Opinión

Los charros que querían ir a combatir contra los nazis

Los charros que querían ir a combatir contra los nazis

Los charros que querían ir a combatir contra los nazis

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

En aquellos agitados días de mediados de 19423, cuando México acababa de declarar la guerra a los países del Eje Berlín-Roma-Tokio, parecía que todo podía suceder. Por un lado, el exaltado patriotismo, y por otro, la indignación colectiva, que exigía vengar con sangre el hundimiento de los petroleros “Potrero del Llano” y del “Faja de Oro”, proliferó la incertidumbre, y la inquietud acerca del futuro inmediato. No faltaron quienes, resueltos, estaban dispuestos a ir hasta el fin del mundo, si de enfrentarse a los agresores alemanes se trataba.

Pues sí: México estaba en guerra. Después de varios años de mantenerse en un complejo equilibro, que le permitía mantenerse en buenos términos con Estados Unidos, y, por otro lado, venderle a Italia y a Alemania el petróleo que después de la expropiación cardenista, los clientes estadunidenses y británicos ninguneaban, la presión había llegado a un grado extremo. El ataque a dos barcos petroleros de bandera mexicana – el “Potrero del llano” y el “Faja de Oro”- habían llevado al gobierno mexicano a la decisión final de declarar la guerra a los países del Eje. Desde luego, se integraba, como hicieron los otros países de América Latina, al bloque Aliado.

Pero no era sencillo contener el bullicio doméstico, el alboroto nacional que la nueva situación generaba. No solamente se trata de aprender a vivir la vida cotidiana con las restricciones y las precauciones necesarias, pues no se sabía si, cualquier día, las fuerzas alemanas, japonesas o italianas irían más allá de hundir un barco en las aguas del Golfo de México. También era un reto inevitable, e interesante, encausar el entusiasmo, el ardor patriótico de los miles de hombres que deseaban “ir a la guerra” y vengar las agresiones recibidas. La verdad es que, si aquellos entusiastas mexicanos se hubieran enterado de que los barcos hundidos eran de origen italiano, y que se habían incautado por adeudos, no les habría importado mayormente, y seguirían exigiendo que se les permitiera cobrar la afrenta en el campo de batalla. La germanofilia de otros tiempos, que aparecía en diversos espacios de la vida nacional, y que en algún momento parecía un gesto de simpatía perfectamente normal -las comunidades alemanas habían sido solidarias y simpatizantes del proyecto liberal durante el agitado siglo XIX mexicano, era ahora un asunto para desconfiar.

La Secretaría de Gobernación y el Servicio Secreto trabajaron para detectar la contrapropaganda que criticaba la alianza con Estados Unidos y el discurso de la unidad nacional, y que más allá de las fronteras, se promovía como hermandad entre todas las naciones americanas. Aquella vigilancia llegó a grado tal que un equipo de ancianos impresores, empleados de los Talleres Gráficos de la Nación, bien conducidos, lograron localizar, a partir de su conocimiento técnico, la imprenta exacta donde algún crítico embozado estaba produciendo su propaganda contra el gran Aliado del norte de América.

Pero al mismo tiempo, el gobierno federal intentaba ponerle cauces al ansia colectiva de entrar en batalla: los mensajes del presidente Ávila Camacho eran muy claros: la participación mexicana en la guerra no consistiría en enviar miles de hombres a los frentes. “Nuestra lucha no se hará en las trincheras”, subrayó en algún momento, “sino en las fábricas y en los surcos”.

Pero al mismo tiempo, Ávila Camacho instituyó el Servicio Militar Obligatorio: el primer día se aparecieron unos cuantos interesados en registrarse; al poco tiempo eran cientos los que hacían fila. En los oídos de muchos de ellos resonaba la voz del presidente, en aquel mensaje en que se declaraba la guerra: “cada uno de los hijos de México cumplirá con su deber”.

Así fue cuando, de repente, aparecieron los charros.

Charros guerrilleros, nada menos.

SÍ: CHARROS CONTRA NAZIS

El rescate de esta insólita historia, en 2014, hizo que brotara el lugar común: charros contra nazis, jugando con el título, curioso, de una película del cineasta Juan Orol, de 1948: “Gangsters contra charros”. En realidad, el redescubrimiento de la Legión de Guerrilleros Mexicanos habla no solo de una agrupación que pretendió tener parte en la compleja vida pública de esos días; también reflejaba la forma en que el charro mexicano se había ido convirtiendo en uno de los símbolos esenciales del México que se había ido construyendo con los gobiernos posrevolucionarios.

