Opinión

Libertas, potestas, religio

Libertas, potestas, religio

Libertas, potestas, religio

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Estos “días de guardar” son propicio para hacer una pausa y reflexionar acerca de las distintas esferas en que transcurre nuestra vida cotidiana y ver qué lugar en ellas ocupa la espiritualidad.

Ya Hobbes (1588-1679) en el Leviatán (1651) había dividido su obra en tres grandes apartados libertas (economía), potestas (política), religio (religión). Esa fue la directriz para del mundo moderno: establecer la naturaleza y los límites de los tres poderes con base en los cuales se desenvuelve la existencia de las personas.

En el Medievo los tres poderes se habían confundido de tal manera que la Iglesia Católica se había inmiscuido, abiertamente, en asuntos políticos: se aliaba o enemistaba con determinados gobernantes; el Papa era un guerrero que salía a conquistar nuevos dominios; la degradación moral de la Iglesia Católica alcanzó su punto culminante con Rodrigo Borja (1431-1503) quien se convirtió en el Papa Alejandro VI (1492-1503). Este hombre, con la ayuda de sus hijos Juan, César, Lucrecia y Jofre, cometió toda clase de excesos, al grado que produjo el deslinde de diversas corrientes “protestantes”.

La fuente de legitimidad del poder político emanaba de la autoridad espiritual, hasta que el “iusnaturalismo” invirtió la ecuación: no es Dios quien da el poder, sino la libre y voluntaria aceptación del mandato político por parte de cada individuo. De esta forma se produjo la separación entre la Iglesia y el Estado.

Otro avance de la modernidad fue la “desamortización de los bienes del clero”. La Iglesia Católica tenía, además de un pie puesto en el poder político, el otro pie puesto en el poder económico. Era inmensamente rica; el status quo le era favorable. Así, junto con la autoridad civil bloqueaba el progreso económico.

Por el contrario, el liberalismo enarboló el principio laizzes faire, laizzes passer (dejar hacer, dejar pasar), la libre circulación de las mercancías. “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.” (Mateo 22: 15-21)

Hoy, más que nunca, debemos valorar ese legado de la democracia liberal: en el campo económico, la libre circulación de las mercancías (con la debida regulación y orientación por parte del Estado); en el campo cultural, la libre circulación de las ideas (la libertad de palabra, la libertad de expresión, la libertad de prensa, la libertad de culto, la lucha contra el fanatismo y la intolerancia); en el campo político, la libre competencia por el poder entre los partidos políticos en paridad de circunstancias y sin la intervención ni de la autoridad civil ni de la autoridad eclesiásticas para influir en la orientación del voto. Menos aún, admitir que la autoridad civil quiera inmiscuirse en los criterios establecidos por la autoridad electoral.

Un punto fundamental de la manera en que se construyó el mundo moderno es la unificación de los poderes dispersos: antes, propiamente dicho, no había una entidad integrada y compacta que pudiese imponer la paz en todo el territorio nacional (dominium) ni aplicar las leyes sobre todo los habitantes del país (imperium). Max Weber definió al Estado como “el monopolio de la violencia física legítima.” Eso es lo que debe hacer la autoridad pública en México.

Otra responsabilidad del gobernante es la de mantener unidos a los miembros de un país, no dividirlos. Para estar a tono con la temporada: “Todo reino dividido contra sí mismo es asolado, y toda ciudad o casa dividida contra sí misma no se mantiene en pie.” (Mateo 12:25). En contraste, las palabras y acciones del gobernante de México van en sentido contrario a este principio.

Immanuel Kant (1724-1804) distinguió la moralidad de la legalidad (La Metafísica de las Costumbres, Madrid, Tecnos, 2008). Dijo: de mis actos morales (internos) soy responsable frente a mi conciencia; de mis actos jurídicos (externos) soy responsable frente a los demás, es decir, frente a la autoridad pública.

Allí quedó trazada, con toda precisión, la línea que distingue al laicismo. Hasta antes de que Kant separara las dos instancias tanto la autoridad civil como la autoridad eclesiástica se inmiscuían y juzgaban las conciencias de las personas. Eso incluían castigos corporales como el confinamiento a las mazmorras, la tortura, el quemar vivos a hombres y mujeres por acusaciones sin fundamento (así procedía la Inquisición).

Hoy la autoridad civil debe ceñirse a sancionar las faltas contra la norma jurídica de los individuos, no a erigirse en autoridad moral; mucho menos pregonar un cierto tipo de conducta. Del mismo modo, la autoridad eclesiástica, con el consentimiento voluntario y conciente de sus fieles debe ver por las transgresiones a los preceptos de la fe, pero no imponer castigos físicos.

Regreso al principio: ¿puede haber religiosidad sin espiritualidad? La respuesta es sí. Y esa actitud fue criticada por Jesucristo llamándola fariseísmo: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!, porque sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera lucen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia.” (Mateo 23:27)

La pregunta subsecuente: ¿puede haber espiritualidad sin religiosidad? La respuesta es sí. Y es la que enseñó quien hace 1988 años murió crucificado en el Calvario.

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