Opinión

Pasiones que arrebatan vidas: amor y crimen en 1882

Pasiones que arrebatan vidas: amor y crimen en 1882

Pasiones que arrebatan vidas: amor y crimen en 1882

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Ya había pasado casi una década desde que el último romántico trágico, el coahuilense Manuel Acuña, había preferido irse al mundo de los muertos, antes de seguir cargando sus tormentas internas con respecto a Rosario de la Peña. Los años pasaban, gobernaba ya el general manco Manuel González y sus peripecias amorosas, sus muchas amantes y sus pleitos con su legítima esposa hacían las delicias de los chismosos y de ciertos caballeros que estaban convencidos de que, mientras más aventuras galantes se tenían, mayor hombría, o mayor prestigio, o mayor fama se podía tener.

Pero la realidad, más tarde que temprano, se encargaba de poner a todo mundo en su lugar.

A diario ocurrían mil pequeños dramas. La ciudad de México, pequeña todavía, seguía estremeciéndose con cada nuevo hecho de sangre, y, aunque ocurriera en alguno de los pueblos cercanos a la capital, la noticia corría con patas de caballo fantástico, y muy pronto todo el Distrito Federal se hacía lenguas de la tragedia de cada día.

Dos fueron los casos sonados en 1882: uno, de algo que pudo ser tragedia pero no llegó a serlo, y otro, que era algo así como la crónica de un drama anunciado. Uno impactó por la teatralidad del asunto, el otro, ocurrido en el pueblo de Mixcoac, por la forma como se desarrolló y que confirmó que, aún en el corazón del asesino más despiadado anidaba, en algún rincón, una brizna de remordimiento, que, sabiamente explotado, podía llevar a dar caza, con eficacia, al asesino o asesina.

Especialmente si el crimen era, ¡cosas de la vida! Impulsado por un intenso amor.

DRAMA EN SANTA TERESA

Era febrero de 1882 cuando una muy elegante boda se efectuaba en el templo de Santa Teresa. La narración de aquellos días es una curiosa conspiración: porque aquel drama está narrado por la prensa de la época con sabroso detalle, a excepción por un elemento fundamental: ¡¡los nombres!! Eran tiempos en que la delicadeza, el tacto extremo y el impulso caballeresco de proteger eso que las buenas conciencias llamaban “el buen nombre” de las damas involucradas, o del caballero en disputa… ¿cómo saber? No eran aún los tiempos en que esos personajes terribles -así los veían los serenos cronistas- que entraban a saco en las vidas privadas, los repórters, generalizaban su despiadado grato sobre toda la ciudadanía, hasta la gente más decente de la gente decente.

Pero el suceso ahí está: hay que imaginar el bello templo de Santa Teresa, atiborrado de elegantes invitados. Suena la música del órgano, ejecutada con primero. Y ya comienza la misa: los novios se arrodillan ante el altar, sobre los delicados cojines que se han colocado para el efecto, y que son parte del costoso ajuar de la pareja.

De repente, un rumor de faldas se escucha al fondo. Como en un sueño, una mujer enlutada, que trae prendido a sus faldas a un pequeño de corta edad, recorre con rapidez el pasillo que momentos antes ha caminado la novia feliz. Dice en voz alta a los que atestigua, de pie, la ceremonia, que le abran paso, que es urgente de todo punto que llegue al pie del altar.

El rumor se hace ruido. Las voces suben de tono, las cejas se levantan, algún amigo de uno de los contrayentes suspira: esto iba a ocurrir.

El ruido es lo suficientemente fuerte para que llegue a los novios. El nuevo esposo voltea a ver qué ocurre. Los cronistas dirán después, que los ojos de la mujer de negro “parecen dos globos de fuego”. Cuando el novio lea, días después la narración del escándalo, sin duda les dará la razón.

Porque cuando el elegante caballero que está contrayendo matrimonio en Santa Teresa voltea, y su mirada se encuentra con la de la mujer enlutada, su rostro adquiere la palidez de los enormes cirios que engalanan el templo. La ha reconocido. Pero ya no es la mujer a la que en un tiempo cortejó, no. Es el amor defraudado, con forma de Furia vengadora.

Sacando valor de quién sabe dónde, el novio se incorpora e intenta cerrarle el paso a la mujer de negro. Pero la Furia lanza un alarido que le pone la carne de gallina a todos los asistentes a la boda. De entre sus ropas, aquella pobre mujer perturbada saca un puñal, con el que trata de atacar a aquel hombre al que un día amó con locura.

Lanza puñaladas, grita: “¡cobarde, vil, miserable!”. El caos se apodera de Santa Teresa.

Dos o tres personas, las más cercanas al altar, sujetan a la pobre enloquecida, que se debate sacando fuerzas del dolor y la rabia. La novia voltea, comprende enseguida de qué se trata aquello y cae al suelo desmayada, presa de convulsiones.

El barullo ya es ensordecedor: para coronar el escándalo, entra la policía. Se apoderan de la pobre loca, y con todo y su pequeño, se la llevan, todavía forcejeando, todavía dando voces, todavía exigiendo la venganza que su amor frustrado le exige.

