Opinión

Nuestra común circunstancia

Nuestra común circunstancia

Nuestra común circunstancia

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

En espera, tendida

[como yerba

que apresura su flor

[en la sequía,

oigo el viento quebrado,

el espiral, la seña.

Quiero decir ahora,

que yo amo la vida:

que si me voy sin flor,

que si no he dado fruto

[en la sequía,

no es por falta de amor.

Quiero decir que he amado

los días de sol, las noches,

los árboles, el viento,

[la llovizna.

Dolores Castro

El romanticismo del siglo XVIII sienta las bases de una concepción renovada del mundo, donde el tiempo, el espacio y el escenario en que opera la vivencia se revisten de un sentido espiritual, animado por la naturaleza, que ahora se nos muestra en toda su profundidad y misterio; dueña de la oscuridad y de las fuerzas que moldean la vida interior de la criatura humana.

El romanticismo es una respuesta a los excesos de la barbarie racionalista que tuvo su momento estelar durante la revolución francesa y cuyos frutos, más allá del credo libertario, fueron la instauración del terror y el redescubrimiento de la guillotina, como medio ideal y fecundo, para instaurar el orden, el amor y el progreso, mediante el filo de la navaja.

A esta época, de coloridas y pintorescas contradicciones, corresponden los llamados a desterrar la oscuridad, el fanatismo, la credulidad e ignorancia; fomentadas por las religiones, según Voltaire, quien adora la llama de la razón, que habrá de iluminar el camino a la felicidad, para asentarnos en el paraíso, donde ya nada sucede porque todo ha sido satisfecho, o sea, estaremos en el fin de la historia; como habría de conjeturar, dos siglos después, el politólogo norteamericano Francis Fukuyama.

Si la revolución francesa es producto del racionalismo, también representó su ruptura porque esta forma de pensamiento asentada ferozmente sobre el logos griego dejó al hombre común, de carne y hueso, fuera del templo de las ideas y expuesto a la orfandad del páramo, sin divinidades, pero a meced de los demonios del desierto; de ahí la importancia del vuelco romántico, que toma nuevamente en sus brazos a este paria de la razón.

Por fortuna, la tarea romántica tuvo el apoyo de los filósofos disidentes de los grandes sistemas racionalistas —que fueron instaurados por Descartes, Spinoza, Leibniz, incluidos los empiristas ingleses, quienes habían encapsulado al sujeto, convirtiéndolo en un ente abstracto, sin vínculos con el mundo, solo gobernado por su capacidad de raciocinio— y su tarea es reinsertar al hombre en su devenir histórico y social, cuyo punto de realización suprema es la vida propia, personal e intransferible; la cual adquiere sentido en un escenario presente. Filósofos como Kierkegaard, Schopenhauer, Nietzsche y, especialmente Dilthey, parecieran redescubrir la espontaneidad de la existencia que, como una chispa, enciende la hoguera e ilumina los rostros de las personas reales, olvidadas por los tratados de metafísica.

A este llamado también acuden las obras de autores como Henri Bergson, para quien la vida es un impulso vital, una evolución creadora, cargada de energía espiritual y realizada en el tiempo (dureé); Maurice Blondel, quien define a la vida como acción y al hombre como un ser condenado a actuar para existir y Georg Simmel, quien considera que hay una voluntad de vivir, una fuerza poderosa que transforma a la propia muerte en más vida; por lo cual es necesario alejar la angustia y el pesimismo, para asumir la fuerza vital de nuestra existencia.

En este contexto se sitúa la obra del filósofo español José Ortega y Gasset, quien en su obra Meditaciones del Quijote, expone una de sus frases más célebres, la cual engloba todo su pensamiento: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”. La tesis anterior podría ser una petición de principio que define al hombre no sólo por las tradiciones culturales de la sociedad donde vive, sino por su entono familiar, tribal o local, donde realiza su humana existencia y es afectado por los acontecimientos, que lo rodean y de los cuales no puede huir sin reflexionar sobre ellos para resolverlos.

Por ejemplo, nuestra actual circunstancia atraviesa todos los círculos de la existencia, hasta alcanzar una perspectiva universal. La pandemia ocasionada por el COVID-19 nos mantiene recluidos en el espacio y el tiempo; situados en el núcleo más pequeño de la esfera y aislados del mundo, pero es a partir de esta microhistoria, convertida en un instante de luz, que el resto de la tragedia cobra sentido y también nos induce a la acción porque, a la manera de los héroes clásicos, estamos obligados a combatir la adversidad del destino y transformarla en memoria y experiencia de vida.

Para Ortega y Gasset el mundo es un escenario y todos estamos invitados a actuar con los materiales que nos provee nuestra experiencia cotidiana y, en este sentido, hay que partir de las cosas más próximas para construir las verdades preliminares, que se van a sumar a las conjeturas de nuestros semejantes, hasta conseguir una verdad consensuada que nos incluya a todos; por ello rechaza las certezas a priori, impuestas por el racionalismo, y prefiere avanzar desde abajo, por capas, como fueron edificadas las pirámides, hasta conseguir una perspectiva incluyente.

En Ortega y Gasset, la verdad se construye por la suma de perspectivas y la razón es heredera de la vida misma, no es un constructo que está fuera de la realidad. El raciovitalismo será para él un intento de situar al logos en el marco de la vida cotidiana, hacerlo que camine con ella como avanzaba el río de Heráclito, quien supo combinar la frescura del baño con el viaje permanente e inseparable de la vida y la muerte. Ortega apuesta por la unión del pensamiento con la cultura, el arte y la ética; para él vivir es estar en el mundo y mi vida, la de mi familia, mis vecinos y el prójimo, constituyen la verdadera ontología. La vida es un árbol poderoso, con raíces profundas, cuyas dos ramas principales: arte y filosofía iluminan nuestro ser.

* Poeta y académico

benjamin_barajass@yahoo.com