Opinión

Los ecos de la Revolución Francesa llevaron a la Inquisición a perseguir médicos en la Nueva España

Los ecos de la Revolución Francesa llevaron a la Inquisición a perseguir médicos en la Nueva España

Los ecos de la Revolución Francesa llevaron a la Inquisición a perseguir médicos en la Nueva España

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

"Cosas de franceses". En muchas ocasiones, a fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX, una expresión así podía ser muy peligrosa, particularmente si llegaba a oídos de la Inquisición. Eran años en que, en la Nueva España, y por diversas razones, varios médicos nacidos y formados en Francia, se habían establecido en el reino, y algunos de ellos eran conocidos por el buen ejercicio de su arte.

Sin embargo, todos sus méritos carecían de importancia a los ojos del Santo Oficio, más preocupados por lo que decían y hacían en el mundo de la vida diaria.

Si la burocracia inquisitorial no hubiera sido tan acuciosa, no conoceríamos, en el siglo XXI, la historia de estos médicos europeos, algunos de ellos establecidos en la Ciudad de México, y otros en algunas otras poblaciones del reino. Repasando sus procesos, es posible ver que los perseguidos eran muy dados a criticar o descalificar algunas de las costumbres añejas de los novohispanos, dados a pretender curar a los enfermos a base de oraciones, de encomendarlos en la misa cotidiana o aferrarse a su fe para las mil pequeñas cosas de la vida. Allá en Francia, los hombres parecían ser un poco más libres.

LOS PERSEGUIDOS Y LAS ACUSACIONES. El doctor don Juan Mayoli no era francés, sino italiano. Ejercía su profesión de médico en la ciudad yucateca de Valladolid, y además era catedrático de Medicina. A él lo acusó, en abril de 1738, una viuda llamada Petronila de Heredia, pues habiendo acudido a él para que sanase a su hermana, el médico, apodado El Romano, le recetó un jarabe y que “se acordara de la muerte y la pasión de Cristo". Lo que no le gustó a doña Petronila fue que el doctor Mayoli le dijera que no era necesario que rezara el rosario.

Ofendida, doña Petronila lo denunció. Como en el Santo Oficio ya existía otra queja contra el doctor Mayoli, hecha tres meses atrás, y según la cual ni iba a misa, ni se confesaba ni comulgaba. Se descubrió que Mayoli tenía fama de extravagante y de loco; que solía acudir a la primera consulta y recetar con sapiencia y corrección, pero que después la cabeza se le embrollaba. Cierto, ni comulgaba ni iba a misa, pero cuantos le conocían coincidieron en que era hombre piadoso al que con frecuencia veían orando.

La indagación del Santo Oficio demostró que el médico estaba profundamente afectado porque su único hijo había entrado en la orden franciscana y se había retirado a un convento de Mérida. Como el caso parecía, más bien la tragedia de un padre abatido, la Inquisición lo dejó en paz.

Otros no tuvieron tanta suerte. Estaban cuerdos, de hecho, muy cuerdos, y por sus firmes ideas acerca de la religión tuvieron grandes problemas. Tal es el caso del doctor Charles o Carlos Loret, cuyo proceso se encuentra en el volumen 1008 del ramo Inquisición del Archivo General de la Nación.

El doctor Loret, radicado en Xalapa, fue denunciado en septiembre de 1764 por el misionero fray José García. El médico, hombre joven, tenía entre sus pertenencias “libros prohibidos”, que hablaban de la reforma religiosa ocurrida en Inglaterra, textos de autores tenidos por herejes, y algunas obras de Maquiavelo. Fray José declaró que intentó explicar al médico que esos libros estaban prohibidos y debía manifestarlos al Santo Oficio. Loret respondió con arrogancia: la Inquisición no tenía por qué prohibirle la posesión de aquellos libros.

Por si fuera poco, Loret hablaba con frecuencia de los protestantes de Francia y de Inglaterra, los elogiaba y defendía, y esa actitud la extendía a los francmasones. Como no era la primera vez que llegaban estos comportamientos a oídos del Tribunal, el comisario del Santo Oficio apuntó que, probablemente, Loret “estaba acostumbrado a la libertad que existía en su patria y en Inglaterra”. Otros testimonios afirmaban que el médico calificaba a los católicos de “idólatras idiotas”, y era escéptico del Catecismo y de la Iglesia.

