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Lo que los terremotos se llevaron y las cicatrices que nos dejaron

Desde 1985, cada año es lo mismo: está oscuro aún cuando el presidente de la República, sea de la fuerza política que sea, sale de Palacio Nacional y encabeza una ceremonia luctuosa. La enorme bandera del Zócalo se iza a media asta, y millones de capitalinos recuerdan, por unos minutos, lo que cambió o lo que desapareció en la Ciudad de México; muchos piensan en los familiares o en los amigos que murieron. Pero hay otras marcas en la memoria: las de esas cosas que cambiaron en la vida diaria, que intentaba reconstruirse.

Desde 1985, cada año es lo mismo: está oscuro aún cuando el presidente de la República, sea de la fuerza política que sea, sale de Palacio Nacional y encabeza una ceremonia luctuosa. La enorme bandera del Zócalo se iza a media asta, y millones de capitalinos recuerdan, por unos minutos, lo que cambió o lo que desapareció en la Ciudad de México; muchos piensan en los familiares o en los amigos que murieron. Pero hay otras marcas en la memoria: las de esas cosas que cambiaron en la vida diaria, que intentaba reconstruirse.

Lo que los terremotos se llevaron y las cicatrices que nos dejaron

Lo que los terremotos se llevaron y las cicatrices que nos dejaron

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Hay periódicos, noticieros de radio y televisión que nacen muertos, condenados a no ser leídos, vistos o escuchados por nadie, porque en un instante, la realidad cambia y nada vuelve a ser igual. Sólo los muy tempraneros, o los que estaban en una redacción o en una de esas áreas de “síntesis informativa” de las oficinas gubernamentales, sabían que la muerte del escritor italiano Italo Calvino era nota relevante ese 19 de septiembre. Greta Garbo había cumplido 80 años la víspera, y sus retratos de cuando fue Ninotchka o Cristina de Suecia aún rebotaban en las secciones de espectáculos. Jesús Silva Herzog, secretario de Hacienda, había asegurado que la recuperación económica estaba en marcha y, si las cosas marchaban bien, a final del año la inflación se reduciría notoriamente a…60 por ciento.

Era jueves, ese 19 de septiembre, y aún resonaban los pescozones que numerosos articulistas le habían propinado al Jefe del Departamento del Distrito Federal, don Ramón Aguirre, al que, en términos generales, no se le consideraba un hombre de muchas luces: de él se contaba un chiste bobo, muy bobo, y reciclado, pero que le caía como anillo al dedo. Los burlones aseguraban que Aguirre había sido víctima de un atentado: le habían echado una enciclopedia en la cajuela de su auto. Pues el señor Aguirre había hablado de más semana y media antes. Exasperado por las abundantes críticas a su gestión y a los grandes problemas de la capital, que siempre parecen irresolubles, don Ramón había dicho, palabras más, palabras menos, que “el que no esté a gusto, puede irse de la ciudad”. El hombre llevaba más de una semana aguantando periodicazos cuyo argumento esencial era “Yo no me voy”.

Entonces, dieron las 7:19 de la mañana, en el reloj de la H. Steele de Avenida Juárez y Balderas; en el vertiginoso recuento de la hora exacta en la XEQK que llevaba décadas presionando a los que iban a la escuela o al trabajo.

Entonces cambiamos para siempre.

NO, NO ES UN SISMO. ES UN TERREMOTO. Llevamos 34 años mirando, como en una pesadilla reiterativa y masoquista, esos instantes del programa matutino Hoy Mismo, en los que Lourdes Guerrero, sustituyendo ese día a Guillermo Ochoa, le anuncia a su auditorio que está temblando “un poquitito”, y que son las 7 de la mañana con 19 minutos y 42 segundos. Quizá sea esa la imagen común que muchos mexicanos, capitalinos o no, compartimos. A partir de allí, la memoria de los terremotos de 1985 se descompone en millones de historias de búsquedas, de casualidades afortunadas y de desencuentros; de trayectos angustiados, de recuerdos que se quebraron cuando nuestra idea de los sismos cambió para siempre.

Primero, fue el estruendo. Extraños sonidos que nadie quiere volver a escuchar dominaron por unos instantes a la Ciudad de México, y a algunas entidades de la República. En algún punto de la capital, un padre o una madre sacó a sus hijos al patio de la casa, o abrazó a sus niños pequeños, o trató de salir con ellos del edificio, cuando se dio cuenta de que no era “un temblor más”; cuando cayó en la cuenta de que la frase que todo mundo solía repetir, “tranquilos, ya está pasando”, no servía de nada, porque no era un temblor como los que por décadas el país había experimentado.