En tiempos de Álvaro Obregón, y al calor de la conmemoración del centenario de la consumación de la independencia, los festejos se promovieron como enteramente dedicados “al pueblo”, para hacer la distinción con las Fiestas del Centenario, que todavía daban de qué hablar en 1921: entonces se puso de moda vestirse como china poblana para asistir a aquellas celebraciones que presumían de populares. Si había chinas poblanas, los charros eran también no sólo revalorados, sino exaltados como encarnaciones de la identidad nacional.

Precisamente, en 1921, y en ese contexto de revaloración, se formó la primera asociación de charros de México. A la vuelta de una década, fue el presidente Pascual Ortiz Rubio quien decidió que el 14 de septiembre sería el Día del Charro y generó un decreto según el cual, el traje de charro es “símbolo de la mexicanidad”.

A partir de la promulgación de la Ley del Deporte, en la gestión de Abelardo L. Rodríguez, la charrería ganó terreno y presencia pública, pues se le consideró el “deporte nacional”. Fue Rodríguez quien confirmó la fecha del Día del Charro.

Así, ser charro o ejercer el arte-deporte de la charrería, en aquella primera mitad del siglo XX estaba rodeado de una cierta aura de prestigio y patriotismo.

Por eso, y a la distancia, resulta muy lógico que un hombre con prestigio, antiguo villista, buen jinete, varias veces diputado y presidente en funciones de la Asociación Nacional de Charros, como era Antolín Jiménez, resolviera, en su fuero interno, que era interesante, y probablemente muy rentable políticamente, armar un cuerpo de combatientes de perfil inusual, pero no descabellado con todos los antecedentes de revaloración de la charrería y los charros, y que por el solo hecho de ser charros, ya tenían andada la mitad del camino en materia de imagen pública. Le parecía a Jiménez que tampoco era mala idea contar con una fuerza organizada que pudiera ofrecer resistencia en caso de un sorpresivo ataque nazi.

Así nació la Legión de Guerrilleros Mexicanos. Como líder de la Asociación Nacional de Charros, Antolín Jiménez convocó a todas las asociaciones charras del país para que se organizaran en pequeños grupos y se sumaran a la Legión.

Evidentemente, era un proyecto que podía acarrear mucha popularidad al gobierno federal: ¡contar, nada menos, que con un cuerpo de combatientes de entre lo mejor de la charrería mexicana! Tan buena idea le pareció a Manuel Ávila Camacho, que no sólo aprobó la idea; hizo que la Secretaría de la Defensa diera entrenamiento, los domingos, a los guerrilleros.

Se empezó a hablar de ellos en la prensa hacia agosto de 1942, tres meses después de la declaratoria de guerra. Los reporteros empezaron a seguirlos; hablaban de sus entrenamientos y de las comilonas con barbacoa que organizaban después de sus prácticas.

Pretendía Antolín Jiménez que el 16 de septiembre de 1842, el presidente Ávila Camacho abanderara a la legión en el Zócalo. Se decía que ya era mil 500 charros los que conformaban la Legión, y estaban dispuestos a movilizarse hacia donde se les indicara, y estaban ubicados en 250 puntos del territorio nacional, listos ante cualquier eventualidad.

Pero ni Ávila Camacho los abanderó en septiembre de 1942, ni viajaron a combatir en ninguna parte. Aunque había quienes lo tomaran en serio, otros miraron el proyecto como una curiosidad. Eso explica que, cuando uno busca en las hemerotecas la historia de estos charros con pretensiones de soldados, sean más bien habitantes de las secciones deportivas de los diarios.

La Legión tuvo malas relaciones con la poderosa Confederación de los Trabajadores de México, la CTM: fue la organización obrera la que les ganó el turno de abanderamiento en el Zócalo, y los charros se tuvieron que conformar con una ceremonia, el primer día de mayo de 1943. También culparon a la CTM de un atentado a balazos, perpetrado contra el secretario general de la Legión. Desfilaron el 20 de noviembre de aquel año, y saludaron al presidente. Pero nunca marcharon hacia alguno de los frentes de la guerra mundial. Como no hubo ataques en territorio mexicano, provenientes de alguno de los países del Eje, tampoco entraron en acción dentro de nuestro país. Pero se habían ganado a pulso un nuevo ribete de prestigio. En 1945, el presidente Ávila Camacho hizo una nueva declaratoria: la charrería era EL deporte nacional, por si a alguien le quedara alguna duda.