Opinión

Para una crítica del PRD

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Para una crítica del PRD

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

El PRD fue resultado de la añeja y nunca suficiente, pero siempre promisoria, inquietud por la unidad de las izquierdas. La creación en 1981 del Partido Socialista Unificado de México y seis años después del Partido Mexicano Socialista requirieron, a la vez, de un constructivo ánimo unitario y de audaces y generosas decisiones políticas por parte de las organizaciones que se fusionaron en cada uno de esos procesos.

En 1988 aquellos proyectos unitarios fueron trastocados por la escisión en el PRI de la cual derivaron la Corriente Democrática y la candidatura presidencial de Cuauhtémoc Cárdenas. La unidad ya no sería solamente entre formaciones políticas identificadas con la izquierda sino con los dirigentes que venían del partido en el gobierno. La oportunidad de crear una coalición que podía considerarse como progresista, aunque no de izquierdas, entusiasmó sobremanera dentro y fuera del PMS. Con reconocible magnanimidad, el ingeniero Heberto Castillo renunció a la candidatura presidencial que había ganado en ese partido para que el PMS se sumara al apoyo a Cuauhtémoc Cárdenas.

Tras la campaña cardenista, tanto en el reclamo (nunca sustentado con claridad) por el presunto fraude electoral como en la discusión para dar continuidad a ese esfuerzo político, el Partido Mexicano Socialista tuvo una participación central. Cuando el movimiento que tenía como eje al ingeniero Cárdenas formó un partido político, se apoyó en el registro, la infraestructura y los recursos del PMS. El Partido de la Revolución Democrática surgió el 5 de mayo de 1989 como resultado de la simpatía social que había concitado el para entonces excandidato presidencial pero, también, gracias al compromiso de las izquierdas con ese proyecto. Sin embargo, las propuestas de los grupos que habían coincidido en el PMS se diluyeron entre las vicisitudes organizativas del nuevo partido y la confrontación política que mantuvo con el gobierno.

La dirección del PRD quedó acaparada, en los hechos, por el excandidato presidencial. La alianza de las izquierdas del antiguo PMS con Cuauhtémoc Cárdenas y sus compañeros de la Corriente Democrática derivó en un acuerdo de subordinación. Las izquierdas que provenían de formaciones tan variadas como el antiguo Partido Comunista Mexicano y el Partido Mexicano de los Trabajadores, entre tantas otras organizaciones, quedaron supeditadas a un grupo de expriistas.

Hay que recordar aquel origen del PRD hace treinta años para comprender las que fueron, a la vez, su hazaña originaria y su tragedia definitoria. Luego de varias décadas atenazadas por la persecución gubernamental y por sus propias rivalidades y sectarismos, aquellos grupos de izquierdas entregaron perfiles, personalidades y patrimonio a un proyecto originado en el partido que habían combatido toda su vida. Desde luego los expriistas que encabezaban al PRD tenían diferencias esenciales con aquellos que se habían quedado en el PRI, pero no dejaba de ser paradójica aquella integración no en un frente coyuntural sino en un partido que, para ser tal, requiere disciplina y cohesión.

Desde aquellos años y luego en distintas fases de sus tres accidentadas décadas, el PRD cobijó lo mismo a líderes sociales con amplia representatividad que a vivales y ambiciosos de un amplio espectro político. La integridad moral, que siempre con sobresaltos pero de manera reconocible había sido uno de los patrimonios de las izquierdas, se fue diluyendo sobre todo en los planos municipal y estatal. El episodio más costoso y conocido, pero de ninguna manera el único, fue el apoyo al presidente municipal de Iguala que luego estuvo involucrado en el asesinato de los jóvenes de Ayotzinapa en 2014. La avidez para reclutar gente con alguna influencia, o con recursos políticos o financieros, hizo del PRD un partido que, al volverse atrapa todo, terminó quedándose con casi nada.

Desde su fundación el PRD destinaba sus energías no a construir un partido sino “un movimiento cuasi mesiánico... No existen espacios suficientes para discutir con rigor, continuidad y seriedad nuestras diferencias” dijeron en abril de 1991, en una renuncia pública, Pablo Pascual Moncayo, Adolfo Sánchez Rebolledo y José Woldenberg,  que formaban parte de la dirección nacional del PRD. En ese partido, decían, había una actitud equiparable a “aquella vieja noción de que entre peor marchen las cosas en un país, mejor resulta para las fuerzas que buscan su transformación”.

