Opinión

Por qué odio los campamentos

Por qué odio los campamentos

Por qué odio los campamentos

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy
El escultismo de corbatín

Desde niño estuve cercano a muchos amigos boy scouts o guías. La presencia de estos grupos era natural para mí en algunas actividades deportivas o recreativas en las que fui partícipe y tenían como escenarios adjuntos a los uniformados aprendices del campismo en parques públicos, sobre la amplia y ahora renacida zona verde que divide la vía central de Insurgentes Norte de sus laterales y en los jardines de Zacatenco. Este panorama me acompañó a lo largo de muchos años por toda la ciudad, aunque últimamente ya no lo he visto. Nunca me interesó el sistema de jerarquías simbolizado por el color de los corbatines, ni la mística de los campistas a pesar de que más de una ocasión algunos de los entusiastas participantes de estos equipos organizados se esforzaban inútilmente en hablarme del campismo o escultismo desde ese peculiar terreno para reclutarme en sus filas con una enjundia que envidiaría Humboldt. Años después conocí a un cuate que detestaba a la agrupación y hasta un libro escribió sobre la misma que seguramente ya olvidé. Un trabajo que parece serio del que se agradece su brevedad lo encontré en internet con el siguiente nombre: El escultismo una forma de conocer el territorio, escrito por Alfonso Mendoza Buendía para obtener el grado de licenciado en Geografía Humana. Pero ojo, sólo recomiendo de leídas, pues apenas lo miré. Ya ustedes me dirán.

Escultismo y lodo

Aunque nunca quise formar parte de las filas de los niños exploradores, el interés por participar en algún campamento creció durante mi niñez. Desafortunadamente mis padres nunca fueron aficionados a dichas prácticas y nuestras vacaciones las realizábamos en sitios a los que llegábamos por automóvil, avión o tren para alojarnos en hoteles. Mi padre viajaba mucho en tren antes de que Zedillo acabara con el sistema. Entre mis amigos scouts o hijos de padres que sabían acampar, me causaban una enorme curiosidad sus mochilas de dormir, sus lámparas u hornillas Coleman, sus navajas multiusos y los albúmenes fotográficos en los que posaban a orillas de lagos, alrededor de fogatas, o papando moscas en hamacas amarradas entre dos troncos enclavados en bosques maravillosos que tenían como telón de fondo coloridas tiendas de campaña.

Un buen día mi padre nos dijo: chavos, prepárense porque en quince días nos vamos de campamento. El destino eran las inmediaciones de la presa de Necaxa. Ese camino lo conocíamos bien pues era parte de la ruta de la antigua carretera a Túxpam, lugar entrañable para la familia. Llegamos, si no mal recuerdo, hacia las 16:00 horas en la guayín de mi mamá y en el automóvil del arquitecto GV, amigo de mi padre, cuya esposa se excusó de acompañarnos si no mal recuerdo. Después de un recorrido en terracería los vehículos se detuvieron. GV en quien mi padre había depositado su experiencia campista eligió el sitio para armar las tiendas. De manera un tanto simbólica, encajó un bastón sobre el terreno y dijo: Aquí.

Nos pusimos manos a la obra. Mi padre recordó su servicio social en Malpaso y con inusitada habilidad nos decía jala aquí, detén esta cuerda, amarra acá, ayúdale a tu mamá, pregúntale a GV que si esto, pásame la navaja. En poco menos de dos horas el campamento quedó listo.

El sol que nos había bronceado y hecho sudar, se volvió esquivo ante la presencia de unas nubes que pasaron del blanco (como el overol y los tenis del arquitecto GV) al negro. En ese lapso comimos tortas, sopas de lata, merodeamos por los alrededores con los hijos de GV en tanto que mi padre, él y mi mamá degustaban un trago sobre sus sillas plegables; en ese lapso pasaban a lo lejos algunos lugareños con sus sombreros de paja haciéndonos algún tipo de señas que nosotros atribuimos a una advertencia que poco nos preocupaba porque estaríamos bien guarecidos en nuestras respectivas tiendas de campaña: la inminencia de la tempestad.

Cuando comenzó la tormenta eléctrica apagamos la fogata y nos resguardamos en las moradas de lona. Creo que no tenía ni quince minutos recostado dentro de mi bolsa de dormir, cuando sentí un golpe sobre mi costado derecho. Ahora lo recuerdo con gracia, pero lo que pasó después fue angustioso. Mi padre salió de la casa, le preguntó algo a gritos a GV y dio una orden fulminante: tenemos que irnos. Luego varias órdenes y preguntas coordinadas entre mi papá, GV y mi madre: prendamos los autos, encendamos las altas, desamarra aquí, jala acá, ayuda allá, quítate de aquí, lleva a tu hermano junto a ese árbol, dobla aquí, no importa que se lleve la corriente nuestra casa, estás listo compadre, vámonos, sígueme para no atascarnos, bájense a empujar, pongamos esta rama aquí, hay que pernoctar en Tulancingo, qué Tulancingo ni que nada nosotros (y en consecuencia todos) nos regresamos a México. Demás está decir que la última, elocuente, lógica y fulminante orden provino de mi jefecita.

Llegamos a la casa en la madrugada hechos un lodazal. Al día siguiente mi papá y GV intercambiaron una llamada telefónica, hubo risas, camaradería, fraternidad, después colgaron y mi padre fue en su auto por barbacoa. Durante el almuerzo, entre mordidas de taco supimos que las señas que nos hacían los lugareños obedecían a que el sitio escogido por GV para alzar las tiendas de campaña, formaba parte de los afluentes naturales que alimentaban la presa. Unos minutos más y hasta los autos hubieran terminado en el fondo de sus caprichosas aguas.