Opinión

¿Por qué leer?

¿Por qué leer?

¿Por qué leer?

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy
Manuel Corona*

Escribir bien es un arte y, como tal, debe aprenderse cotidianamente con el ejercicio. Pero, escribir muy bien, cuan bellamente, es tarea de perfección en dicho arte. Para cultivarlo y deleitarnos con sus creaciones, han nacido los escritores profesionales y los poetas. Aunque esta última senda está reservada para los privilegiados en esta habilidad, o para los dotados de gran coraje para dominar ese arte, el resto de los mortales tenemos la necesidad de escribir a diario unas cuantas líneas: cuando es necesario escribir, además, del nombre en una solicitud de trabajo, los motivos que se tienen para requerirlo, las razones para pedir la reposición de un documento perdido; o bien, leer las opciones ofrecidas en un cajero electrónico. En fin, además de escribir, hay que leer y, también, hay que aprender a hacerlo bien.

Que, en el último de los escenarios descritos, se viera que en su mayoría son personas de la tercera edad las que detienen el transcurso temporal de la fila frente al cajero para la obtención del dinero retirado, sería justificable si achacamos la razón a una posible falta de alfabetización o, de plano, al analfabetismo supuestamente reinante en mis coetáneos. Sin embargo, deteniéndose a observar cuidadosamente el fenómeno, se llega a la conclusión de que es gente joven la que se detiene mucho tiempo frente al cajero, y si se pregunta la razón, contestarán que se detienen a leer, todas las veces que van al cajero, el contenido de todos los mensajes que se muestran en la pantalla. Ante esta respuesta, vale la pena preguntarse si la persona no guarda la información de lo que leyó la vez anterior que visitó el cajero automático y, debido a ello, tiene que invertir nuevamente tiempo en la lectura del contenido de la pantalla, aun a costa de medrar el tiempo de los que le suceden. Salvadas las justificables argucias utilizadas por los bancos para prestar el dinero de manera automática, se trata de un fenómeno que amerita consideración.

En el primero y segundo escenario me ha tocado ser testigo de chicos, sin distinción de género, que preguntan al adulto que los acompaña, a menudo, la mamá: ¿qué escribo aquí?, señalando con el dedo índice los huecos de la solicitud donde hay que escribir la razón de la solicitud de empleo; o bien, la causa de la solicitud de reposición de la credencial del INE, después de haber sido robada o perdida. Desde la perspectiva de este menda, es idóneo preguntarse: ¿a esta edad es muy difícil escribir: “porque necesito dinero para mis gastos personales o para comer”?, en el primer caso; ¿o bien responder, “pues, porque la perdí” o, sencillamente: “me sacaron la cartera en el Metro y allí iba mi credencial del INE”, en el segundo? Aún más, en el escenario descrito, el chico, después de haber escrito algo, lo lee al adulto mayor y le pregunta si quedó bien escrito lo que escribió.

Los dos fenómenos descritos, aparentemente nimios, están siendo de gran impacto en nuestra sociedad porque, en mi opinión, la razón principal de su aparición es que la juventud en su mayoría no lee. Recuerdo que, en mi tercer año de primaria, mi maestro nos hacía leer en voz alta el libro Corazón: diario de un niño, de Edmondo de Amicis y, después de cada párrafo detenía la lectura y seleccionaba al azar a alguno de sus alumnos para formularle preguntas sobre el contenido de lo que el compañero lector recién había leído. Naturalmente, en muchas ocasiones a más de alguno, incluyéndome a mí, lo pilló distraído y, en consecuencia, sin poder dar contestación a la pregunta formulada. Empero, este proceso, era fundamental en la formación del niño, pues lo incitaba a poner atención en la lectura, a retener lo que se leía y a poner en sus propias palabras lo que se había leído. Aunque había compañeros de memoria prodigiosa que repetían al pie de la letra el contenido de la lectura, a la mayoría nos encantaba expresar en lenguaje propio lo que entendíamos. Ya en el cuarto año de primaria, se cambió el libro, pero no el proceso de lectura: ahora era El Galano arte de leer, antología didáctica, Volumen 1, escrito por Manuel Michaus.