De esa manera en el PRD, en el plano interno, prevaleció la concentración de atribuciones en un dirigente prácticamente sacralizado y el desdén por el intercambio de ideas. Hacia afuera del partido, se mantuvo la reticencia a dialogar con otras fuerzas y, con frecuencia, una maximalista apuesta a la catástrofe nacional. Ambas, eran expresiones de providencialismo político.

El sometimiento al caudillismo se reprodujo e intensificó en las campañas de Andrés Manuel López Obrador en 2006 y 2012. El PRD avaló y aplaudió sin cuestionarlas todas las aventuras y decisiones políticas de ese personaje desde la aplicación de proyectos clientelares, la transgresión de derechos humanos, las omisiones en la aplicación de justicia y el desacato legal en el cuestionable episodio de El Encino cuando gobernó la ciudad de México, hasta, más adelante, los comportamientos expresamente antiinstitucionales y objetivamente antidemocráticos, los plantones para amagar contra decisiones de los ciudadanos, la estrambótica autodesignación como presidente legítimo. Es natural que un partido respalde a su aspirante presidencial. Pero desde esos años aquel ya no era el candidato de un partido sino —el PRD— el partido de un candidato.

La tentación antiinstitucional era esquizofrénica en un partido que buscaba ganar elecciones, pretendía posiciones de representación y gobierno y quería promover la modificación pero no la devastación de las instituciones. El PRD asimiló algunos de los peores vicios de la antigua cultura política priista —especialmente la subordinación a liderazgos incontestables— pero no heredó de ella la vocación para reforzar y, cuando hacía falta, reformar instituciones.

Cuando, ya en 2012 y 2013, la dirección del PRD comprendió la pertinencia de contribuir a las reformas que ofrecía el Pacto por México, parecía que había trascendido la impolítica de la confrontación irreductible. En aquellas negociaciones ninguna fuerza podría lograr todo lo que quería pero todas estaban en posibilidades de impulsar cambios. Al PRD se debe una reforma fiscal modesta, pero significativa en el contexto mexicano en donde el evangelio conservador ha ganado tanta legitimidad que hasta las izquierdas abominan del aumento de impuestos que es la vía fundamental para una redistribución del ingreso. La reforma para la educación quedó enmascarada por el discurso también conservador de los intereses gremiales que han lucrado con el control de los maestros pero los cauces para la evaluación abrían una posibilidad (hoy por desgracia cancelada) de calidad con reconocimiento al empeño de los trabajadores docentes. La reforma para las telecomunicaciones creó condiciones de competencia con reglas (insuficientes pero nada desdeñables) para acotar a las corporaciones que han acaparado la telefonía y la radiodifusión.

En cada una de esas reformas, entre otras, el PRD propuso, elaboró, propició acuerdos, a veces cedía y en otras avanzaba, en suma, hizo política. Pero se arrepintió pronto. El temor a legitimar intereses cuestionables, la desconfianza de sus bases más intolerantes, quizá la insuficiente convicción reformadora de algunos de quienes emprendían aquella ruta de compromisos y cambios, propiciaron un deplorable desistimiento. Sin explicaciones suficientes el PRD se allanó a la descalificación de las reformas, entre las que se encontraban aquellas que ese mismo partido había promovido y logrado poco antes.

En esa inhibición influyó también el clima de opinión desfavorable a las reformas que se extendió en la opinión pública e incluso en la opinión publicada. La (in)cultura de la desconfianza, que recela de los acuerdos como si no fuesen indispensables e inevitables en una sociedad plural desplazó, con excepciones, al examen puntual de aquellas reformas. El PRD ya había pagado los costos políticos de comprometerse con otros partidos y con el gobierno para desplegar una agenda democrática. Pero en vez de asumir su obligación de explicar y cuando era necesario, apuntalar aquellos cambios, sin demérito de cuestionar los que no compartía, se retrajo y, en la práctica, se retractó de ellos. La antipolítica, que condena los acuerdos, se impuso en el discurso de este partido.

A petición del PRD, el Centro de Investigación y Docencia Económicas prepara un libro colectivo sobre el desarrollo y la situación de ese partido. El sábado 7, en la FIL de Guadalajara, se presentó el documento inicial para ese libro, elaborado por Ricardo Becerra Laguna. Este texto es parte del comentario que hice a dicho documento. Es de reconocerse la inusual disposición de la dirección nacional del PRD para buscar y escuchar opiniones críticas sobre su partido.

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