Considerado un caso grave, el tribunal ahondó en la investigación. Se tardó un año, pero obtuvo 15 testimonios más que coincidían con las denuncias. Carlos Loret fue aprehendido en febrero de 1766, y sus bienes fueron confiscados. De nada le valió su buena fama de médico, certificado por el Protomedicato de Xalapa, y fue a dar a la cárcel inquisitorial. Tuvo, afortunadamente, una defensa hábil, que recaudó numerosos testimonios de que era un médico bueno y caritativo con los pobres, y que detectó que uno de los denunciantes aspiraba a la mano de la mujer con la que Loret iba a casarse. Mientras, el médico insistía en su inocencia, y negaba la posesión de libros prohibidos. Un testigo afirmó que, siendo un hombre joven, de unos 28 años, argumentaba con ligereza en las discusiones “sólo por la gloria” de tener la razón, y eso le valió salir de la cárcel.

Cuando una defensa era buena y juntaba importantes testimonios, el enjuiciado podía escapar de las garras de la Inquisición, como ocurrió al doctor Juan Langouran, también francés, denunciado por afirmar que la fornicación no era pecado, y que podía realizarse sin matrimonio de por medio. También aseguraba que las calamidades como pestes y huracanes no venían de Dios, sino que eran fenómenos naturales. Langouran, que había residido en diferentes puntos de lo que hoy es Centroamérica, fue apresado en Tegucigalpa y traído a juicio a la Ciudad de México. Como además se le acusó de celebrar la muerte del rey de Francia, se le declaró hereje, luterano y apóstata, reo de excomunión mayor, condenado a penitencia pública. Después de pasar dos años en un convento queretano, fue desterrado de América.

Un caso trágico fue el del médico Esteban Morel, denunciado también por hereje, rebelde a las leyes de los príncipes y partidario de las ideas de la Revolución Francesa.

Morel fue denunciado, originalmente, por decir que no había que agradecer a Dios por las adversidades, y que castigar a los herejes le parecía un acto contra la humanidad. En su caso, como en los otros, muchos testigos aseguraban que los franceses estaban habituados a hablar con “demasiada libertad”. Se sucedieron los testigos: hablaron de que tenía una concubina, de que los novohispanos se empeñaban en sacramentar a cualquiera que tuviera una leve fiebre, de que la fornicación no era pecado, de que poseía un tratado de química prohibido y que era entusiasta de las máximas de la revolución que había derrocado a Luis XVI.

Interrogado, Morel se defendió cuanto pudo, y confesó haber leído los trabajos del conde de Buffon, ignorando que estaba prohibido. Tal vez intuyó que la desgracia era inevitable. Las denuncias habían empezado en 1781 y se fueron acumulando. Morel fue apresado en 1794, con 130 cargos en su contra.

La desesperación abrumó al médico. Sólo alcanzó a defenderse de 22 cargos, a principios de febrero de 1794. Pidió la suspensión del interrogatorio, argumentando estar agotado. Días después, cuando bajaron el desayuno a las celdas inquisitoriales, los vigilantes se dieron cuenta de que Morel había atrancado la puerta.

Cuando lograron entrar, hallaron al médico bañado en sangre: con las espabiladeras, las tijeras que se empleaban para cortar el pabilo de las velas, Morel se había abierto la arteria carótida. Avisaron al tribunal, y bajaron corriendo tres sacerdotes, que, mientras la sangre escurría y bañaba al reo, se empeñaban en que el médico se confesara. La absurda situación duró más de una hora. Cuando finalmente los sacerdotes lo absolvieron, entraron un médico y dos cirujanos, que procedieron a vendar la profunda herida del cuello.

Pero era tarde. Esteban Morel había muerto desangrado. A la causa se agregó el cargo de suicida. En junio de 1795 fue declarado culpable de herejía y suicidio, y en efigie, apareció en un auto de fe, por las calles de la Ciudad de México. Toda la ciencia médica de aquel francés fue ignorada por la Inquisición, aunque era un pionero: Morel había sido el introductor del proceso de inoculación para prevenir la viruela, más de cinco años antes de la llegada del doctor Balmis.

No hay, en la colonia Doctores de la capital, una calle que lo recuerde.

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Los archivos inquisitoriales de los médicos juzgados en el siglo XVIII no mencionan que hayan sido torturados. Pero eso no era importante: un procesado por el Santo Oficio era castigado, de entrada, con la confiscación de sus posesiones.