Opinión

Nietzsche y Brandes: la amistad intelectual

Nietzsche y Brandes: la amistad intelectual

Nietzsche y Brandes: la amistad intelectual

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Para esta segunda entrega en recuerdo de Friedrich Nietzsche y el 120 aniversario de su muerte, retomo la correspondencia que sostuvo con el crítico danés George Brandes, quien fuera uno de los más influyentes críticos en Europa a finales del siglo XIX.

El filósofo alemán y el escritor danés sostuvieron un intenso y emotivo intercambio epistolar entre noviembre de 1887 y enero de 1889, en la antesala del colapso definitivo de la salud mental de Nietzsche y la clausura de su actividad pública. La correspondencia ha sido recuperada y publicada por la editorial Sexto Piso, junto con las conferencias magistrales que en 1888 el propio Brandes dictó sobre Nietzsche en Copenhague.

Brandes ya gozaba de gran fama internacional e influencia cuando en 1886 recibió del editor de Nietzsche –a petición expresa del alemán­– dos libros de su autoría: Mas allá del bien y del mal, y Humano, demasiado humano. Era comprensible que Nietzche buscara el reconocimiento del escritor danés traducido a casi todas las lenguas europeas, y cuyos cursos y conferencias abarrotaban los auditorios universitarios del continente e incluso de Estados Unidos. Torturado hasta la demencia por lo que sentía como el desprecio y el ninguneo de sus contemporáneos, para Nietzsche debió resultar de enorme importancia conquistar el aprecio del danés.

Brandes de inmediato quedó sorprendido por la obra de este autor desconocido en el mundo nórdico. Se decidió entonces a escribirle para manifestarle su admiración, y juzgó relevante preparar un ciclo de conferencias con el propósito de presentar este hallazgo genial al mundo intelectual danés.

Desde un principio, la admiración no estuvo exenta de la más amistosa sinceridad: “un espíritu nuevo y original me llega de sus creaciones –escribió Brandes en su primera carta de noviembre de 1987– (aunque) aún no entiendo muy bien lo que he leído. No siempre alcanzo a distinguir sus ideas”.

Desde el primero contacto epistolar Brandes se desmarcó de la conocida misoginia de Nietzszhe: “hay en su obra observaciones acerca de las mujeres con las que no concuerdo”. Pero entonces agregó a su misiva un elogio insuperable: “es usted una de las pocas personas con quien yo tendría ganas de charlar un poco”. Y remata: “A pesar de que soy un hombre joven –Brandes tenía 46 años en ese entonces–, estoy siempre dispuesto a aprender algo nuevo. No me escudo en contra de sus ideas por extrañas que me sean. Soy a menudo tonto, pero nunca limitado”.

Dos semanas después Nietzsche apresuró su primera respuesta. El 2 de diciembre de 1887 le escribió desde la ciudad de Niza: “(sus palabras representan) todo lo que anhelo: algunos lectores a quienes apreciar y nada más”. De paso le reviró con elegancia la corrosiva sinceridad: “Temo a que usted le sea difícil hincarme el diente. Admito que bajo muchos puntos de vista mis obras son ´alemanas puras´. Usted debe notarlo más, porque está usted degenerado por sus costumbres, es decir, por su manera francesa, libre y graciosa de escribir. (…) En mis conocimientos ocupan más lugar los términos raros, exóticos, emotivos, que los cotidianos y normales. Como músico viejo –y en el fondo soy músico– tengo oídos para cuartos de tono”.

Seducido por su altanería prosística y su abierto elitismo intelectual, Brandes lo había clasificado como un “radical aristocrático”. Nietzsche aceptó el título sin reparos: “esa expresión me agrada. Permítame decirle que es lo más fuerte que de mí se ha dicho”.

“Es raro –le aclaró Nietzsche sin faltar a su enorme ego– que yo tenga suficiente valor para reconocer como verdadero todo aquello que pienso que lo es”. Y le advierte “muy lejos me ha llevado ya mi pensamiento y tengo miedo de preguntarme hasta dónde me llevara. (Tal vez deba) aceptar que no soy sólo oscuridad”.

