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Oraciones, calabazas en vinagre y fumigaciones: México hace frente a una pandemia de cólera en 1833

A lo largo del siglo XIX, México padeció, en varias ocasiones, el azote del cólera. Médicos y pa-cientes aplicaban, al mismo tiempo, los recursos de la ciencia y los empeños de la fe. Muchas veces, todos los esfuerzos fueron estériles y decenas de hogares se llenaban de luto y dolor. La gran pandemia de 1833 marcó a la generación de la Reforma liberal, y quedó plasmado en las formas más variadas.

A lo largo del siglo XIX, México padeció, en varias ocasiones, el azote del cólera. Médicos y pa-cientes aplicaban, al mismo tiempo, los recursos de la ciencia y los empeños de la fe. Muchas veces, todos los esfuerzos fueron estériles y decenas de hogares se llenaban de luto y dolor. La gran pandemia de 1833 marcó a la generación de la Reforma liberal, y quedó plasmado en las formas más variadas.

Oraciones, calabazas en vinagre y fumigaciones: México hace frente a una pandemia de cólera en 1833

Oraciones, calabazas en vinagre y fumigaciones: México hace frente a una pandemia de cólera en 1833

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

En el México de la primera mitad del siglo XIX, el cólera fue un acompañante frecuente de la población. En 1833 y en 1850, la epidemia vino de fuera, y, de manera parecida a lo que vivimos hoy, la inquietud en el país crecía a medida que llegaban las noticias de cómo el mal se extendía por el mundo.

LOS HORRORES DE 1833. Desde 1817 y hasta la fecha, se han identificado siete pandemias de cólera. Seis de ellas tuvieron su origen en el delta del Ganges, en la India. El brote que azotó a nuestro país en 1833 tardó cuatro años en llegar a territorio mexicano: todo empezó en la India, en 1829, y de allí a Rusia, y de ahí a Inglaterra hacia 1830. En junio de 1832, el padecimiento cruzó el mar y se tuvo noticia de él en Quebec y Montreal. No había pasado sino un mes, y el cólera ya se enseñoreaba en Nueva York, donde mató a tres mil personas.

A México llegaban las noticias del avance de la pandemia: la enfermedad se iba apoderando de la costa atlántica americana. En Nueva Orleans murieron, al menos, 4 mil 500 personas. Una publicación de aquellos días, triste recreación de la danza macabra medieval, hablaba de cómo El Rey Cólera se paseaba por el sur de los Estados Unidos. Era sólo cosa de tiempo que reclamara el territorio mexicano.

Desde 1832, había un personaje pendiente de la manera en que la pandemia ganaba terreno: el entonces aún presidente Anastasio Bustamante, médico de profesión. Fue él quien impuso una cuarentena a los barcos que provenían de “lugares sospechosos”.

La medida no logró contener la enfermedad. Poco a poco, empezaron a registrarse casos de cólera. Pronto se identificó el origen del contagio: los buques que venían de Nueva Orleans, y, a partir de 1833, de La Habana. Desde Cuba, el mal llegó a Campeche y a Yucatán.

El sucesor de Bustamante, Manuel Gómez Pedraza, intentó actuar con prontitud. Cuando fue notificado de la aparición del cólera en Chiapas, envió una comunicación a todos los estados, donde recordaba a las autoridades locales que uno de los recursos para combatir la enfermedad era procurar la mayor limpieza en las calles y plazas de todo el país. Los particulares tendrían que hacer otro tanto en el interior de sus viviendas, “sin permitir el acopio de basuras ni de otras materias pútridas capaces de infestar el aire”. La medida no era mala, aunque fuera el resultado de una falsa alarma —una fake news—, pues la noticia de Chiapas no era cierta (llegaría al estado hasta julio de ese mismo año), pero era el resultado de una angustia colectiva que crecía a media que el mal se extendía por todo el continente.

Los primeros casos de cólera en México se registraron en abril de 1833, en Coahuila. A las pocas semanas, hubo brotes en Tampico y en Campeche. Las cifras eran aterradoras: Tampico, por ejemplo, tenía 3 mil habitantes. El cólera mató a mil 200; Campeche perdió poco más de la cuarta parte de su población. Era natural que, atravesando nuestro país, la pandemia se moviera hacia el resto de América. Era octubre de 1833 cuando el gobierno peruano declaró en cuarentena forzosa a cualquier barco que proviniese de México y de Centroamérica.