“Omitimos los nombres por respeto a la vida privada”, se disculpa el redactor de El Noticioso. “Tremenda historia de amor debe estar encerrada en este drama”, concluyeron.

Lo que no nos dijeron a los viajeros del tiempo es si el novio, causante de tanto dolor, había, finalmente muerto a manos de alguna de las dos mujeres

TORIBIA Y EL FRANCÉS

No se terminaba el febrero de 1882, donde la gente ya había estado suficientemente entretenida con los chismes derivados del escándalo de Santa Teresa, cuando llegó la noticia de una muerte pasional, en el cercano pueblo de Mixcoac. ¡ah, la furia femenina!

Porque era una mulata, la mulata Toribia Alcalá, la que en un acceso de furia le había arrebatado la vida, con la ayuda de una pistola, a su hombre el francés Agustín Saget, uno de los dos socios del molino de Mixcoac.

Primero solo se supo en la capital que la mulata, en un arranque, había matado a su pareja. Pero poco a poco se conocieron todos los detalles.

Era Toribia una mujer de carácter difícil, duro, levantisco, y las buenas maneras no eran su fuerte. De eso había sobrados testimonios de los vecinos.

Saget, que tenía unos 43 años, de los cuales llevaba 17 en tierra mexicana, era un caballero querido por todos: de buenas maneras, atento, servicial y honesto. El único pero que le ponían era su amor por la mulata malcriada.

De hecho, eran bien conocidos los pleitos de la pareja, siempre estridentes por las maneras de Toribia, y se decía que, usualmente, las cosas se conciliaban debido a la paciencia del buen Saget.

Pero en aquel febrero de 1882, las cosas fueron más allá de lo usual o ese día Saget estaba en un mal momento. Hubo gritos, golpes en la mesa, sombrerazos. El francés dijo que estaba harto, y que lo mejor que podía hacer era ponerle punto final al asunto, echando a Toribia de la casa que compartían.

La mulata repeló y renegó. Dijo que ¡jamás! Se dejaría correr de la casa.

Seguro que los ojos de Toribia echaban fuego, porque el miedo tocó el alma de Saget, quien se fue a dormir inquieto, y dejó, en la cabecera de la cama, el bonito revolver Colt que llevaba a todas partes, pensando en que , si la loca Toribia pretendía atacarlo, la mandaría al otro mundo de un balazo.

Era sábado el día de la riña. En algún rincón, Toribia rumiaba su rencor y sus acciones inmediatas. Hacia las cuatro de la mañana, puso en práctica su plan. Llamó a los criados, les dijo que estaba harta de Agustín y que se iba.Mostró un colchón atado, el baúl de su ropa, algunos bolsos. Dio orden de que todo lo llevaran a la estación del tren, porque se iba.

La mulata se quedó sola. En el molino solo quedaban dos personas: ella y Saget, que dormía a pierna suelta.

Aquí la historia se tuerce: la policía dijo después que Toribia se acercó a la cama sin hacer ruido, que tomó sigilosamente el arma, levantó el cobertor y disparó contra Agustín Saget. Hecho a quemarropa, el tiro atravesó al hombre y lo mató de inmediato.

Toribia guardó el revólver y salió a toda prisa del molino.

Atraídos por el ruido, llegaron los vecinos y encontraron el cadáver de Saget. De la mulata no había rastro.

Pero cuando ya clareaba, Toribia Alcalá se presentó en el andén de la estación, dispuesta a irse a la ciudad de México. Pero llegó a tiempo el propietario de la hacienda del Olivar, el general Cosío Pontones, que la sujetó y le frustró el plan.

Registraron a la mujer: aún tenia consigo el arma homicida.

Encarcelada, se le incomunicó. Toribia se negó a hacer declaraciones, mucho menos admitió su culpa. Luego confesó su crimen, pero aseguró que no había matado a Saget mientras el desdichado francés dormía. No, señor: Agustín estaba vivo cuando pasó lo que pasó.

Y hasta ahí, Toribia Alcalá, mulata, mantuvo la serenidad y la sangre fría. Pero le mostraron el cuerpo de aquel hombre al que seguramente todavía amaba, para que lo reconociera.

¡Grandes tormentas anidan en el alma humana! Toribia se descompuso: empezó a gritar y a llorar, doliéndose de ver a su francés muerto y traspasado por una bala. Aullaba de dolor, de remordimiento; aullaba de amor despedazado. Acaso en ese momento, la pobre mulata cobró conciencia de sus actos.

A Saget se lo llevaron a la ciudad de México, para darle sepultura en el panteón de los franceses. A Toribia la procesó el juez Sánchez Mireles. Todo mundo creyó que acabaría en la tenebrosa cárcel de Belén.

Pero no fue así. La mulatita estuvo presa cosa de cuatro meses, después de los cuales fue absuelta por el juez y el jurado, porque fue contando su historia de amor con el difunto, y a todos les quedó claro que había actuado ciega de furia, de pasión contristada, intoxicada por el rojo veneno de los celos. Y como el amor es pasión sublime, aún en sus facetas más oscuras, Toribia Alcalá fue dejada en libertad. Solamente la historia de su crimen pasional le sobrevivió