Opinión

Manual del populismo

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Manual del populismo

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Uno de los más reconocidos estudiosos del populismo, Cas Mudde, ha señalado que los partidos y los líderes populistas, cuando logran la mayoría en el Parlamento y el control del Poder Ejecutivo, usan los mecanismos constitucionales de manera oportunista. (“Are populist friends or foes of Constitucionalism?”, The Foundations of Law, 2013). Ese oportunismo echa mano de la expresión “nosotros el pueblo” (we the people) como si ellos, los populistas, fueran los representantes exclusivos de la nación. No toman en consideración a las minorías; tampoco la diversidad social e ideológica que distingue a cualquier país democrático.

No sólo Mudde, sino otros muchos estudiosos del populismo echan mano del concepto pars-pro-toto—que es un vocablo proveniente del latín cuyo significado es “una parte que se propone actuar a nombre del todo”—para distinguirlo de la democracia liberal que se caracteriza por reconocer tanto el valor del consenso como del disenso.

El problema del populismo una vez que toma el poder es que no se compagina con el sistema multipartidista ideado por la democracia liberal. ¿Por qué? Porque la democracia liberal se fundamenta en el supuesto del pluralismo y de que todos los jugadores involucrados en la vida pública respetarán las reglas del juego, o sea, la existencia de un conjunto de organizaciones que un día les tocará ganar y otro día les tocará perder. La democracia liberal exige lealtad a los principios políticos que le han dado vida y autocontención de los actores. No obstante, lo que hacen los partidos populistas, cuando toman el mando es “congelar la mayoría”; detener la movilidad o rotación en los cargos haciendo que esa mayoría populista se vuelva permanente.

Populismo y democracia liberal son conceptos opuestos. El primero quiere la homogeneidad; el segundo presupone la heterogeneidad. Por eso es que el populismo tiende a ser excluyente: en su agenda está minar el sistema de partidos y las instituciones electorales; le incomodan los órganos autónomos; los grupos y movimientos disidentes; el sistema federal (en los países donde existe ese esquema político); los escritores que “ponen el dedo en la llaga”; la prensa crítica.

Por eso los populistas han inventado el “legalismo discriminatorio”: ellos interpretan la ley a su criterio. Algunas veces la respetan, otras veces la violan, en algunos momentos—según criterios de conveniencia y oportunidad—la ignoran. Por eso no podemos olvidar que la democracia liberal es el gobierno de la ley; el populismo es el gobierno del líder.

Como dice Stefan Rummers: “el populismo tiende a perder la paciencia con la más común de las características del constitucionalismo liberal-democrático que es la división y el equilibrio de poderes.” (Populism as a Threat to Liberal Democracy, p. 561. Ver infra, Rovina).

Se habla del avance del populismo en todas las regiones del mundo. Eso es cierto. Empero, en lo que no se ha puesto atención es en los mecanismos que han utilizado los partidos populistas que han llegado al poder para perpetuarse en él. Desde luego, hay una literatura muy amplia sobre el tema; pero los libros que han sido publicados casi siempre están dedicados a un país o a una región. Lo que hace diferente y enriquece el conocimiento de este tópico es el “Manual sobre el populismo” (Cristóbal Rovira Kaltwasser, Paul Taggart, Paulina Ochoa Espejo, Pierre Ostiguy (eds.), The Oxford Handbook of Populism, Oxford University Press, 2017) que cuenta con la participación de 38 colaboradores de muy diversas nacionalidades. Es la obra más amplia y completa que conozco sobre el tópico que estamos abordando.

En ella se pueden encontrar denominadores comunes de los sistemas populistas. Entre esos temas transversales se encuentra el ataque al Poder Judicial con el propósito de plegarlo al mando del líder supremo y, de paso, acabar con la odiada división de poderes.

Uno de los casos emblemáticos es el del partido Fidesz (Alianza Cívica Húngara) y el hombre fuerte de ese país, Viktor Orban. Ese partido nacionalista de ultraderecha, ganó desde 2012 una supermayoría que le permitió hacer trizas a la antigua constitución liberal-democrática; Fidesz elaboró una nueva Carta Magna y, además, la enmienda cada que se le viene en gana. Así, impone su visión política a expensas de los cada vez más escuálidos partidos de oposición y la independencia del Poder Judicial.

Por cierto, Viktor Orban fue quien acuñó el término “democracia no-liberal” para decir que el gran error de la civilización occidental había sido aplicar los principios de la Ilustración: el racionalismo, la ciencia, la duda sistemática, la difusión del conocimiento, la educación laica, la libertad de pensamiento, la libertad de expresión. Para él, había que retroceder al medievo para reconstruir el mundo cristiano. Y lo dice en serio.

Otra constante de los líderes populistas es que se alzan no sólo como las cabezas políticas de sus Estados, sino que, a semejanza de aquellos tiempos oscurantistas donde imperó la ignorancia y la intolerancia, también se convierten en guías morales; ellos representan la pureza de espíritu; el Corpus mysticum de la nación.

De allí que sus seguidores los vean como seres sobrenaturales. El fanatismo es clave para el populismo.

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