Monterrey, Monclova, Saltillo, Tampico, San Luis Potosí. Poco a poco, el mal se extendía y empezó a correr por el bajío. En Guanajuato y en Querétaro hubo gran mortandad y los tétricos carros fúnebres cruzaban las calles desiertas, recogiendo cadáveres. Antonio López de Santa Anna, que pretendía movilizarse hacia Guanajuato para enfrentar a los generales sublevados, Mariano Arista y Gabriel Durán, vio cómo la plaga mataba a 2 mil de los 4 mil soldados a sus órdenes, y tuvo que establecer un hospital para atenderlos. En esos días, no faltó quien afirmara que el cólera mataba a más mexicanos que la guerra civil.

El cólera arrasó la capital, y se extendió a Puebla, a Oaxaca, a Zacatecas. El horror parecía no tener fin.

UN HUÉRFANO POETA, UN FUTURO NOVELISTA Y LA MEMORIA DEL CÓLERA. El cólera llegó a la capital. Un muchachito, pobre y huérfano de padre, que en esos días luchaba por sobrevivir, llamado Guillermo Prieto, se deshacía en lágrimas cuando vio que su hermano caía enfermo. Después de horas angustiosas, el muchacho mostró mejoría. Loco de alegría, Guillermo, que no tenía mucho de haber descubierto su vocación de poeta, produjo un soneto que después calificaría de “disparatado", pero lleno de agradecimiento por lo que juzgaba un milagro. Y ahí va, a las puertas de Catedral, a mostrarlo entusiasmado a uno de los canónigos, quien, después de echar un vistazo, le encarga otro “para el Señor de Santa Teresa", que saldría en procesión. Con rapidez, el muchacho puso manos a la obra, y después de un rato de trabajo, había producido lo que después llamó “un sonetazo de chuparse los dedos".

Al día siguiente, en la puerta de todas las iglesias, estaba pegado el soneto del joven Guillermo Prieto. Encima, le habían hecho un pequeño pago. “Esa fue mi primera publicación”, escribió muchos años después. La república de las letras mexicana tenía un nuevo ciudadano.

Aquel joven escritor, en su vejez, escribió las terribles escenas que presenció: “…calles silenciosas y desiertas en que resonaban a distancia los pasos precipitados de alguno que corría en pos de auxilios; las banderolas amarillas, negras y blancas que servían de aviso de la enfermedad, de médicos, sacerdotes y casas de caridad; las boticas apretadas de gente; los templos con las puertas abiertas de par en par con mil luces en los altares, la gente arrodillada con los brazos en cruz y derramando lágrimas… A gran distancia el chirrido lúgubre de carros que atravesaban llenos de cadáveres”.

El cólera de 1833 triplicó el número de entierros en la ciudad de México, con respecto a las cifras del año anterior.

Por cronistas como Prieto o como su amigo muy cercano, Manuel Payno, que retrató el desastre en su novela Los bandidos de Río Frío, sabemos que los fenómenos de desinformación y despreocupación de los mexicanos no son ninguna novedad en la pandemia del siglo XXI.

Prieto recoge la historia del maestro que ve, en plena epidemia, a un cochero hincándole el diente a una enorme chirimoya, tenida por dañina. El maestro, alarmado, regaña al cochero: “¡bárbaro! ¿No ves que te suicidas?” Apenado el cochero responde: “Es cierto, señor amo. No lo volveré a hacer. Cómetela tú, mi alma”, entregándole la fruta a su mujer, sentada a su lado.

Velas encendidas ante imágenes de santos y fumigaciones eran cosa de todos los días en los hogares mexicanos. Se regaban las casas con “vinagre y cloruro”, y se ponías calabazas embebidas en vinagre detrás de las puertas. En Guadalajara circuló una oración a San Roque, protector contra las fiebres, que rogaba: ampliamente “Te pido un solo favor con el más ferviente anhelo, y es que me libre tu celo en esta peste fatal de la cólera del mal o que te goce en el cielo”.

La rapidez con que la gente se contagiaba dio lugar a escenas que se parecen a las vividas en 2020 en muchas partes del mundo: en Zacatecas, en una comunidad llamada El Gallinero, el párroco local reportó la muerte de mil personas, entre ellas muchos mineros. Se cavó “un pozo” para sepultar a las víctimas, sin identificar a las víctimas y registrar sus muertes en los libros parroquiales. Tiempo después, el asunto sería fuente de problemas, pues muchas viudas deseaban volver a casarse, y nadie tenía manera de comprobar “su soltura” [por soltería], pues nadie lo había asentado. En otras parroquias fue peor, como en Santa Catarina de la ciudad de México, donde, aunque se supo hubo muertes, nadie anotó las circunstancias de cada víctima. Parecía que el cólera no había pasado por aquella parroquia.

Poco a poco, el país se recompuso. La epidemia se desvaneció. Pero El Rey Cólera volvería en varias ocasiones a México. Sólo a fuerza de ensayo y error, el país pasaría al siglo XX con barreras más fuertes para enfrentarlo.