En otros puntos del país y de la ciudad, ya no hubo tiempo para sacar o abrazar a nadie. Porque aquellos ruidos eran de los muros derrumbándose, de arrogantes torres desmoronándose. Esos sonidos se llevaban consigo parte de la forma en que habíamos vivido hasta entonces.

DEL ASOMBRO AL ESPANTO, Y DE REGRESO. Asombro, el de aquel oficinista que iba a su trabajo en la colonia de los Doctores y el terremoto lo encuentra a bordo de un camión, en el paso a desnivel de Fray Servando Teresa de Mier. Cuando todo parece volver a la calma, sólo hay silencio. Los autos arrancan, despacio, aún invadidos de desconcierto. Al salir del desnivel, del lado izquierdo ya no está una de las torres del Conjunto Pino Suárez. En su lugar hay una montaña de escombros.

Asombro, el de la familia que sale corriendo, en pijama, al estacionamiento del Edificio Nuevo León, en la Unidad Habitacional Tlatelolco. El padre, que trabaja en el turno nocturno del complejo entramado de sistemas de Bancomer, llega a casa con auto nuevo. Toca el timbre: “bajen a ver”. Y bajan. Son las 7 de la mañana. Ante sus ojos, 19 minutos después, el edificio, con su hogar, con sus vecinos de toda la vida, se derrumba.

Espanto, el de quienes ven cómo los edificios que siempre han estado ahí se derrumban frente a ellos. Espanto, el de quienes oyen crujir sus hogares y las puertas se traban o las cosas se caen. Espanto, el de miles de trabajadores que, a las 7 de la mañana ya se movían en las diversas líneas del Metro. Espanto, el de los padres de familia que habían dejado a sus hijos en las secundarias de la zona que sufrió el golpe sísmico.

En ese México de 1985, más que acostumbrado al teléfono; habituado a resolver incertidumbres con algunas llamadas precisas, el espanto inicial se convierte en angustia cuando todo mundo empieza a darse cuenta de que no hay energía eléctrica, de que falta agua porque algunas tuberías esenciales están rotas, porque todos los teléfonos de la capital están muertos y que las llamadas de larga distancia no pueden concretarse. La normalidad está quebrada, y poco a poco, a medida que transcurran las horas, terminará por desvanecerse.

En los puestos de periódicos, todas las ediciones se marchitan. Hojas muertas que irán a dar a la basura, en cuanto aparezcan los extras; de unas pocas hojas, con notas que los reporteros escriben aguantándose la adrenalina del miedo y que no son sino preliminares, pero que ya hablan de la desaparición de dos cafés indispensables en la historia de la ciudad: el del Hotel Regis y el del Superleche, lleno a esas horas de los más madrugadores del centro de la ciudad.

Es mediodía y las extras de los periódicos capitalinos empiezan a circular. Faltan teléfonos, es un mundo sin smartphones, sin internet. Jacobo Zabludovsky echa mano de un teléfono satelital para hacer una crónica de la destrucción, que se hará legendaria, aunque en ese 19 de septiembre no lo escucha buena parte del auditorio de la XEW, por donde logra sacar la señal. Y no lo escuchan ni lo ven porque la mitad de Televisa Chapultepec se derrumbó y porque en muchos hogares no hay energía eléctrica.

Esa mañana de septiembre, mucha gente, sin saber bien a bien cómo, intenta moverse por la ciudad. A falta de líneas telefónicas, y con el Metro cerrado porque está en revisión urgente, los camiones se vuelven el único recurso para saber si los abuelos, si los hermanos, si los amigos están bien. En la confusión inicial, algo queda claro: los autobuses públicos son gratuitos hasta nuevo aviso. Cuando Telmex empiece a rehacerse, anunciará que los teléfonos públicos, que funcionaban con moneda, son gratuitos también. Se acabaron los referentes para que a los mexicanos les “cayera el veinte”, o el peso, que en los años 80 ya costaba una llamada.

Cada nuevo descubrimiento le agrega datos al recuento de lo que, ya sabe todo el país, es una tragedia. El que puso el título principal en el extra del periódico Ovaciones, sintetiza en una exclamación la mezcla de miedo y de azoro que invade a la gente: “¡Oh, Dios!”.