mismas argollas, estaban los galeones que custodiaban a la flota para resguardarla de los piratas. En su camino de regreso a España, las naos llevarían oro y plata para el rey, además de los productos del nuevo mundo: azúcar, cacao y tabaco, aves canoras de plumajes coloridos…, un mundo de sabores y olores que encontraba asiento en los vientres de los barcos que surcarían las aguas y desafiarían los peligros de la mar en el tornaviaje.

Apenas había unas cuantas casuchas en el islote, además del muro de las argollas: la Casa de las Mentiras, donde se alojaban los escasos españoles y los negros trabajadores en el tiempo de arribo de las flotas, el mesón donde descansaban los recién llegados, además de unas cabañas de madera que más parecían chozas de salvajes que casas donde viviera la gente. La torre de la capilla estaba en construcción y los negros del rey, incansables, hacían reparaciones al muro de las argollas, así como a la isla misma, que estaba en constante deterioro por la acción del oleaje sobre el coral; otros esclavos conducían las «chatas»: lanchones que habrían de llevar las mercancías río adentro, hasta Veracruz, a unas cuantas leguas de la isla.

Cuando la carraca quedó firmemente unida a la edificación, tanto por las amarras como por un ancla del lado de la tierra para evitar que se la llevara uno de los frecuentes nortes, comenzó la actividad de descarga. El navío no traía ni vino ni vinagre. Ni siquiera podía decirse que fuera a bajarse de él azogue para el beneficio de la plata, proveniente de las minas de Almaguer.

La recién anclada carraca Madredeus, con bandera portuguesa, traía a las costas de la Nueva España un cargamento triste: esclavos africanos destinados a la subasta, a la venta y distribución, hacinados en su espaciosa bodega. Viajaron con grilletes en los tobillos durante todo el trayecto desde las Canarias. Encadenados en grupos de seis, hombres, mujeres y niños fueron obligados a permanecer unos contra otros, para ocupar el menor espacio posible.

Al abrir la puerta, una brisa fresca con el olor de las mercaderías apiladas en el precario muelle inundó el oscuro bodegón y llenó a todos los prisioneros de deseos. Por el contrario, el tufo que salía de las entrañas de la nave resultaba insoportable para los que permanecían en cubierta: eran los desechos de casi seiscientas personas allí hacinadas y los cuerpos descompuestos de los que no habían sobrevivido, todavía encadenados, con las moscas saliendo y entrando de sus bocas abiertas. El espectáculo habría sido intolerable incluso para los captores, si no lo hubieran mantenido oculto en las tinieblas de aquel lóbrego recinto bajo la cubierta.

Uno de los marineros más atrevidos, un negro musculoso, ataviado con un pantalón de manta y un chaleco de brocado al uso de los moros, fue el único que se atrevió a entrar en aquel lugar abandonado por el cielo. Con un manojo de llaves que traía al cinto, abrió las cerraduras y candados de los prisioneros; cuando todos fueron liberados, les ordenó con malos modos abandonar la nave.

Los esclavos fueron saliendo de su lúgubre morada, medio ciegos, dando trompicones y apoyándose en la tapa de regala a duras penas. En cuanto se acostumbraron un poco más a la luz, fueron cruzando la cubierta bamboleante de la carraca, hasta bajar al muelle, donde enormes negros medio desnudos y cubiertos de sudor amontonaban odres de vino, de aceite y de vinagre, toneles de aguardiente, conservas, brea y los atados multicolores de textiles y cordobanes que habían viajado a través del océano en las naos de la flota y serían llevados a lomo de mula tierra adentro.

Allá iban los hombres y mujeres, desacostumbrados a la marcha después de las semanas de inmovilidad; los enfermos se apoyaban unos en otros para alcanzar una bocanada de aire salobre en la cubierta, y algunos, impacientes, atropellaban y se tropezaban a fin de ser los primeros en pisar la tierra americana.

El guardia los vigilaba con mirada acuciosa. Les gritaba que apuraran el paso, que no se detuvieran, que siguieran caminando hasta las chatas que esperaban para llevarlos a tierra. Unos comprendían, otros no, pero todos oían la voz de trueno, el chasquido del látigo sobre la madera de cubierta.

La mayoría de los recién llegados estaba a bordo de las chatas cuando salió Mwezi, que se había quedado rezagada. Era una joven que había dado a luz en el barco y traía a una pequeña, a la que había nombrado como ella, prendida de su pecho. Tenía las carnes firmes y la agilidad de una gacela. Su nombre significaba Luna. La habían llamado así por la manera en que la luz de la reina de la noche se reflejaba en su piel.

Como a muchos de los prisioneros, a ella la habían capturado los comerciantes bereberes enemigos de su pueblo —una pequeña aldea situada cerca de las costas de Guinea— después de la batalla en la que se había perdido todo. Sus padres habían muerto en la defensa, así como sus hermanos y su marido. A los sobrevivientes, sus captores los habían conducido atados en una larga marcha, para venderlos después en una feria a los esclavistas portugueses que los llevaron a Cabo Verde y luego a las Canarias.