Opinión

Ley de la selva

Ley de la selva

Ley de la selva

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

El orden social en México es un mito. La realidad es que vivimos en una convulsión permanente, como si la teoría de Hobbes adquiriera vida en nuestra sociedad: los mexicanos peleamos todos los días contra los mexicanos.

La violencia no es la excepción, es la regla de nuestra convivencia. Solemos pensar –eufemísticamente—que ella es obra de fuerzas sociales externas, alejadas de nosotros, como las llamadas mafias de narcotraficantes.

Eso no es verdad. Hace muchos años, al menos cuatro décadas, la violencia se convirtió en México en un hecho nuestro, en expresión ordinaria, cotidiana, de nuestra incivilidad, la incivilidad de los ciudadanos comunes y corrientes.

La barbarie no es algo externo, más bien está dentro de nosotros. Los actores de la violencia no son sólo los militares o los policías luchando con huestes de delincuentes profesionales, son también los ciudadanos que atacan a otros ciudadanos, que violan la ley, que destruyen propiedades públicas y privadas, que bloque vías de comunicación, que agreden miembros de su familia, que –so pretexto de que no son atendidos—incendian oficinas públicas, etc.

Basta el malestar de los vecinos de una colonia ante algún problema grave –de vialidad, de seguridad, de educación, de desacuerdos entre ellos, etc.-- para que se reúnan en asamblea y decidan hacerse escuchar mediante un acto de violencia, por ejemplo, obstruir el tráfico en el periférico.

Los militantes de izquierda (morenistas, petistas, perredistas, etc.) juzgan que el pueblo que protesta tiene derecho a cerrar calles, carreteras, vías ferroviarias, secuestrar a personas e, incluso, enfrentarse físicamente a la policía. No importa que se viole la ley. No importa que se atropelle la dignidad y los derechos humanos de los demás. Esos medios de luchas, para ellos, son válidos, legítimos.

Esos militantes argumentan: “Es que, si no recurren a esos medios, pues nadie los escucha”. La violencia es, pues, según ellos, un recurso desesperado de las masas populares que a través de su experiencia han aprendido que cuando se acude a procedimientos regulares las instituciones públicas no responden. Ergo, esas masas tienen derecho a atropellar el estado de derecho, único recurso que les queda para lograr sus objetivos. .

Lo que se proponen puede ser algo justo o algo injusto. ¿Quién decide si es una u otra cosa? Debería ser un juez, pero la violencia usualmente se impone sobre el orden jurídico y las demandas que exige cualquier comunidad se resuelve por medio de una negociación “a oscuritas” entre los insurrectos y las autoridades.

Es equívoco el comportamiento de las masas protestantes, pero igualmente lo es la conducta de las autoridades. Esta filosofía de la acción es la de la CNTE que, en grupo, secuestró durante horas al presidente de la república. Lo paradójico es que AMLO, el presidente secuestrado, ha sido el más notable educador de nuestra época en materia de subversión de la legalidad. “La justicia, dice, está por encima de la ley”.

El presidente ha enseñado que se vale utilizar el chantaje de la violencia para lograr lo que uno se propone. Sus enseñanzas, tristemente, han tenido eco en franjas extensas de nuestra sociedad. Incluso los narcotraficantes se sienten bendecidos por esta filosofía presidencial que no sólo induce a pasar por encima de las normas con propósitos pragmáticos o utilitarios, sino que les brinda una amplia justificación moral.