Opinión

Los médicos porfirianos y el combate a la criminalidad

Los médicos porfirianos y el combate a la criminalidad

Los médicos porfirianos y el combate a la criminalidad

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

No podía ser menos el México de don Porfirio. El mundo cambiaba que era una barbaridad, y, desde luego, el combate al crimen tenía que abordarse con los nuevos instrumentos que la ciencia proporcionaba. Ese era el argumento esencial que animaba las discusiones que, sobre el tema, sostenían los médicos formados en el espíritu posit?ivista de la Escuela Nacional Preparatoria. Hicieron suyos los trabajos y las propuestas que especialistas connotados de otros países formularon al paso de los años, y con ese bagaje empezaron a moverse en el oscuro y maloliente mundo de la delincuencia nacional.

¿Cómo entender a los ladrones, a los estafadores, a los asesinos? ¿Dónde estaba el origen de sus conductas? Los críticos del positivismo echaban por delante el argumento del libre albedrío: los seres humanos podían distinguir entre el bien y el mal, y por lo tanto podían decidir por dónde llevar sus vidas. Si caminaban por los senderos del delito, estaría rompiendo, a sabiendas, las reglas de la vida en sociedad, y no deberían de sorprenderse cuando, más temprano que tarde, esa misma sociedad los castigara. Para eso fue que nacieron instituciones modernas, como la Penitenciaría de Lecumberri.

Pero en las raíces del crimen había muchas posibilidades. Había quienes explicaban las conductas ilegales por cuestiones sociales o económicas. También se consideró muy seriamente la posibilidad de que la causa de la conducta criminal estuviera en el organismo del delincuente. El italiano César Lombroso era famoso internacionalmente: sus trabajos antropológicos sostenían que el infractor cometía faltas, mayores o menores a causa de anomalías o disfunciones en su organismo.

Muchos médicos que, aparte de su práctica profesional, tuvieron posiciones en el aparato político porfiriano, se interesaron por ese mundo. Algunos escribieron libros que pretendían aportar al derecho penal o a una disciplina que estaba en verdaderos pañales: la criminología.

PULQUE Y CRIMEN. Algunos de esos médicos son conocidos porque sus nombres están en la nomenclatura de las calles de la ciudad de México, pero algunas de sus actividades resultan mucho más emocionantes: el doctor Rafael Lavista, con su colega Roque Macouzet, hizo investigaciones para mostrar cómo uno de los grandes vicios porfirianos, el alcoholismo, y más específicamente, el consumo de pulque, en cantidades excesivas, era motor de la conducta criminal. Habían pasado ya los tiempos en que todas las clases sociales consumían la bebida, y el pulque era consumido por los pobres, por los desharrapados, por los marginados.

Los médicos aseguraban que el consumidor de pulque podía atravesar varias etapas de conducta:” excitación, ambulatorio impulsivo y comatoso”: al beber pulque, el individuo se volvía irritable y podía emprender riñas feroces, que a menudo terminaban en asesinatos. Otro médico, Rafael Serrano, decía que aquellos pleitos que terminaban con un contrincante en la inspección de policía y con el otro en el panteón, se disparaban “con una mirada, con una sonrisa, y muchas veces, aún verdaderas alucinaciones de la vista y el oído”. El conocido “¿Qué me ves?”, o una mirada mal interpretada, o un empujón accidental en la usualmente atestada pulquería, terminaban así en tragedia. Era lo que el doctor Serrano llamó “el sueño de la embriaguez”. Un ejemplo de esa conducta, según estos criterios, era el desdichado Arnulfo Arroyo, que en desgracia y pobreza, y con una borrachera atroz encima, había atentado contra don Porfirio en 1897.

Porque era el pulque, aseguraban los médicos, mucho más dañino que cualquier otra bebida alcohólica. Y como el pulque era la bebida de la gente más humilde, resultaba una conclusión estremecedora —y falsa—: solamente los más pobres podían convertirse en delincuentes o en homicidas.

