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Muerte entre periodistas: el duelo de Santiago Sierra e Ireneo Paz

En el México de fines del siglo XIX, cuando por el honor se entraba en disputas y se llegaba hasta la muerte, no era extraño que algunos de los desacuerdos más fuertes terminaran en un duelo y, por tanto, en muerte y tragedia.

En el México de fines del siglo XIX, cuando por el honor se entraba en disputas y se llegaba hasta la muerte, no era extraño que algunos de los desacuerdos más fuertes terminaran en un duelo y, por tanto, en muerte y tragedia.

Muerte entre periodistas: el duelo de Santiago Sierra e Ireneo Paz

Muerte entre periodistas: el duelo de Santiago Sierra e Ireneo Paz

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

El pobre Justo Sierra, se afanaba por llegar de la Ciudad de México a la lejana Tlalnepantla. No podía dejar a su hermano Santiago en un momento crucial: un duelo. ¿Cómo se habían enredado las cosas? Justo sentía cómo la angustia lo ahogaba. La maldita política tenía la culpa de todo, como bien decía su maestro Altamirano. Y ahora… su hermano querido, desoyendo los ruegos de Tarsila, su esposa, se había marchado dispuesto a defender el honor de la familia.

“A un Sierra no se le insulta impunemente”, le dijo Santiago a Tarsila. “No puedes pedirme que sea cobarde o indigno”… y, dejándola hecha un mar de llanto, Santiago fue a buscar su destino. Le dejó una nota a Justo, pidiéndole que lo alcanzara en Tlalnepantla, donde se había pactado el encuentro.

Es abril de 1880. Justo Sierra no es, todavía, el inmortal educador que recordarán los mexicanos del siglo XX. Es un hombre joven, de 32 años, interesado en la poesía, en las bellas letras, en el periodismo y en la política. Tenía años de ser una de las jóvenes luminarias de la vida cultural capitalina. Para 1880, dirigía La Libertad, un periódico que, con dos años de vida, ya mostraba en sus páginas las voces de los hombres que aspiraban a compartir el poder con la generación de la revolución tuxtepecana, que llevó a Porfirio Díaz a su primera presidencia, y en el equipo que hace ese periódico, está Santiago, dos años menor que Justo.

Ese duelo, realizado un 27 de abril, cortará la vida de uno de los hermanos y transformará por completo la del otro.

POR UNA FRASE, POR UN PÁRRAFO. No eran extraños los duelos en el México de fines del siglo XIX ni desconocidos los pleitos entre periodistas. Se cambiaban mordacidades, descalificaciones, rumores malévolos y uno que otro insulto, de periódico a periódico, como quien se enreda a gritos con el vecino del edificio de enfrente. No era extraño que, de vez en cuando, el agarrón dejara la materialidad de la tinta y el papel, aun cuando el Código Penal, promulgado en 1871, consideraba delito el batirse en duelo. Entonces, ¿Por qué seguía siendo un recurso del que se echaba mano en ciertos casos? El mismo Código Penal distinguía entre duelo, homicidio y riña, y el duelo estaba penalizado con menos severidad. Matar a alguien, pelearse con alguien en la calle, eran comportamientos del pueblo, del “peladaje", si se quiere: por mirar raro a alguien en la plaza o en la pulquería; por unos pesos no pagados o una de esas ofensas que a todo el mundo, menos a los involucrados, les parecen nimias.

El duelo era otra cosa: al duelo se asociaba la defensa del honor, es decir, era un asunto “de caballeros”, no del populacho.

Y ésa era la causa de aquel angustioso viaje a Tlalnepantla: una de esas mordacidades que abundaban en los periódicos en tiempos de actividad electoral, y que, si no hubiera subido de tono en el curso de una semana, tal vez no hubiera acabado en muerte y un contenido remordimiento.

EL ORIGEN DEL DUELO. Se terminaba la primera presidencia de Porfirio Díaz y las fuerzas políticas se alineaban: cada posible candidato tenía detrás su correspondiente conjunto de periódicos y publicaciones dispuestos a defender su causa.

¿Quiénes eran esos aspirantes a la Presidencia? Desde luego, el compadre del Presidente, el manco Manuel González. Pero también estaban un abogado, Justo Benítez, y un militar, Trinidad García de la Cadena. Y aquí empiezan las diferencias, porque el periódico La Libertad, de los Sierra, se inclina por Manuel González. Otros dos periódicos, La Patria y El Padre Cobos, pertenecen al periodista y antiguo militar Ireneo Paz, y se inclinan por García de la Cadena. Resulta hasta cierto punto natural que éstos y muchos otros periódicos inviertan espacio y tinta en lanzar puyas descalificando a los candidatos que no cuentan con sus simpatías.

