Opinión

¡Que se incendia Palacio Nacional!

Los incendios siempre han sido asunto muy dramático en la ciudad de México. Abundan, en los tres siglos de virreinato, los testimonios de quienes vieron reducirse a cenizas, en unas pocas horas, retablos gloriosos, teatros, templos. Debieron ser conmovedoras aquellas escenas: los novohispanos haciendo filas con baldes de agua para hacer frente a las llamas, y no faltaba quien arrojaba al fuego las estampas del santo de su devoción, esperando que se obrara un milagro. Pero una quemazón en la sede del gobierno federal fue muy distinto.

¡Que se incendia Palacio Nacional!

¡Que se incendia Palacio Nacional!

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Todavía no se disipaba en la ciudad de México la pesadumbre por la muerte del presidente Juárez. Había muerto hacía poco más de un mes, y el Palacio Nacional, cubierto de cortinajes negros, había sido silenciosamente invadido por docenas de dolientes que fueron a rendirle tributo final al presidente oaxaqueño.

El verano de 1872 había sido extraño: de un momento a otro, en cuanto se conoció de la gravedad de don Benito, la prensa liberal, que llevaba meses y semanas criticándolo por veinte mil cosas, y, en particular, por lo que parecía una terca renuencia a abandonar la silla presidencial, hizo una caballerosa tregua, y le rindió homenaje como al personaje esencial en la vida nacional que había sido, aunque no siempre se estuviera de acuerdo con él.

Don Sebastián Lerdo apenas estaba como empezando a hacer suyo el despacho presidencial, cuando le tocó vivir, el 22 de agosto de aquel año, una jornada horrible, que le hizo albergar oscuros temores.

De repente, a su despacho llegaron los clamores de los empleados de Palacio Nacional.

La Cámara de Diputados estaba en llamas.

UN TERRIBLE ESPECTÁCULO CAPITALINO

Así lo contó la prensa: los habitantes de la ciudad de México se enteraron de que algo horrible pasaba, cuando las campanas de la Catedral empezaron a repicar, enloquecidas. El paso de los años y la aplicación de las leyes de Reforma habían convertido a las ciudades en espacios tranquilos y silenciosos; Las campanas de los templos habían dejado de tañer a todas horas y por todos los pretextos.

Por eso, toda la ciudad se sobresaltó cuando empezó a escucharse el poderoso sonido que provenía de la plaza mayor.

Acaso fueron los campaneros de Catedral los primeros en darse cuenta de que las llamas se elevaban por encima de la techumbre de Palacio, ahí, donde estaba la Cámara de Diputados. Por eso recurrieron al método aprendido en los años de orden virreinal: cuando algo se incendiaba, las campanas de las parroquias tocaban a rebato, para invocar a los buenos ciudadanos, para que corrieran a colaborar en la tremenda tarea de sofocar las llamas.

“Ayer, a la una el día” -reseñó después el periódico El Federalista- “la Campana Mayor de la Catedral tocaba a rebato, anunciando a la población sorprendida que había estallado un incendio en la capital. Pocos minutos después, todo México sabía que ardía Palacio, y un gentío inmenso, amontonado en la Plaza de Armas, contemplaba con espanto las inmensas lenguas de fuego y las nubes de humo que se elevaban lúgubremente por encima de Palacio Nacional. La Cámara de Diputados era presa de las llamas...”

Tan rápido creció el incendio, que muy pronto cundió la desesperanza: la Cámara de Diputados desaparecería, y en una de esas, se llevaba por delante al Palacio Nacional. Inevitablemente, la conflagración se había convertido en uno de esos espectáculos masivos a que tan aficionados eran los habitantes de la ciudad: desde esa plaza, escenario de ejecuciones, crímenes, saqueos e invasiones, los mexicanos de 1872 veían el terrible incendio, que jamás olvidarían.

El fuego era incontrolable: en el curso de media hora, el desastre crecía. De pronto, la bóveda del recinto, hecha de madera forrada de zinc, se vino abajo. En el suelo de la Cámara, ya dañada, se hizo polvo la enorme araña de cristal.

La curiosidad es, con frecuencia, temeraria, suicida. Alguien recordó que, cerca del recinto parlamentario, se almacenaba armamento, decomisado a los golpistas de octubre de 1871. Por lo tanto, había municiones, pólvora. Aunque la voz corrió con rapidez entre la muchedumbre, nadie se movió. Es más: llegaban más curiosos, entrometidos, a ejercer el viejo oficio de “ir a ver”.

Por fin, apareció alguien con la cabeza fría, que no se dejó hipnotizar por el llameante espectáculo. Unos pocos gritos acertados, y un grupo, donde se mezclaban soldados aguerridos y gente del pueblo, corrieron a trasladar las armas, el parque y la pólvora lejos del incendio.

Quienes participaron en aquel asunto, contarían después que sintieron muy cerca el calor de las llamas, y que avanzaron, no si temor, recelosos de que, en cualquier momento, otra parte de Palacio se les viniera encima.

Los funcionarios y diputados empezaron a reaccionar. Y como había obrado muchos años antes el sabio Carlos de Sigüenza y Góngora, durante un incendio muy parecido, algunos de ellos corrieron, intentando poner a salvo el mobiliario de la Cámara, y algo más preciado aún: el archivo.

Uno de los caballeros que se distinguió en aquella tarea fue el diputado Gabriel Mancera. Arriesgando la vida, el artista Alejandro Casarín logró rescatar la espada y el bastón de Agustín de Iturbide, mientras don Tiburcio Montiel, gobernador del Distrito Federal, ayudaba a salir a varias personas conmocionadas.

No se crea que los incendios de 1872 eran como los de 200 años antes. En los patios de Palacio había bombas de agua, que bien manejadas por un equipo de trabajadores, bajo el mando del ingeniero Francisco de la Vega, evitaron que el fuego se extendiera al resto de Palacio Nacional.

Pero el incendio era robusto, y opuso resistencia a los esforzados empleados: la Aduana se hizo cenizas, lo mismo que el frontispicio de la Cámara. Caía la tarde cuando se pudo dar por sofocado aquel aterrador fuego.

¿QUÉ PASÓ?

Desde luego, se hizo una investigación para determinar las causas del incendio.

Esto fue lo que ocurrió: un grupo de plomeros trabajaba en la parte superior de la bóveda de la Cámara. Llegó la hora de comer, y aquellos buenos hombres se marcharon. Pero dejaron un brasero encendido, y ese fue el origen del desastre.

Luego se supo que las pérdidas ascendían a 200 mil pesos ¡Una fortuna! La Cámara había desaparecido, el mobiliario también y se habían perdido numerosos papeles importantes.

El Congreso se volvió itinerante: sesionaron en el Salón de Embajadores en Palacio; luego se marcharon al Teatro de Iturbide, que a la larga sería modificado y transformado en el edificio que largos años ocupó la Cámara de Diputados en la calle que hoy llamamos Allende.

Del recinto parlamentario solo quedaron grabados y litografías. El fuego se había llevado todo.