EL MAL ESTÁ EN EL CRÁNEO, EN EL ROSTRO, EN LA ENFERMEDAD. Lo que se salía de “lo normal" podía ser una explicación de la criminalidad. Hacia 1882, el médico Eduardo Corral aseguraba que los aquejados de epilepsia sufrían “impulsiones perversas o criminales"; y una crisis convulsiva podía “degenerar" sus capacidades afectivas y sus juicios morales. Un epiléptico se podía convertir en homicida, tenía tendencia a provocar incendios, a lesionar a los que le rodeaban o cometer suicidio. Todas esas conductas, aseguraba el doctor Corral, eran impulsos, actos impremeditados, y peor aún, no tenían elección: la epilepsia los empujaba hacia el mal. Con los criterios actuales, juicios como este suenan muy poco científicos —es más, no son nada científicos— pero a fines del siglo XIX en nuestro país, eran considerados trabajos muy serios.

Los primeros trabajos de antropología criminal atrajeron a médicos, policías y abogados mexicanos. La idea principal de estos trabajos, que fueron muy populares en alguna época en cuanto a los métodos de investigación, aplicados por policías y detectives, consistía en que los criminales, en sus características físicas, eran “diferentes” de los ciudadanos honrados.

En México, las teorías de César Lombroso fueron muy populares a fines del siglo XIX y principios del siglo XX, y se reflejaron en la forma en que se investigaban los crímenes de la época. Se llegaron a establecer en las cárceles gabinetes de antropología criminal. Ahí se recolectaban los datos del delincuente, se le fotografiaba y se analizaba la forma de su cabeza, de su nariz, su estatura y la amplitud de su tórax. Después, les hacían un interrogatorio psicológico y se interesaban por sus antecedentes de salud.

Dos médicos mexicanos se hicieron famosos por esos trabajos de inspiración lombrosiana. Se llamaban Francisco Martínez Baca y Manuel Vergara. Juntos escribieron sus “Estudios de Antropología Criminal”, que se hizo muy famoso, fue traducido a varios idiomas e, incluso, representó a México en la Exposición Internacional de Chicago de 1894.

Martínez Baca y Vergara aseguraron que muchos de los criminales estudiados por ellos habían padecido meningitis o “congestión cerebral”. En cuanto a la forma de sus cabezas, tenían “cuatro circunvalaciones frontales en vez de tres”. La suma de esos factores, aseguraban era una “degeneración moral”. Es decir, los criminales eran criminales por una afección cerebral.

Lo que en aquellos años fue considerado un aporte relevante en las investigaciones para identificar a los criminales, hoy sería de una incorrección política brutal, porque las narices torcidas, o asimétricas, o las orejas en forma de asa, o los ojos pequeños, o los pómulos afilados, o el tipo indígena, eran rasgos asociados a la conducta delincuencial.

Martínez Baca fue más allá: en 1899 publicó un estudio acerca de los tatuajes. En coincidencia con trabajos europeos sobre el tema, aseguraba que, en “una proporción considerable”, los tatuajes aparecían en las conductas de los criminales, y eran prácticamente inexistentes en los “hombres honrados”. Sostenía el médico que los delincuentes tenían mayor tolerancia al dolor físico, y que ese rasgo les “facilitaba” tatuarse, cosa que no haría un ciudadano respetable. En cuanto a las mujeres, afirmaba, solamente las mujeres dedicadas a la prostitución, del rango más bajo, solían tatuarse lunares en la cara, o, cuando mucho,”las iniciales de sus amantes”.

Por descabellados que hoy puedan parecernos algunas de estas investigaciones, sustentaron las investigaciones policiacas de fines del siglo XIX y principios del siglo XX. Uno de nuestros primeros criminólogos, Carlos Roumagnac, investigó docenas de casos de asesinos de mujeres —entre ellos el famoso Chalequero— con estos criterios. Poco a poco, la criminalística encontró mejores sustentos científicos, dejando atrás la criminalización por la apariencia y por los prejuicios de clase.

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