Opinión

Masas y pandemia: actualidad de Manzoni

Masas y pandemia: actualidad de Manzoni

Masas y pandemia: actualidad de Manzoni

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

La clásica novela italiana Los Novios (I promessi sposi), de Alessandro Manzoni, se presta para un buen análisis en estos tiempos de pandemia, que son excepcionales en nuestras vidas, pero no tanto en la historia de la humanidad. De resaltarse en particular, es la gran habilidad de Manzoni para describir el comportamiento colectivo, ya sea de turbas o de masas, entendidas las primeras como tumulto de personas y las segundas, como expresión colectiva más generalizada. De la lectura de la novela, ambientada en el Siglo XVII, en un periodo que incluye una epidemia terrible de peste negra, se desprende que ese comportamiento no ha cambiado mucho.

Lo que resulta más aleccionador es el análisis que hace Manzoni del comportamiento colectivo cuando la peste llega a Milán. Lo primero es negar el hecho: la peste no existe. Los primeros en negarla son las autoridades, que reaccionan tarde y burocráticamente: “las medidas de prevención, resueltas el 30 de octubre, no fueron redactadas hasta el 23 del mes siguiente… cuando la peste ya había entrado”. La gente se burlaba de quien lanzara alguna voz de alerta. Lo segundo, es intentar ponerle otro nombre: decir que las víctimas cayeron por enfermedades comunes. Y, cuando paulatinamente se admite la desgracia, buscar culpables e inventar razones.

En la novela, los primeros culpables visibles fueron los doctores que habían advertido sobre la llegada de la calamidad. Matar al mensajero. Estos dos señores “ya no podían cruzar plaza alguna sin ser asaltados por groserías, cuando no por pedradas”.

Posteriormente la gente llega a convencerse de la existencia de untores, personas llevadas por la maldad o por algún designio del enemigo —se combate contra Francia en un episodio de la Guerra de los 30 Años— dirigido a despoblar Milán para ocuparla sin resistencia. Y empieza una casa popular de brujas: al anciano que sacude la banca de la iglesia, a los jóvenes turistas franceses llegados en mal momento. Llega un momento en el que la autoridad no puede oponerse más a las exigencias del pueblo, y un barbero termina por ser ejecutado (y será tema de otro libro de Manzoni, un ensayo histórico: La colonna infame). En otras palabras, la irracionalidad popular —esa búsqueda por culpables visibles— se impone a la fuerza y al raciocinio del Estado.

Esa misma irracionalidad provocará que se haga una procesión, por todos los barrios de Milán, con los restos de San Carlos. La muchedumbre que se arremolinará para venerar la reliquia creará un enorme contagiadero, la peste se multiplicará… pero la culpa se achacará a los untores, esos extraños, forasteros, agentes del mal, que habrían aprovechado la circunstancia para esparcir su veneno.

De la negación se pasa a la paranoia. Milán se va convirtiendo en una ciudad fantasmal, en la que las personas se alejan si ven a alguien acercarse, donde reina la desconfianza en el prójimo. Y se da un proceso de locura colectiva, de la que muy pocos se salvan (los que tienen “buen sentido” por encima de la opinión mayoritaria). Esa locura atraviesa las instituciones, que se vuelven perversas, y termina resolviéndose en un caos en el que el verdadero poder reside en los monatti, los encargados de recoger cadáveres o de llevar enfermos al lazareto. Ese lumpenaje empoderado grita sin recato “¡Viva la mortandad!”.

¿De dónde nace esa locura colectiva? Del miedo a perder la vida y los bienes, sin duda. Pero también de la existencia de un Estado incapaz de garantizar nada más allá de una burocracia cruel y de la expedición de leyes que nadie respeta, porque nadie las hace cumplir: son simulaciones. Nace, sobre todo, de la negativa a escuchar las voces de la ciencia, al doctor Tadino que insiste en que los agonizantes que confiesan ser untores lo hacen porque la enfermedad les afectó el cerebro.

La devastación de la hoy llamada “peste manzoniana” fue enorme. Cuando llegó, Milán tenía 200 mil habitantes; cuando se fue, la población se había reducido a 64 mil. Proporciones aparte, hay varias similitudes con lo que hemos vivido respecto al coronavirus.

El fenómeno de negación era, al principio, común en muchas partes. Muchos creíamos que la expansión del virus sería limitada. Lo importante es que también la mayoría de los gobiernos lo hicieron. Es hipotizable que los países del Extremo Oriente y Oceanía estén teniendo mejores resultados frente a la pandemia, porque gobiernos y poblaciones sintieron desde el inicio que estaba cerca, por cuestión geográfica. Los demás, por mucha globalización que nos comiéramos en los discursos, la vimos lejana.

Algunos gobiernos, como el de Milán hace casi cuatro siglos, siguieron por un tiempo resistiéndose a la evidencia. A veces, incluso, con pensamiento mágico. Pensemos en el milagro que esperaba Trump o en el elogio a los Detentes que hizo López Obrador. Habría que pensar si, como sus émulos del siglo XVII, los gobernantes no estaban interpretando (y a su vez, retroalimentando) un sentimiento popular.

Luego, hemos pasado por diferentes fases. Una es la del rechazo al diagnóstico: hay algo de terrible en tener COVID. Es ser un apestado. Es morir sin el duelo correcto y esperado. Estamos ya en la de la paranoia, en donde la gente se mira con desconfianza detrás de las mascarillas.

En el proceso, hacemos el esfuerzo por mantener el “buen sentido” y no enloquecer con el sentido general. Quién sabe si lo logremos.

Otro fenómeno ha sido el de buscar factores externos, visibles, contra los que descargar la rabia. Los médicos apedreados del año 1630 encuentran equivalente hoy en que los han sido acusados de “inyectar COVID” y en el personal de salud al que le han echado cloro para alejarlo. Se convierten, antes que los apestados mismos, en la representación humana de la enfermedad. Incluso hemos tenido unos cuantos casos de turbas que se comportan exactamente igual que las de la novela de Manzoni.

Es común que, en situaciones extremas, la emotividad prevalezca sobre la razón, y en esas ocasiones sean comunes las distintas versiones del complot. En las redes sociales se generan untores a montones. Los chinos, que quieren acabar con la democracia occidental y lanzaron el virus; ­Bill Gates, que quiere hacer negocio con las vacunas; Trump, a quien el jueguito se le volteó; o el capitalismo internacional, que quiere acabar con los ancianos para deshacerse del peso fiscal de las pensiones y, en los casos más burdos, los creadores de la 5G o “el Gobierno”, que quiere hacer control poblacional esparciendo el virus mortal.

No ha habido procesiones con cadáveres de santos para aplacar esta pandemia, pero sí quien insista en que las aglomeraciones no son problema, porque hay que mantener las economías a todo lo que dan. Suelen promoverlas los miembros de otra poderosa religión: la que adora a ­Mammón, Dios del Dinero.

En fin, que pasan las epidemias, segando vidas. La humanidad las supera, pero —aunque se disfrace de nueva cultura y alta tecnología— en el fondo sigue siendo la misma. Al menos, sigue siendo muy parecida a la que Manzoni diseccionó.

(Una versión más larga de este texto, en www.panchobaez.blogspot.com)

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