Opinión

¿Quién habla en nombre de la democracia mexicana?

¿Quién habla en nombre de la democracia mexicana?

¿Quién habla en nombre de la democracia mexicana?

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

¿Y bien? ¿hasta cuando tendremos el valor de decir -con sus letras- que esto, es un país democrático? ¿Que ésta es una democracia que vale la pena defender?

Tras esa urna translúcida, tras el desgastado marcador, tras la mampara y su cortinilla cuya función es delimitar la soledad del elector. Tras la papeleta que contenía opciones y nombres que esta vez no sólo, no eran “todos iguales” sino que buscaban distanciarse intensamente.

Las filas tempraneras para cumplir lo que cada uno protagonizaba como un vívido deber. Las personas que, no obstante la pandemia, recibieron, vigilaron y contaron la votación de todos los demás.

La masiva aceptación de ser entrenado por un ejército de capacitadores entusiastas -reconocidos- chalecos rosas. Otros tantos millones de militantes de partidos que vigilaron las urnas y en la mayor parte del territorio nacional, la doble sensación de libertad ejercida y deber cumplido.

Unas campañas desplegadas en todas partes por partidos políticos poderosos que definieron sus estrategias, armados de recursos suficientes (ya nadie puede alegar inequidad). Decenas de miles de candidatos y mensajes de todo nivel, que cambiaron realmente el clima de la opinión pública y que derivó en diferentes votaciones, locales, estatales y una nacional.

Pues la democracia es cada una de esas cosas y su interacción con las demás.

Por el contrario, su negación es el asesinato, el secuestro y la inhibición de candidatos y campañas. Por definición, la democracia es la resolución de las diferencias y la competencia por vía pacífica, y en estos meses vimos crecer la imposición del crimen en muchas zonas, en el retroceso civilizatorio más grave de estos meses, mientras que el presidente, representante de un poder constitucional, calificó como “amarillismo” esos mismos hechos, al tiempo que atacaba cuanto pudo, a las autoridades responsables de la organización electoral, en una de las temporadas de peor deslealtad democrática que se recuerde, desde Fox.

Pero el proceso avanzó con sus trastos, utensilios, leyes, competidores, organizadores, ciudadanos y votantes, porque ellos querían seguir y en su marcha deshacer una atmósfera congestionada.

De modo y suerte que el 6 de junio la democracia mexicana se mostró mucho más sólida y arraigada de lo que solemos pensarla. Creo que dejó de ser preciso, hablar de una democracia incipiente, embrionaria o rudimentaria, y más bien va siendo hora de reclamar una tradición y una cultura democráticas en México que lleva ya treinta años implantándose, ensanchándose, a menudo con pruebas tan difíciles como la de 1994, tan señeras como la del año 2000, tan envenenadas como la del 2006 o tan grandes y polarizadas como las del 2021.

¿Cómo llamar a esa naturalidad con la que mexicanas y mexicanos acuden a la convocatoria del INE a quién le sobraron voluntarios para cuidar las casillas en uno de los despliegues más emocionantes de compromiso cívico que tenga lugar en cualquier país? ¿O la familiaridad con la que se acude a la casa del vecino, la escuela, el patio principal donde hace décadas se instala la casilla receptora sin presencia policial ni militar? ¿Y la costumbre de escuchar los resultados de las autoridades, alrededor de las veintitrés horas, la noche misma de la elección, para preparar el día siguiente en paz y tranquilidad?

Las muchas elecciones -en plural- que dieron triunfos rotundos al oficialismo en una decena de estados, pero que le arrebataron la mayoría de votantes en la elección referente para la Cámara de Diputados, durante una jornada que tuvo algo que dar a todos los contendientes reales; esta combinación de arraigo, institución, memoria colectiva, participación y algo de suerte, forman parte de la historia (y de la astucia) de la democracia mexicana.

Lo que vivimos hace una semana muestra que la nuestra, no es un sistema estático; la mexicana, como toda democracia moderna, es compleja y se articula en procedimientos, intermediarios sociales, políticos y en una experiencia común.

A pesar de las persistentes intentonas de esta administración, a pesar de la eliminación o de la deformación de algún o algunos de sus componentes importantes, nuestra democracia resiste, está viva. Más que frágil, es terca en su fragilidad (como afirma una y otra vez N. Urbinati en su libro indispensable). Porque la fortaleza de la democracia no solo depende de la calidad de sus instituciones, sino de su conexión con la sociedad, de su imbricación para hacer un sistema democrático. Y esto es lo que quedó radicalmente demostrado, para México, el 6 de junio.

Antes de esa fecha, muchos de nosotros veíamos en marcha el proceso enloquecedor de un país democrático que se deslizaba por la pendiente hacia decisiones autoritarias. ¿Esto se detuvo? ¿En qué medida?

Lo que estamos seguros es que la democracia corrigió. Funcionó porqué modificó la correlación de fuerzas en el Congreso, y mientras el voto libre subsista, permanezca activa la libertad de expresión y asociación; mientras asome la cabeza una oposición que no de tregua, nuestra democracia continuará su obra astuta, propiciando la reversión de decisiones y conteniendo los apetitos autoritarios.

Creo que hemos tenido demasiadas interpretaciones acerca de los triunfos de “a”, “b” o “c” en la elección pasada, pero nos está haciendo falta una lectura que no sea sectaria, acerca del estado de la democracia en México, acerca de uno de los pocos procesos históricos que nos han salido bien —entre siglos— y cuya autoría no le corresponde a nadie, sino a un gran acuerdo y aprendizaje social y nacional.

¿Quieren saber que es un país democrático? Miren a su alrededor.