Y así empieza esto: el 2 de abril de 1880, en una página de La Libertad se afirma que Ireneo Paz, el director de La Patria le debe todo al presidente Díaz. El aguijonazo cumple con su cometido, y, haciendo gala de mordacidad, La Patria responde dos días después, con una larga lista de lo que don Ireneo le debe a Porfirio: viajes, combates, “años de sacrificio y persecución”; destierro, pérdidas por 14 mil pesos y montones de papeles y periódicos producidos para defender la causa de Díaz, que, por cierto, jamás ha mandado a don Ireneo una mísera tarjeta que diga “gracias”, por lo menos.

El pleito crece. El día 6, en La Libertad le contestan a Paz: insinúan que Díaz le tiene lástima y afirman que “por un plato de lentejas”, don Ireneo sirve a la candidatura de García de la Cadena.

Sólo eso necesita Ireneo Paz para exigir una satisfacción. Alguien le cuenta que el responsable de tan malas acusaciones es Santiago Sierra. Son tiempos en que muchos de los materiales que se publican en los periódicos no llevan la firma de quienes los escriben. Así, Paz envía a dos representantes a hacer indagaciones en la redacción de La Libertad. Ahí le dicen que el verdadero autor del texto infamante es Agustín Cuenca, poeta, periodista, amigo cercano del fallecido Manuel Acuña. Como don Ireneo ya está furioso y quiere sangre, habla y escribe horrores de Cuenca: lo describe como “un hombrecillo de voz y maneras afeminadas”. Alguna cosa así de fea había afirmado antes de Santiago Sierra.

La república de las letras entera interviene e intenta calmar los ánimos: aparentemente, todos estos señores son masones. Voces sensatas recomiendan resolver el encontronazo en el seno de tales asociaciones “secretas” que ni lo son tanto.

Pero don Ireneo no está dispuesto a arreglarse con palabras bonitas. Quiere un duelo. Y como muchas de sus amistades y colegas no se quieren involucrar en un combate en el campo del honor, él afirma, en La Patria, el 25 de abril, que “se considera autorizado” para castigar la insolencia de los periodistas de La Libertad. Es decir, cree que puede ir a soltarle un balazo, así, por las buenas, al primero que vea salir de ese periódico. Echando al bote de la basura la posibilidad de acudir a los tribunales de imprenta, creados en los días de la Reforma para resolver sobre delitos de prensa y acusaciones de difamación.

Claro está, Santiago Sierra y Cuenca responden: uno escribe tildando a Paz de “miserable”; el otro lo llama “zángano” y amenaza con darle “una docena de afeminados chicotazos”. Ya no hay vuelta atrás. Sólo queda el duelo.

MORIRSE EN TLALNEPANTLA. El encuentro se pacta para el 27 de abril, será con pistola. Nunca queda claro por qué es Santiago y no Agustín Cuenca quien se enfrentará a Ireneo Paz.

Y así ocurre: el primer tiro es al aire, y, en principio, la honorabilidad de los contrincantes queda probada y no hay necesidad de más. Pero los padrinos de Sierra insisten. Quieren continuar. Se acorta la distancia entre los duelistas para hacer un segundo tiro. Paz es un experto tirador: incrusta una bala en la cabeza de Santiago, y lo mata en el acto.

Todos los asistentes al duelo abandonan el cadáver de Santiago para evitar ser encarcelados. No importa: todo mundo sabe quiénes son y serán requeridos por la justicia. Justo Sierra apenas va camino a Tlalnepantla cuando se cruza con Ireneo Paz, que le dice: “¡Acabo de matar a tu hermano, perdóname!”. El mundo se cierra en torno al joven Justo, que a los dos días anuncia que deja La Libertad y abandona para siempre el periodismo.

A raíz del suceso, ocurrió un importante debate acerca de la benevolencia con que la justicia mexicana veía los duelos, y cómo, en realidad, en la prensa podía insultarse a quien se le antojara a cualquier periódico. A la larga, los jurados de imprenta desaparecerían.

Justo Sierra nunca se repuso de aquella tragedia. Ireneo Paz decía que era un gran dolor “llevar a cuestas un cadáver para toda la vida”.