Nietzsche remata esta primera respuesta con un nuevo desplante de su megalomanía: refiere a la única composición musical que se sabe escribió –la sinfonía Himno a la vida–, que a decir suyo: “ha de dar a las generaciones futuras una idea acerca de mi música. Este himno será cantado alguna vez en homenaje a mi nombre”.

Las siguientes estaciones de esta correspondencia son un torneo delicioso de sinceridades mutuas, pasiones y complicidades críticas: Brandes le confiesa en otra carta que los escritores no alemanes: “estamos acostumbrados a subordinarnos a cierta disciplina de estilo, que nos obliga a escribir con más claridad, plásticamente, pero también de forma superficial. (…) A veces me asusto yo mismo de observar cuán poco de mi íntimo yo sé expresar en mis obras”.

Tras esta confesión de culpa Brandes no ceja de ejercer la crítica de su nuevo interlocutor: “me choca un poco la agudeza y la pasión de sus filípicas en contra de fenómenos como la propaganda socialista y anarquista. Las ideas anarquistas de Kropotkin no son tonterías como dice usted”. Hay otra carta en la Brandes reincide en frases a medio camino entre el elogio y el vituperio: “(el lector de sus obras se encuentran) con una caja maravillosa… per sin llave”. No obstante, en otra ocasión le escribe para contarle que le mostró sus libros a Henry Ibsen y que el dramaturgo noruego disfrutó la lectura y “quiere amarle”.

En otra carta Brandes recomienda a Nietzsche –no sin reprocharle que no sepa leer danés– que busque alguna traducción alemana del filósofo danés al que considera “uno de los más profundos psicólogos del mundo”, y del que se sorprende que no lo conozca aún: Soren Kierkegaard. Y en otra más le repite la dosis: “si lee usted el sueco, le recomiendo sobre el único hombre genial de Suecia: August Strindberg, por cierto, usted escribe de las mujeres en el mismo sentido que él”.

Duelo de autoestimas. En un carta previa, para recordarle a Nietzche –con falsa modestia– su condición políglota, Brandes le aclara: “hace tiempo que no escribo en alemán, (aunque suelo) pronunciar conferencias en francés”.

Brandes prepara con ahínco su conferencia sobre Nietzsche y para ello le pide a le mande un recuento comentado de todas su obras y una foto. El alemán cumple a cabalidad con la primera petición –el recuento en tres páginas que hace de su obra y de su vida son un resumen inmejorable– pero se resiste a mandar una foto. Brandes lo recrimina a vuelta de correo: “no ha hecho usted bien al no enviarme su foto, creo que no es difícil posar dos minutos delante del fotógrafo”.

En esa misma carta, le comenta: “Mi querido Nietzsche, pronuncié mis conferencias sobre usted. Cuando hablé por primera vez el salón no estaba muy lleno. Unas 150 personas, porque nadie sabía quién era usted”. Le cuenta entonces que para las siguientes sesiones, atraídos por este “nuevo” autor, se fue corriendo la voz y la sala se llenó a reventar. “Cuando terminé mis conferencias el público aplaudió con estruendo: aquello era una verdadera ovación: ¡Era para usted¡¡Era su triunfo! (…) Sin exagerar, puedo decir que su nombre es ahora conocido en todos los círculos intelectuales de Dinamarca y en toda Escandinavia”.

Nietzsche había logrado su cometido, seducir al más influyente crítico literario en Europa. Pero a esas alturas –mayo de 1988– sus días de lucidez estaban contados. En las últimas cartas que le dirige a Brandes se asoma cada vez más su condición delirante: “Yo soy, de hecho, el primer psicólogo del cristianismo. Yo, el viejo artillero. Utilizó cañones tan pesados que ningún enemigo del cristianismo lo ha imaginado. (…) Le juro que dentro de dos años el mundo se estremecerá ante la gran debacle, de la cual yo soy el factótum”. Firma: “F. Nietzsche, monstruo ahora”.

En una última carta sin fecha de autoría, sellada en Turín el 4 de enero de 1889 –el año de su irreversible colapso mental– Nietzsche garabatea con el pulso desgobernado dos líneas casi ilegibles. Más que un mensaje, un epitafio: “Amigo George, después de haberme descubierto no ha sido fácil llegar hasta mí. Ahora la dificultad consiste en librarse de mi”: Firma. “El crucificado”.