Dentro de los deberes para el día siguiente había que escribir una composición sobre el contenido de la lectura. A fin de no cargar mucho ni maltratar los libros de texto y los de lectura, debíamos dejar los libros en la escuela, así que hacíamos la tarea escribiendo lo que recordábamos. Viendo retrospectivamente, esta parte complementaria de mi formación infantil, juzgo que jugó un papel muy importante en mi formación; pues aprendí a poner atención, a utilizar mi propio lenguaje en lo que escribía y a plasmar en mis palabras los recuerdos de la lectura, lo cual sirvió para reafirmar lo aprendido. Podría pensarse que este escenario era privativo de escuelas de paga, expresión de la jerga coloquial para referirse a la educación privada de ese entonces; sin embargo, no era así, pues asistí el primer año completo de primaria y, un tercio del segundo, a la escuela Andrés Molina Enríquez, de Polotitlán, Estado de México. El resto del segundo año lo estudié en la escuela rural Josefa Ortiz de Domínguez, de Jesús María, Querétaro. En contraposición, mis primos estudiaban en una escuela privada en Querétaro, Beato Marcelino Champagnat, donde mi tío pagaba un peso mensual por su educación; empero, los libros de lectura eran los mismos y, cuando llegué a estudiar con ellos, a partir del tercero de primaria, me heredaron los libros que he mencionado.

Soy hijo de un ferrocarrilero que comenzó su historial en Ferrocarriles Nacionales de México, como reparador de vías; además, provengo de familia numerosa. Comencé a estudiar en Polotitlán, porque llegamos a vivir a la estación del ferrocarril del mismo nombre, situada cerca de tres kilómetros de la población a donde iba cada día a pie a la escuela. Debido a que mi madre se ocupaba atendiendo a mis hermanos menores, jamás me llevó a la escuela, mucho menos se sentó conmigo a hacer la tarea. Eso sí, dictaba las reglas disciplinarias de la casa. La primera: llegando de la escuela, antes de salir a jugar, se tenía que hacer la tarea. Se comía a las cuatro y cuarto de la tarde, pues mi padre salía de trabajar a las cuatro y hacía diez minutos caminando desde el lugar donde encerraban los utensilios de trabajo, hasta la mesa donde se servía la comida, después de haberse lavado las manos. Durante la comida, la pregunta inmediata de mi padre para mí era ¿Cómo te fue hoy en la escuela? y, para mi hermano menor: ¿A qué y con quién jugaste durante la mañana, cuando tu hermano estuvo en la escuela?

Como no había televisión en casa y, ya que ni mi madre ni mi padre tenían celular, a la hora de la comida la atención de los dos era para mi hermano y para mí. A lo más, los distractores que teníamos, eran mi hermana la pequeña, que despertaba pidiendo su comida, o el llanto de mi tercer hermano, solicitando a lagrima tendida que le siguieran dando de comer en la boca, labor en la que mi padre sustituía a mi madre para que ella se apeara a amamantar a mi hermana.

Tal vez, por estas enseñanzas de mis maestros y de mis padres, nadie de ellos me ha acompañado a solicitar un trabajo, tampoco me han revisado o aprobado lo que escribo; mucho menos espero de ellos su aprobación sobre lo que digo. Tampoco me han escogido los libros que he leído. Eso sí, me enseñaron a cuestionar desde temprana edad. Quizá, por ello, en el otoño de mi existencia, me pregunto ¿dónde y cuándo la Secretaría de Educación Pública perdió la rectoría sobre la selección de los libros que fomentan la lectura en los niños que ingresan a la primaria? Claro, en mis tiempos, esos años a los que hago referencia, el secretario de Educación era don Jaime Torres Bodet y algo de su sabiduría debió haber permeado sobre los niños de la época.

* El doctor Manuel Corona Galindo es Investigador Titular B del Instituto Nacional de Astrofísica, Óptica y Electrónica (INAOE)